martes, 15 de diciembre de 2020

Inversión de sujeto

Mi amigo me ha arrastrado hasta allí, hasta ese piso donde se ejerce la prostitución. La invitación es el pago por una ayuda que le presté; aunque en realidad ni la ayuda lo merece ni los sesenta euros que me costará la siguiente hora, salen de su bolsillo.

- Verás qué desfile- me dice mi amigo mientras nos sentamos en un sofá blanco con un vaso ancho en la mano. Ni sé lo que he pedido, tan sólo sé que no quiero estar allí. No tengo ánimo, aunque mi cara se ilumine al comenzar el paseo de mujeres. Cuando termina el paseíllo la voz de la madame recitando nombres, servicios y características me recuerda a la de un camarero atareado anunciando el menú del día; o escojo lo primero de la lista o no me entero de nada. 

- ¿No quieres los dos con la misma?- pregunto a mi amigo buscando un alivio. Sé que en ese caso se centraría en él y yo podría escabullirme con la menor implicación posible. Él ya ha elegido, una rubia latina a la que el pubis imberbe que transparenta su braguita, no dejará por mentirosa. Su negativa a compartir chica me deja frente a una decisión que no quisiera tomar. Allí de pie, tratando de lucir sexys y seductoras, me parecen langostas en un acuario esperando que el futuro comensal las señale con el dedo: tú acabarás en mi olla hirviendo. 

- ¿Alguna quiere?- pregunto buscando librarme de tener que elegir. Una marejada de risitas se levanta en las chicas, que posan alineadas como si fuera a sonar un himno. 

- Pero claro caballero, todas lo están desea…- comienza a decir la madame. 

- No, en serio, ¿a alguna le apetece?- interrumpo a la mujer. 

- Yo- resuena en la habitación. La dueña de esa voz, aparentemente decidida, da un paso adelante, con un gesto de cabeza asumo mi conformidad, y de inmediato la responsable del lugar retoma el monólogo, llamándola por un nombre que si no es el real no me interesa y una descripción de características de la que sólo soy capaz de retener francés natural sin. Mientras el resto de mujeres desaparecen por donde han venido, yo la miro. Alta a pesar de sus bailarinas, me he fijado que era la única que no lucía tacones vertiginosos, delgada, quizás demasiado para ser foco de atención. Morena, ojos oscuros, con el pelo extremadamente largo y liso sujeto en una cola alta que prácticamente le cae hasta la cintura. No se le nota ningún acento extraño, pero su apariencia denota un origen exótico, quizás inmigrante de segunda generación. Si en lugar de ir en lencería granate con unas medias del mismo color y un salto de cama, le pusiera un uniforme negro la vería en cualquier tienda de moda dispuesta a encontrar la talla que necesito. 

Ahora no sabría decirle qué necesito. Me ha tomado de la mano y me ha llevado a una habitación grande. 

- ¿Pasas al baño y nos aseamos un poquito?- pide, y yo asumo con naturalidad. Mientras me voy desnudando la miro y me sonríe; yo no puedo. Tiene el pecho pequeño, demasiado para mis grandes manos, y unas nalgas preciosas que ni siquiera me atrevo a acariciar. Me introduzco en la ducha y espero que su mano calibre la temperatura del agua. Después es ella la que se introduce, reduciendo el espacio entre nuestros cuerpos en aquel estrecho cubículo. El tacto de sus dedos en mi pene flácido me resulta extraño. Sé que me está mirando, pero mi vista está caída, centrada en los primeros gestos de sus manos; tira de mi piel, comienza a hacerlo crecer mientras una lluvia templada nos moja. Su mano hace emerger el glande, e inmediatamente lo baña de un agua tamizada por el mover de su mano. Siempre es ella quien lleva la iniciativa. Vierte jabón en la palma de su mano y me limpia masturbándome. Finalmente me aclara y la espuma desaparece entre nuestros pies enfrentados. 

Después dirige la ducha a su cuerpo. La tez morena se extiende de manera uniforme, no es producto del sol. Ha evitado mojarse la cara para no estropear el maquillaje; sigo el recorrido del agua cayendo por su cuerpo, observo cómo se desliza por el contorno de sus pequeños pechos, cómo se acelera al caer por su vientre plano. El trayecto me lleva a observar su pubis, adornado con una tira de vello negro, recortado y cuidado, que se yergue continuando la forma de su vulva. Después sus muslos largos, delgados pero torneados, y de ahí mi mirada vuelve a saltar a su brazo extendido, a la mano con la que sigue dando dureza a mi polla cada vez más crecida. Centra el chorro en su sexo, observo cómo se enjabona, cómo restriega y finalmente vuelve a aclarar. Después agarra mi mano. La lleva a su entrepierna, me hace tocarla. 

- ¿Te gusta?- pregunta con una voz suave que se pierde en los ecos de la ducha. Muevo la cabeza en un gesto afirmativo y musito un sí que apenas resulta audible. Cuando cierra el grifo, pese al calor que nace en mi cuerpo, mi piel siente un frío repentino. Desaparece cuando ella toma una toalla blanca y comienza a secarme pasándola por mi cuerpo. Salimos de la ducha. Se ha colocado a mi espalda; giro la cabeza para encontrar su mirada sobre mis hombros. Sabiamente, con una práctica repetitiva en la que no quiero pensar, consigue que el mar de gotitas en mi cuerpo desaparezca sin dejar de estimular mi sexo. Después me tiende la toalla. Ahora te toca a ti, me dice, y girándome quedamos por un instante frente a frente, sin espacio por el que el aire refresque el calor que su aliento dispersa en mí. Acto seguido es ella la que se gira. Me ofrece su espalda. Mi mirada la recorre: el pelo doblemente recogido para que no se moje, la parte más alta, sus hombros, casi hasta su cintura, está extrañamente seca, sus nalgas en cambios están moteadas de perlas de agua. Mis manos se ponen a la labor con demasiada profesionalidad. Rodeo su cuerpo y deben ser sus manos las que me encaminen a zonas que no necesitan secarse sino avivar la llama. 

La toalla se despliega como unas alas, hasta posarse en mis hombros y colgar de ellos como la capa de cualquier superhéroe; cuando ella, después de hacer crecer mi rabo hasta el máximo, se muerde el labio inferior, casi me podría considerar uno. Soy capaz de mantener su mirada un segundo, dos a lo sumo; luego me pierdo en el vacío mientras ella inesperadamente se agacha, recorriendo con las manos y la punta de la nariz mi torso. En cuclillas, su mano agarra mi pene, lo encamina a su boca. Doy un respingo cuando siento sus dientes rozándome la polla. La delicadeza dura poco; enseguida sus cabeceos se hacen demasiado constantes como para no resultar fríos. Mis manos encuentran en su cabeza un lugar para posarse, pero no le impongo un ritmo, una profundidad; ella demuestra que sabe lo que hace. La mamada continúa unos minutos. Yo me dedico a padecerla con los ojos cerrados. Hasta que siento el aire cortando el baño de saliva que me ha regalado. Sé que no debo hacerlo, no tengo que mirarla, sé que ella estará con la vista elevada esperando, pero no puedo evitarlo, abro los ojos y ella escoge ese preciso instante para agarrar mi polla dura y golpearse tres, cuatro veces la lengua. 

- Ooohh-. De mi boca quería salir un no pero sólo ha salido un gemido. Cuando ella amenaza con regresar al ritmo constante de la mamada, mis manos tiran de sus delgados brazos. Hago que se incorpore. Es alta, pero tengo que inclinar la cabeza y besarla para compartir saliva con ese aroma tan particular. Después soy yo el que se agacha, y eso le sorprende. Mis manos en su espalda la atraen hacia mí; recorro con mis labios su vientre planto, su cintura estrechísima. Me detengo a la altura de su pubis, mi vista se deleita en él. Luego mis dedos se cuelan entre sus muslos. Un primer roce la hace suspirar, pero mis manos continúan viaje hasta abrazar sus nalgas. Pequeñas, pero tersas y duras. Inexorablemente mi cara acaba acercándose a su entrepierna. 

Ella pausa mis ganas indicándome que sigamos mejor en la cama. Se tiende boca arriba, esperando mi continuación. Vuelvo donde estaba, a sus piernas asimétricas, a su cintura de avispa, a sus brazos estirados buscando la almohada, a su labio mordido por dientes con ansias. Beso sus muslos, trepo por ellos buscando un calor reconocible en ese cuerpo desconocido. Parece que le gusta, gime cuando mis dedos alertan su vulva. Exploro con mi lengua los pliegues de sus labios vaginales, inhalo su aroma. Mi cara se mueve, la boca busca su clítoris. Me entretengo más que un instante en recorrer su sexo a lametazos. Luego sumo dos dedos. Primero a base de caricias, después llegan los pellizcos. Separo sus labios, abro espacio a mi boca, pinzo su pipa, ella suspira. La humedad que va aflorando en su coño me invita a entrar. Mis dedos lo abren, se adentran en lo desconocido. 

La chica se deshace, yo me animo. Mis dedos se curvan en su coñito, buscando ese punto donde mora el placer. Poco a poco aumenta la velocidad de mi brazo. La follo con un par de dedos y la boca pegada siempre a su cuerpo. Juego en sus labios, asciendo por su vientre, circundo su ombligo y sigo camino. Sus pechos pequeños me reciben alerta, con los pezones endurecidos y erectos. Termino el viaje con un lengüetazo que se le pierde entre el cuello y el hombro, y regreso sin escalas a seguir empapándome de la humedad de su sexo. 

- Cariño, se acaba el tiempo- dice, pero no hago caso. Sigo follándola con la mano. Intuyo que está próxima. Incremento el ritmo, el mover de mi boca sobre su raja. Ella misma se convence e introduce la mano entre mi cabeza y su piel para comenzar a estimularse el clítoris. Apenas me retiro; en cada viaje el atrevimiento de mi lengua es castigado por sus uñas largas. Da igual, funciona. Mi mano y la suya consiguen que el orgasmo se licue. 

Ahora sí, ya podemos dar el siguiente paso. Me tiendo sobre una cama que es sólo una sábana bajera de quita y pon. Ella entiende lo que le pido sin hablar. Saca un preservativo de no sé dónde y me lo coloca con rapidez. Cuando se monta sobre mí, su cara tiene una expresión que no acierto a interpretar, me gustaría pensar que lo está pasando mejor que de costumbre. Agarra mi polla; está crecida pero algo flácida. Juega con ella contra sus labios, termina de lubricarla y de endurecerla. Mi gemido se prolonga todo lo que ella tarda en dejarse caer. Empieza a moverse lento, apenas un ligero vaivén de olas en un mar en calma. Mis manos buscan sus caderas, su pecho, su boca; las suyas recorren mi torso al tiempo que me cautiva con una sonrisa que parecía franca. Me quedaría así, sintiendo el leve roce de sus paredes vaginales en mi rabo endurecido, para el resto de mi vida. 

Poco a poco va incrementando el ritmo, le puede la profesionalidad. Mis manos se desperezan, acompañan sus movimientos, hasta que éstos se convierten en frenéticos botes y tengo que sostener los muslos en sus caídas para aguantar el tirón. 

- Córrete en mi boca- dice en un momento dado. Trato de oponerme, ni quiero ni puedo correrme todavía, pero ya ha debido pasar el tiempo, escucho la voz de mi amigo al otro lado de la puerta. Además hay poco que pueda hacer; ella me ha desmontado y ha retirado el preservativo. Me muevo a regañadientes, buscando una mejor postura. Termino de rodillas sobre la cama, y ella tiene que echarse sobre el colchón, con las piernas colgando y ofreciendo su espalda desnuda a mis manos aburridas. Me la machaca con fuerza, tratando de acelerar algo que todavía no estaba preparado. Me masturba con la punta de mi polla apoyada en sus labios. Mi mano se aventura por su espalda. Dejo atrás sus hombros huesudos, sigo camino por la curva que anuncia sus caderas y llego a sus nalgas. Las aprieto y los dedos se me deslizan hacia la raja. 

Hundo el dedo más largo en su coño y comienzo a moverlo mientras ella sigue tratando de acelerar mi final. Tira de mi polla, la mano busca los testículos; comienza masajeándolos y termina apretando. Retiro el dedo del coño y me lo llevo a la boca; por un lado degusto sus flujos, por otro lo lubrico para un nuevo destino. He reparado tarde en su ano. Hurgo, trato de romper la resistencia de unos esfínteres que ya no me esperaban. Ella agarra mi muñeca, no me quiere allí. Aprovecho que ha liberado mi polla para tomar el relevo. Con la mano diestra incremento el ritmo de la paja, con la izquierda sujeto su cabeza muy cerca, para no tener margen de error. No hace falta. Cuando mi respiración parece transformarse en gruñidos, ella abre la boca y comienza a mamar. Francés natural sin, lo había olvidado. Me voy, irremediablemente me corro. En su boca, en su garganta. Reviento y ella no deja un segundo de cabecear, sin atragantarse. El semen caliente desborda, asomándosele a los labios, manchando su barbilla morena. Fuerza el gesto y traga. Después me mira y me enseña la lengua todavía pegajosa. De inmediato se incorpora y desaparece en el baño. Entiendo que debo vestirme, y comienzo a hacerlo después de limpiarme el rabo con unas toallitas higiénicas. 

Salgo de la habitación y me espera mi amigo. Luce una sonrisa de franca felicidad. Qué, qué tal, me pregunta. Y yo dudo: no sé si decirle que nunca hubiera querido estar ahí o que la próxima vez invertiré mi dinero con menor delicadeza.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Black Friday

Por un instante creí entender a mi ex; las aglomeraciones, el calor en las tiendas, la megafonía demasiada alta, las dudas ante dos modelos que me gustan o el cargar con las bolsas, le hacían aborrecer ir de tiendas conmigo. Luego, mientras me tomaba un capuccino caliente, wasapeaba con mis amigas y sacaba de las bolsas y volvía a remirar entusiasmada todo lo que acababa de comprar ese día de consumismo desaforado, ya no. ¿Cómo iba a entender a semejante gilipollas que se creía demasiado para mí?

En cierta forma podía tener razón, ir de tiendas podía ser agotador, pero no lo iba a admitir. Además, no es nada que no se solucione tomándose un tentempié como el que yo había entrado a tomar en aquella cafetería. Mientras aspiraba el aroma del café recién hecho que poblaba el local, las conversaciones con mis amigas me arrancaban una sonrisa que se aliaba a la satisfacción por el día de compras y la perspectiva de un fin de semana por delante. Me sentía bien, feliz. Aunque me hubiera dejado buena parte del sueldo en todas las prendas que llenaban las bolsas a mis pies, aunque sintiera las piernas cansadas, estaba contenta. Mi móvil era un frenesí de sonidos de mensajes entrantes, la taza con el café templándose permanecía unos centímetros delante de mí. Los minutos pasaron así hasta que el icono de la batería en mi teléfono se puso en rojo, indicando que quedaba poca; todavía me quedaba un largo rato hasta llegar a casa y poder poner a cargarlo, y era mejor conservar algo para el viaje en metro, así que fui despidiéndome, cerrando todas las conversaciones y me centré en el café. 

Me acerqué a la barra a por algo de comer que acompañara el capuccino. Tras pedir un sándwich vegetal con pan de semillas, un diario sobre la barra llamó mi atención; sin posibilidad de seguir consumiendo la batería del teléfono debía llenar el tiempo, así que cogí ese periódico manoseado y volví a mi mesa. Lo abrí al azar, por una página cualquiera, pues no tenía demasiado interés en leer malas noticias. Cual fue mi sorpresa cuando ante mis ojos encontré la sección de anuncios de contactos. Entre muñequitas orientales, teléfonos eróticos para todos los gustos, una imagen llamó mi atención. Dayron, se anunciaba, un mulato con un cuerpo escultural y la promesa de veintitrés centímetros de polla. Inmediatamente algo en mi cuerpo se puso más caliente que la taza que humeaba frente a mí. No recuerdo qué decía exactamente su anuncio, pero seguro que las palabras atlético, placer, dominicano, fantasía, figuraban en él. Nunca, ni siquiera en ese instante, me había planteado recurrir a un hombre de pago; ni siquiera sabía la palabra adecuada para definirlo. Además, esos anuncios los creía destinados a otros hombres, tampoco sabía si trabajaba con mujeres. Sin embargo, mi mente comenzaba a funcionar imaginando mi cuerpo y el de ese pedazo mulato. 

Imaginaba unas manos decididas al final de unos brazos fuertes abrazando mi cuerpo, yo girando ante su mirada, con sus dedos de chocolate fundiéndose en mi cintura. Imaginaba la sensación de acercarme a su cuerpo y sentir, bajo unos pantalones vaqueros, la largura y la dureza de una polla más que a medio despertar. Inmóvil, mis dedos apenas rozaban la hoja del periódico que se extendía ante mí, y aunque mis ojos quisieran seguir leyendo, mi mente volaba libremente inspirada en la imagen en miniatura que ilustraba su anuncio. Me veía junto a él en un lugar indeterminado, neutro, tal vez una habitación de hotel. Sentía la necesidad de levantar su camiseta, de recorrer con los labios los contornos duros de sus abdominales. Cuando sus manos trataban de guiarme, me revolvía, debía ser yo quien marcara los ritmos. El continuo pasar de mi lengua por su vientre, los juegos alrededor de su ombligo hacían algo más que ponerlo alerta, lo calentaban, lo hacían entrar en ebullición. Después me incorporaba, deseaba sentir sus labios gruesos devorándome la boca; entonces le dejaba que sus manos grandes abrazaran mi trasero y lo sacudieran a su antojo. 

Por una vez era mi mano la que se posaba en su hombro, la que lo hacía agacharse siguiendo el itinerario de mi mirada. Bastaba un pestañeo para que yo me viera cada vez con cada una de las ropas que acababa de comprar; lo único que no cambiaba era la delicadeza con la que Dayron me comenzaba a desvestir. Faldas, pantalones, desaparecían por obra y gracia de sus manos. Luego me besaba el pubis por encima de la ropa interior. Ésta siempre era la misma, sexy, color burdeos, mi favorito, y nunca resistía demasiado cuando sus dedos comenzaban a moverla. Cuando imaginaba sus manos rondando mi coño mi mente me obligaba a cerrar los ojos, como si de verdad estuviera con él en una habitación cualquiera y no rodeada de gente en aquella céntrica cafetería. Debía reprimir un gemido cuando fantaseaba con su lengua traspasando la humedad y el calor de su boca a mi sexo. Aunque quisiera no podía frenar a mi mente, y me veía, la pierna derecha por encima de su hombro, la espalda apoyada en la pared y aquel perfecto mulato jugando con su lengua en los pliegues de mis labios vaginales. Cada uno de sus aleteos era una tortura que me comenzaba a derretir por dentro. Mis manos se aferraban a su cabeza, la hundían entre mis piernas. Mi voz, tuve que comprobar que sólo en mi fantasía, le exigía más, siempre más. Él se esforzaba, ponía todos sus ímpetus en hacerme levitar. Yo me corría y mis manos, siempre fuertes, guiaban su cara contra mi piel, para que su lengua sintiera en primera persona el orgasmo que acababa de provocarme; cuando las sacudidas de mi cuerpo cesaban, lo empujaba y aquel mulato caía, patas arriba, sobre el suelo. 

Regresé por un instante a la realidad, el tiempo justo de cambiar de página en el diario que ocupaba la mesa, para que cualquiera al pasar no me viera siempre detenida en la sección de contactos. Daba igual, mi mente ya no necesitaba la referencia de su anuncio para volar libre. Caminaba poderosa, hasta enmarcar entre mis piernas su cuerpo fuerte pero desvalido al mismo tiempo. Terminaba de desvestirme, hacía volar el sujetador por la habitación sin un destino claro. Luego comenzaba a flexionar las piernas, a descender sobre Dayron, a percibir en su mirada matices que iban desde la indefensión al placer. Me detenía para tirar de sus ceñidos jeans, que salían extrañamente fácil; en el viaje habían desaparecido también sus calzoncillos. Él ya ni se atrevía a estirar los brazos para tratar de tocarme, había comprendido que era yo la que mandaba y debía dejarse llevar. Su cuerpo, forjado en el gimnasio, se veía inerte. Sólo, como un mástil, emergía una polla enorme y rica. Me arrodillaba, y sin asirla siquiera, mi lengua la recorría entera, desde la base hasta la punta. Él dejaba caer pesadamente la cabeza contra la moqueta y sólo ella, solo esa magnífica polla, parecía tener vida bajando y subiendo, como a cámara lenta, tras el pasar de mi boca. Lo torturé, siempre mi lengua fuera de la boca partía de sus huevos, recorría lentamente toda la longitud de su miembro y remataba con un chupetón a su capullo. Cuando me apiadé de él comencé a masturbarlo rítmicamente, con el glande preso entre mis labios. Resistía mis acelerones, las pausas, el filo de mis dientes mortificándole, obedecía mis órdenes silenciosas, como cuando agarraba sus manos y las llevaba a mis tetas y él entendía que debía estimular mis pezones. 

El calor me podía, ni siquiera el café que seguía delante de mí y se había quedado frío me servía para relajarme. Ya no sabía si el incendio se había declarado en mi mente y se había propagado por todo mi cuerpo o había tenido su punto de partida en lo más profundo de mi vientre. Sólo sabía que ya no necesitaba cerrar los ojos, bastaba que mi mirada se perdiera en un punto indeterminado de la cristalera del local para que yo me viese moviendo mi cuerpo, hasta sentarme a horcajadas abrazando con mi coño la polla de Dayron. Me agitaba, mis caderas se movían solas, mi cintura dibujaba órbitas alrededor de su eje. Luego comenzaba a botar, suavemente, calculando mentalmente hasta dónde podía subir sin dejar escapar su pene. Más tarde, irremediablemente, comenzaría a cabalgarlo salvajemente, aplastándome los pechos, retorciendo mi cuello y su rabo hasta el esguince. Sus piernas flexionadas me servían de respaldo en mis movimientos impetuosos, su cuerpo brillaba bajo el sudor, pero apenas mostraba síntomas de cansancio. Dayron era apenas poco más que un trozo de carne adherido a su polla, un consolador, y así lo trataba, buscando únicamente mi placer. El suyo llegaría, no lo dudo, pero priorizaba el mío. Mientras tanto, un camarero, si hubiera sido más joven y algo más apuesto quizás yo no hubiera abierto el periódico por la página de contactos, había traído a la mesa el sándwich. Musité un gracias como podía haber dejado escapar uno de los suspiros que aquella fantasía en mi mente me provocaba. Lo follaba rítmicamente, las manos apoyadas en sus hombros redondos. 

Bebía el café a pequeños sorbos, mordisqueaba el sándwich, parecía que permanecía allí, pero estaba muy lejos, presa entre los brazos de Dayron, que, como si mis movimientos sobre su polla lo hubieran resucitado, se había sentado conmigo en su regazo. Le pido que me eleve, que me empuje contra la pared, que siga follándome. Con el dorso de la mano limpio un hilillo de salsa que se escapa de mi boca mientras en el sueño son los flujos los que escapan en cada embestida de su polla. Me corro, imaginándome follada por aquel hombre siento la necesidad física de correrme, pero me cuido muy mucho de terminar como en aquella película y que la gente pida lo mismo que está tomando aquella chica ensimismada de la mesa del fondo. Mi mente se disocia, soy capaz de terminarme el sándwich y el café, paso rápidamente las hojas del diario, sin querer detenerme en ninguna, mientras en un algún rincón de mi cerebro todavía se proyecta mediante flashes la fantasía. Me veo a cuatro patas, con Dayron encima, con Dayron debajo. Quiero que me folle, que no deje de hacerlo, ya no me importa mandar, sólo quiero que me provoque otro orgasmo. Veo su mirada suplicando permiso para terminar, pero le exijo un poco más. Luego, cuando la piel nos brille por el sudor y mis piernas tiemblen después de una nueva descarga, le dejo. Agarro su pene grueso con las dos manos y lo froto como si fuera una lámpara mágica, con todas mis fuerzas. A él se le tensan los músculos, se le marcan las venas en el cuello, aparta mis manos y me toma el relevo, se acerca tanto a mí que en cada movimiento su mano roza mi vientre. Finalmente se corre abundantemente, me riega de semen caliente que el respirar agitado de mi cuerpo hace caer formando riachuelos por mi piel. 

Saco el móvil del bolso, pongo la cámara para comprobar que aquella fantasía ha ruborizado mi rostro. Me dispongo a levantarme, a llevar el periódico, los platos y la taza a la barra, pero una idea me detiene en seco. Apresuradamente, tal vez para no dejarme vencer, abro el diario y busco la imagen de ese negro de polla enorme una vez más. 

- Hola, buenas tardes, ¿eres Dayron? - pregunto. Antes de que conteste, sé cómo terminará aquel Black Friday.

domingo, 15 de noviembre de 2020

El merecido castigo

Soy un tipo normal, no me gustan los juegos de rol, los disfraces; ni siquiera me excitan los uniformes, sé de sobra que debajo te puedes encontrar personas encantadoras o auténticos gilipollas. Cuando me acuesto con una persona es porque me gusta cómo es, no le pido que cambie, y tampoco me gusta que me pidan que cambie yo. Por eso me extrañó cuando Maribel, una mujer con la que comenzaba a mantener una relación que podía ir más allá de lo sexual, me llamó diciendo que tenía una sorpresa para mí. Estábamos conociéndonos, todavía podía ignorar mi poca afición a las sorpresas, así que le di el beneficio de la duda y acudí a su casa, dónde me había citado. Al llegar la encontré como siempre, un tanto nerviosa quizás. Enseguida se excusó, marchó a su cuarto con el pretexto de terminar de prepararse “para la sorpresa” y yo me quedé solo en el salón. Supuse una cena, quizás una salida a bailar, tal vez algo que nos hiciera pasar la noche fuera. Si hubiéramos tenido una familiaridad que todavía no existía entre nosotros, tal vez hubiese encendido el televisor y me hubiera sentado a esperarla zapeando con los pies encima de la mesa baja, pero me limité a dar una vuelta por el salón y aguardarla de pie. Sobre la mesa, una bolsa de golosinas que me hizo pensar que esa era la sorpresa, que había descubierto mi único vicio en esta vida al margen del sexo. Pero no. 

Unos minutos después Maribel irrumpía en el salón vestida de colegiala. Negando con la cabeza sonreí, y ella malinterpretó mi gesto. Seguramente a otros hombres, quizás cuando yo tuve la edad de gustarme las colegialas, pero no entonces, no Maribel. Rondaría los cuarenta y cinco, un cuerpo al que le sobraban algunos kilos y un rostro al que, cuando más acostumbraba a mirarlo, esto es, después de la jornada de trabajo o después de follar, se le apreciaba el cansancio. Con una camisa blanca, el cuello levantado, los primeros botones desabrochados luciendo escote y los bajos atados con un nudo a la altura de un ombligo que distaba bastante de ser plano y perfecto, y una faldita roja con cuadros blancos que apenas si tapaba su incipiente piel de naranja, parecía sacada de un videoclip, un cómic o una película de terror de serie B. Cuando, caminando hacia mí, dio un giro demasiado teatral, el vuelo de su falda me permitió ver que sus bragas eran blancas y de algodón, detalle que no puedo asegurar si pertenecía al uniforme escogido. 

- ¿Colegiala?- pregunté retóricamente. 

- Colegiala traviesa- precisó ella. Con una palabra habíamos pasado de la categoría de disfraces, a la de juego, porque aquello era un juego; cuando rozando mi hombro con su dedo pasó junto a mí diciendo yo soy una niña mala y tu eres mi profesor, ¿me vas a castigar?, no quedaban dudas. Claro que Maribel no sabía que yo no sé jugar… 

Agarrando la bolsa de golosinas se colocó frente a mí, al otro lado de la mesa, separados por poco más de un metro. Sacó una gominola, nube, siempre la he llamado yo, un cilindro blanco y rosa de azúcar y vaya usted a saber qué, y se lo llevó a la boca. Lo apresó entre sus dientes por uno de los extremos, mientras por el otro lo sujetaba en la mano. Con el movimiento de su cabeza buscaba alargarlo, darle una impresión de algo más contundente que llevarse a la boca, hasta que, irremediablemente, la chuchería no resistía más la tensión y una porción moría entre sus fauces. Repitió la operación varias veces bajo mi atenta mirada, hasta que se terminó el dulce. 

- Me he portado mal- dijo. Quizás su juego no me terminase de gustar, su cuerpo no me congeniaba con el atuendo, con esa falda tan corta que ni enseñaba ni dejaba imaginar, sin embargo era innegable que me gustaba Maribel, su mirada capaz de deshacerme, su pecho generoso rebosante en aquel escote. Hasta que el movimiento de su mano delató la presencia, no había reparado en una piruleta con forma de corazón que sacó del borde de su falda. Asistí a la lentitud de sus gestos al desenvolverla, vi como se la llevaba a la boca, sacaba la lengua y lamía. Había captado mi atención, se entretenía chupando la piruleta, disfrutaba de su propio juego. En un momento dado dejó caer un hilillo de saliva que, mezclado con el colorante del caramelo, adquiría un tono rojizo. Esa mezcla se deslizó por su pecho, cayó por su canalillo. Retuvo el dulce en la boca y con el palo asomando por sus labios, Maribel liberó sus manos y comenzó a amasarse los pechos. Yo continuaba mirándola, atento a sus gestos destinados a excitarme, a su manera de llevarse las chucherías a la boca y morderlas o lamerlas, a sus manos soltando pausadamente los botones de su blusa. Me acerqué, la rodeé, ahora era ella la que tenía que girar la cabeza para no perderse mis movimientos. 

- Así que yo soy el profesor, ¿no?- 

- Aja- susurró ella. Mi presencia a su espalda la hacía querer mirarme. 

- Mire al frente, señorita- ordené y Maribel obedeció. - ¿Sabe usted que soy un profesor muy estricto?- pregunté sin esperar respuesta. Con un dedo levanté su falda, al bajar la vista observé que el uniforme incluía también calcetines y zapatos acharolados. Me situé delante, mis manos comenzaron a sacar su blusa, ella se ilusionaba, yo permanecía totalmente serio. – Dice que merece un castigo, muy bien, camine hasta allí-. Maribel emitió una especie de maullido y comenzó a andar hasta donde le había indicado. Me senté en una silla, ella ansiosa, permanecía de pie a mi lado. Comencé a moverla, a tocar su cuerpo sin buscar estímulos sexuales, hasta girarla completamente. Decidido le bajé las bragas. 

- Venga aquí, me parece que se merece usted unos azotes-. Coloqué su vientre sobre mis rodillas, levanté su faldita y abofeteé sus nalgas. Su cuerpo tembló pero de su boca sólo salían gemidos. La piruleta se le escapó de la boca rompiéndose en mil pedazos al contacto con el suelo. Repetí la operación varias veces. Golpeaba su trasero, aguardaba unos segundos y volvía a darle una cachetada. Su piel se coloreaba, al principio tan sólo por unos instantes, pero después el color rojizo permanecía perenne en sus nalgas entre azote y azote. - ¿Va a portarse bien o necesito sacarme el cinto?- pregunté. Su voz tímida no se escuchó bajo el sonido de un nuevo bofetón. –No la escucho, ¿va a ser una buena chica?- repetí acompañando un nuevo azote. 

- Sí- respondió ella. 

- Sí, ¿qué?- 

- Sí, señor profesor- dijo por fin. 

- Esperemos que así sea- concluí, y tras el último cachete mi mano no se levantó y comenzó a amasar su culo, con dedos que caían hacia su raja y otros que buscaban el ano. Su cuerpo no tenía la firmeza que debía acompañar al uniforme que había elegido y su trasero con principio de celulitis se plegaba a la voluntad de mis manos. Era precisamente eso lo que no me gustaba del juego, esa contradicción entre la realidad y el disfraz elegido, era por eso por lo que realmente se merecía el castigo. Ataqué primero su ano. Mojé en saliva mi dedo anular y hurgué en su trasero. Hubiera continuado hundiendo el dedo ajeno a sus quejas, pero realmente Maribel no oponía ningún reparo, como si el castigo realmente fuera merecido. Después pasé a su sexo, al principio con unas palmadas suaves sobre la vulva, luego pasando la mano marcando los labios, finalmente colando también allí mis dedos. 

Al cabo de unos minutos la incorporé; ella permanecía de pie, con solo la corta falda y el calzado como vestimenta, atenta a mi ir y venir por el salón. Agarré la bolsa de chuches, y sacando una me acerqué hasta ella. Maribel abrió la boca, pero en el último momento cambié el viaje de mi mano y fui yo el que masticó la golosina. 

- Para usted tengo otra cosa- le dije, y ofreciéndole mi mano diestra, la que acababa de hundir en su coño y en su ano, se la di para que lamiera los dedos. Así lo hizo, con suma destreza, hasta dar el brillo de la saliva a mis dedos. Una buena señorita no debería saber hacer estas cosas, muéstreme que más malas cosas ha aprendido. De rodillas- le ordené. Metida en su papel, obedeció. A esas alturas la excitación me había regalado una importante erección. De pie a su lado agarré su cabeza y la restregué contra mi cuerpo; el roce con la entrepierna nos impulsaba a los dos. Rápidamente Maribel trató de encontrar la manera de liberar mi pene, yo me resistía repasando su cara entre mis muslos, mi paquete. Finalmente dejé que soltará mi cremallera y un par de dedos hurgaran en mi calzoncillo para sacar a la luz una polla endurecida que tenía problemas para doblarse por la bragueta. Quería comenzar a mamar, pero retuve sus ansias y su cabeza por los cabellos. 

- Abra la boca- le dije. Ella cumplió mis órdenes y escupí en su garganta. Mi polla apuntaba a sus mandíbulas abiertas, pero extrañamente no tenía prisas. Esperé unos segundos y cuando menos se lo esperaba moví su cabeza bruscamente hasta que la punta tocó su campanilla. Maribel sufrió una arcada y yo volví a portarme como el profesor estricto que ella había pedido. – Así no, pórtese bien o tendré que volver a azotarla- dije mientras le propinaba un cachete. Volvió a abrir la boca, apunté y de nuevo empujé hasta que su cara se topó con mi vientre. Mantuve la polla hundida en su garganta hasta que la acumulación de babas amenazó con reventar sus mejillas. –Buena chica, ahora usted solita- le indiqué relajando la presión de mis manos en su cabeza. Maribel comenzó a tragarse mi polla. Cabeceaba frenéticamente, sin pausa. 

–Así, así…- me había metido tanto en el papel que sobreactuaba. –No utilice las manos- le pedía; ella obedecía por unos instantes pero luego la necesidad de agarrar la base del tronco le podía y volvía a rodearla con su mano. Solté el cinturón y comencé a retirarlo mientras ella no dejaba de comerme la polla. Agarré sus manos, las llevé a la espalda y traté de anudárselas con la correa. La postura era complicada pero Maribel no dejaba de mamar. – Realmente tiene usted los peores vicios, señorita, voy a tener que emplearme a fondo para corregirla-. 

La puse nuevamente en pie. A su espalda me cercioré de atar bien sus manos. El cinturón estaba dispuesto de tal manera que uno de los extremos, el que no tenía hebilla, quedaba colgando. Con él le azoté en la parte superior de su culo. Luego la hice caminar hasta topar con la mesa. Doblé su cuerpo y así quedó esperando, con la falda levantada, a que yo me terminara de desvestir. La piel de su trasero estaba erizada y enrojecida cuando acerqué la cara. Cuando me sintió ella revolvió su cuerpo, como si de verdad tuviera que comportarse como una joven obediente con su “profesor”. Decidí darle una pausa y ser yo el que hiciera el trabajo. Mi lengua surcaba su coño mientras mi nariz se hundía entre sus nalgas. Me ayudaba de las manos para separar sus cachetes y tener acceso a su sexo. Mi lengua se deleitaba adentrándose por la vagina, jugando en sus labios, tratando de acceder al clítoris escondido, subiendo hasta sorprenderla en su ano. Comí su culo y su coño hasta saciar mi hambre, hasta provocarle una catarata de gemidos y un encharcamiento de flujos en su sexo. 

Incorporándome me acerqué a su cara, se la levanté. 

- ¿Le ha gustado?- Maribel respondió con un movimiento de cabeza afirmativo. Ahora tendrá que demostrarme que de verdad quiere ser una buena chica- le dije después de besarla. Volvió a apoyar la cara en la mesa, ladeando el cuello siguió mi movimiento nuevamente hasta colocarme a su espalda. Agité mi polla unas cuantas veces hasta que recobró la dureza necesaria. Un hilo de saliva cayendo en su ano la hizo ver el siguiente paso de aquel castigo tan especial. 

- Con cuidado- pidió. 

- Silencio- le dije- si no tendré que aumentar el castigo-. Coloqué el pene en posición y comencé a empujar. Maribel retenía entre dientes un quejido y yo trataba de no excederme. Cuando el glande se coló dentro hice una pausa que ella agradeció. Después de acostumbrarnos, empecé a moverme, incrementando poco a poco el ritmo, con mis dedos fundiéndose en sus caderas. Maribel aguantaba mis embestidas, cuando la incorporé agarrándome a sus pechos protestó, un cachete en su culo la hizo callar. Volviendo a doblar su cuerpo contra la mesa se la saqué del ano y la enterré en su coño. La follé rápido, buscando proporcionarle un alivio inmediato. Ella se revolvía, trataba de liberar sus manos, de corregir la postura. El constante martilleo de mi polla la llevó pronto al orgasmo. Maribel resoplaba cuando solté el nudo de sus manos. Se incorporó levemente, me ofreció de nuevo su grupa, y yo comencé a follarla alternativamente, del ano a la vagina y vuelta a su culo. La falda de su uniforme colgaba de su cintura, sin nada que tapar, solamente era un estorbo a la hora de agarrarme a su cuerpo; sin embargo no se la quitaba, la dejaba allí como un testigo del juego y los roles que ella había elegido. Maribel aguantaba los ratos en que ocupaba su culo y el placer se le licuaba cuando la hundía en su coño. 

Tenía la polla a reventar cuando se la saqué. Giré el cuerpo de Maribel y la hice arrodillarse. Sin pedírselo colocó las manos a la espalda y abrió la boca. Manipulé su cara haciéndola chupar unos segundos, luego pasé a masturbarme con todas mis fuerzas. Obediente, ella aguardó hasta que el semen empezó a caer sobre su frente, sus mejillas, su lengua a medio sacar… 

- ¿Ha aprendido la lección señorita?-. 

- …-. 

- ¿Va a volver a ser una chica mala?-. Maribel hizo un gesto con la cabeza que todavía no he conseguido interpretar, no sé si el castigo corrigió su comportamiento o seguirá con sus travesuras.

sábado, 31 de octubre de 2020

Eva siempre gana

-La hubiera seguido de vuelta al infierno, pero sólo me pidió que nos coláramos en aquel cementerio-. El paciente había comenzado a hablar de forma espontánea, ya cuando el equipo médico abandonaba la habitación. El doctor Martín se detiene, sus residentes le imitan, y con un gesto de la mano les pide que se queden ahí, en silencio, evitando cualquier movimiento que pudiese distraer al enfermo ahora que ha conseguido hilvanar una frase tras días soltando palabras inconexas.

-Era un demonio, era mi demonio, - continúa diciendo el joven tendido en la cama con una media sonrisa asomando a su boca -aunque cuando la conocí pareciera un ángel. Bastó que girara la cabeza y me mirara de aquella forma para comprender que era la encarnación del mal. Sus ojos eran puro fuego, su cuerpo era pecado, y su mente…- la frase queda suspendida durante varios segundos en las que el psiquiatra y sus tres jóvenes aprendices no saben si ese es el final del inesperado monólogo o van a tener derecho a conocer toda la historia. Al equipo médico, tan acostumbrado a desentrañar los misterios de la mente humana, quizás le hubiera gustado conocer como veía aquella mente enferma al resto de las mentes, pero cuando el interno retomó la palabra sus frases tomaron otros derroteros: Eva, Eva, Eva…, yo ya he cumplido mi parte, ¿cuándo vas a venir a buscarme? -. El joven se mira el brazo, lleva unos números tatuados en un color encarnado, podría ser la combinación de un número telefónico, desde la posición de los doctores apenas se pueden distinguir, pero han aprovechado las horas de sedación para apuntarlo: 666 792 … .Marta ha hecho un mínimo movimiento, apenas si se ha recolocado un mechón de pelo por detrás de la oreja, pero ha sido suficiente para captar la atención del paciente que, girando la cabeza, la única parte del cuerpo que puede mover pues sus muñecas y tobillos permanecen atados, interrumpe su discurso y la mira de una forma que asusta; asustan sus ojos negros, su manera de abrirlos, de subir las cejas hasta hacerlos parecer enormes. Marta siente como si esos ojos tan oscuros pudieran traspasarla, como si con una sola mirada pudiera conocer todos sus secretos, sus miedos más profundos. Ella retrocede un paso, hasta situarse tras el hombro de su compañero Alberto, mientras el paciente esboza una sonrisa en la que resalta el brillo de un colmillo partido: tienes un aire a Eva- dice antes de volver a mirar al techo. 

Cuando vuelve a tomar la palabra a los doctores les cuesta unos instantes ubicar la acción. - El muro era alto, más de dos metros, aunque lo hubiéramos podido saltar con ayuda, no hizo falta, las cadenas que cerraban la puerta no estaban lo suficientemente apretadas y bastaron un par de golpes con el hombro para que cedieran, el espacio justo para colarnos dentro. Esta noche será especial, verás, me dijo Eva, como si todas las noches con ella no fueran ya especiales. Me tomó de la mano y yo la seguí, echó a correr y yo corrí, rio y yo reí. De pronto se paró en seco, haciendo volar la gravilla con sus pies, me acerqué y me besó. Me inoculó el veneno de su saliva, me envenenó con su saliva, me envenenó con su saliva… - repite varias veces bajando en cada una el tono de su voz. -La luna también quería marcharse, pero la noche tenía la luz justa para poder ver todo el mal que escondía Eva. Cuando mi lengua recorría su cuello ella levantaba la cabeza y parecía aullar al cielo. Me empujó, yo trastabillé hasta ir a caer contra una losa, Eva vino a mí y se sentó en mi regazo. Sus manos guiaban las mías por su cuerpo, hacían que me quemase en su piel, que abrazase sus pechos. Decía que las sombras también la abrazaban y que mis manos tenían que esforzarse más si quería ser el elegido. Era el mal, era el mal…- repite como una letanía de vez en cuando antes de continuar con su inesperado discurso: levantó mi camiseta y me mordió- su mirada busca su pecho, tratando de ubicar el recuerdo bajo la bata de hospital- yo grité y la maldije, pero ella repitió la operación riendo cada vez más fuerte. Reptó hasta colarse entre mis piernas, desabrochó mi pantalón y tiró de él. Mi sexo fue siempre un juguete entre sus manos, lamió, mamó, hasta conseguirlo todo de mí. Cuando le dio todo su esplendor, lo hundió en sus fauces. Yo me incorporé, ella se arrodilló, mis manos en su nuca retenían con fuerza su cara contra mi vientre, por unos instantes me creí más poderoso que el mal. Pero Eva siempre gana- dice bajando el tono de voz hasta resultar casi pesaroso- Eva siempre gana, y revolviéndose me mordió el pene, tres, cuatro veces, hasta arrancármelo a trozos. El dolor era insoportable, pero yo reía como un loco, sangraba y reía porque Eva me hacía suyo, me incorporaba a su ser. Ahora te toca a ti, me dijo. Obedecí, pues ya mi cuerpo y mi mente eran suyos. Comencé lamiendo los restos de mi sangre que caían por la comisura de sus labios. Descendí por su cuerpo, Eva me iba marcando el camino desvistiéndose al ritmo que yo debía seguir. Quise entretenerme en sus pechos, pero una fuerza extraña me obligó a seguir bajando. Al llegar a su sexo, tenía un olor intenso, especial, estaba menstruando. Levanté la cabeza buscando la mirada de Eva, me estaba sonriendo. Mi boca comenzó a saciar su sed, era mi alimento. Cuanto más jugaba mi lengua en su coño más se retorcía Eva. Gemía, gritaba y sus gritos provocaban el aullido de todos los perros del pueblo. Yo seguía arrodillado a sus pies, deslizando mi lengua por su sexo, dibujando sus formas con los dedos, Eva orinaba sangre, se corría sangre… Yo continué, bebiendo de ella, jugando con mi boca en su sexo, hasta llevarla al orgasmo, hasta que sus párpados cayeron y en el blanco de sus ojos sólo se veían llamas. Eva siempre gana, el mal siempre gana…-. Sus palabras no están dirigidas a nadie, como si la presencia inmóvil del doctor y los tres estudiantes fuesen igual de fantasmagóricas que las sombras del cementerio. 

- Quise asir mi polla, pero sólo encontré una masa sanguinolenta e informe. Miré a Eva desesperado, y ella rio como un demonio, estruendosamente, antes de comenzar a vomitar los trozos de mi pene. Los recogía del suelo, la sangre y su saliva venenosa mojaban mis dedos y rápidamente los metía en el sexo de Eva. Pero ella necesitaba más, toda mi carne vomitada no le provocaba ningún efecto, pese a que yo hundía mis dedos en su vagina para enterrarlos más adentro, para procurarle placer. Era inútil, Eva exigía más y yo no sabía cómo hacerlo. Prueba con eso, dijo señalando con la cabeza algún punto detrás de mí en la noche. Me volví presuroso, buscando la manera de satisfacer sus necesidades. Encontré un hueso largo y amarillento, lo agarré y deprisa volví la cabeza, pero Eva ya no estaba, me pareció que un murciélago surcaba el cielo…-. No puede resistirlo más, con una mano protegiendo su boca de la arcada, Marta corre hacia la puerta. 

- ¿Estás bien? - le pregunta su compañera. Marta asiente con la cabeza; sabe que no es más que un delirio más de un enfermo cualquiera, pero en la carpeta que sujeta bajo su brazo está detallado el informe, conoce los datos, las heridas que presenta el cuerpo… Y ahora, ha bastado escuchar el relato para que su mente cruzase datos y le ganase la náusea. Mientras, a su lado, su compañero Alberto pregunta al doctor: ¿Se sabe algo de la chica? El doctor tarda unos instantes en contestar, su mirada sigue vuelta hacia la habitación, tratando de comprobar a través del pequeño óculo la reacción del paciente ante los últimos acontecimientos. Luego se vuelve y dice: seguramente nunca haya existido la tal Eva, el atestado policial sólo habla de él, y la vecina que denunció haberlo encontrado desnudo y rodeado de huesos exhumados de la fosa común en el cementerio cuando fue a adecentar las tumbas en las vísperas de Todos los Santos, tampoco hacía mención a ninguna mujer. Han comprobado los números por si fuera un número de teléfono y no corresponde con ningún usuario actual… Siguen investigándolo.

domingo, 25 de octubre de 2020

Mayday


Me envuelve una brisa suave, cálida,

se diría el aire que escapa de una risa franca.

Sin ser consciente del todo,

empiezo a desplegar mis alas.

El viento, alegre, va despeinando mis reparos.

Me mece, me divierte, me relaja, me estremece.

Antes de darme cuenta ya me tiene volando.

Riendo, hablando sólo cual cuerdo,

me elevo y me elevo, como un moderno Ícaro.

Una cometa, voy atravesando el cielo,

más allá de las nubes, jugando entre los pájaros.

Olvido los miedos, cierro los ojos y sigo volando

Floto tranquilo, siempre un poco más alto,

El aire me invita a giros imposibles

Propios de un gimnasta moldavo. ¡Pero basta! ¿Qué ocurre, que estoy cayendo en picado? El viento desaparece, las corrientes, de repente, ya no existen, el sol derrite mis alas. Y yo… yo, de golpe, me doy cuenta de todo lo que me elevaste del suelo. 

viernes, 16 de octubre de 2020

Alivio de luto

Isabel rompe la distancia y la rutina diaria de sus despedidas y se acerca para besarlo en un gesto que a él le coge por sorpresa. No son sino dos castos besos en la mejilla, tan solo dos besos cordiales entre compañeros de trabajo, dos besos que a Isabel le sirven para comprobar que eso que llevaba un tiempo sintiendo, no sabe cuánto, es verdad. Dos besos para saberse de nuevo lista, todavía ignora si para el amor, al menos para el sexo. Dos besos que, aquella noche, cuando aburrida de pasar canales y canales en el televisor sin encontrar nada de su agrado, se acueste resignada en su cama, demasiado grande, demasiado fría, guiarán sus manos. Dos besos y diez dedos que se aliarán con su mente para recomponer el recuerdo de Pedro, para recuperar el calor que le nace en el vientre en su presencia, para ponerle cuerpo y cara y ojos color avellana y unos hombros fuertes a ese sentimiento extraño que no sabe interpretar. 

Porque cariño a Pedro le ha tenido desde hace tiempo, incluso antes de faltar Santi. Lo conoce desde hace años, desde que empezó a trabajar en la empresa. Pedro era entonces casi un chiquillo y ella una mujer con una vida estable y unos sentimientos muy firmes por su marido Santiago. Quizás por eso ahora le cuesta más interpretar lo que siente, porque el afecto y el aprecio han estado siempre presentes, pero no son lo que guía hoy su mano por debajo del pijama y la hace posarse, dubitativa, sobre su propio sexo. Isabel corre la manta y la sábana, porque con este calor no puede pensar y necesita tener la mente fría para recordar cuando nace esa atracción. No antes, ni durante la enfermedad de Santi, tampoco cuando él ya no estuvo pero sí Pedro, como todos los demás, apoyándola, diciéndole que tenía que ser fuerte y seguir adelante porque todavía era joven y la vida larga. Tampoco lo ubica al volver al trabajo y reencontrarlo tras unos meses de baja. Quizás sea una cosa momentánea, tal vez ni siquiera Pedro tenga que ver con ello y sea todo cosa suya… 

Incluso por un instante se avergüenza de haber mezclado a Santi y a Pedro en su mente, pero es tan sólo eso, unas milésimas de ¿quién sabe? lucidez. Luego vuelve a instalarse el calor, que nada tiene que ver con el ambiente, un calor que nace de ella misma y que le hace apretar los muslos y encerrar su mano sobre su coño. Hace tanto que esta clase de juegos no pueblan su vida que no sabe cómo tiene que hacerlo. Intuye que tiene que ser algo rápido, movido por la excitación del momento, pero no quiere que sea así. Quiere sentirse, sentir esa mezcla del calor que sube y la humedad que baja por su cuerpo, quiere sentir la incomodidad de la braguita pegándosele a la piel. Quiere tomarse el tiempo necesario para que los gemidos se formen en su garganta y mezclado con ellos escape el susurro de un nombre, qué importa si es el de Pedro. Quiere cerrar los ojos e imaginar que es la mano de su compañero de trabajo la que acaricia sus senos, baja por su vientre hasta dibujar la forma de sus caderas; quiere abrirlos y sorprenderse viendo que es su propia mano la que se cuela bajo la tela de su ropa interior. Quiere sentir la tormenta en su mente, mezcla de recuerdos, necesidades y sentimientos. Quiere ser fuerte o dejarse llevar únicamente por lo que siente en aquel momento. 

Entonces un dedo, quizás el más decidido, se asomará tímidamente en su sexo, deteniéndose el reloj del tiempo perdido, e Isabel dará un respingo. Lo sacará, e inmediatamente lo regresará a su vagina porque era eso lo que necesitaba sentir. Empujará débilmente y al poco al primer dedo le acompañará un segundo de su mano diestra, mientras la otra mano agarrará su muñeca no sabiendo si detener la invasión o empujar con más ganas. Pero ya no habrá marcha atrás, porque lo que siente en ese momento en su cama se parece bastante a lo que experimenta cuando tiene delante a Pedro y lo mira como nunca antes lo había mirado. Es similar pero es mucho más intenso, porque esa noche no es confusión mental, también sensaciones en su cuerpo. Y tal vez cuando el calor que la abrasa termine y el sueño la pueda, se permita pensar en la cara de Pedro sobrevolando la suya, y en sus manos agarradas a unos hombros o unas caderas fuertes y masculinas, pero ahora no. 

Ahora sabe que no es otro el cuerpo que se aloja en el suyo. Sabe que son sus dedos, que se mueven decididos, impetuosos. Que sus pensamientos no son coherentes, que ya nos los controla, que manda su instinto y abandonada a él, Isabel se mueve como una autómata. Se agita torpemente, tirando de la parte inferior de su pijama, también de la braga, porque todo le estorba y le dificulta los movimientos. Sólo su mano sabe cómo moverse, provocándole caídas de párpados y gritos en la noche. Por momentos siente que lo hace mal, porque no experimenta lo mismo que cuando Santi la penetraba, pero en otras ocasiones sus dedos alcanzan alguna terminación nerviosa en particular que la hace retorcerse sobre el colchón y eso no lo puede expresar con palabras, sólo con gemidos. 

Quizás más adelante, tal vez otras noches se anime a más, pero ahora le basta con un par de dedos. Entrando, saliendo, girando, moviéndose a su antojo, guiados únicamente por la naturaleza, porque de joven Isabel no… porque eran otros tiempos y lo que hace esta noche en la soledad de su habitación era pecado mortal y enseguida conoció a Santiago, con el que hacían otras cosas... En fin, que nadie le enseñó, ni le aconsejó, ni necesitó leerlo en ningún libro, pero cree que lo hace bien. O al menos de manera efectiva. Porque el entrar y salir de sus dedos, y el continuo frotar de su otra mano, hace ya tiempo que ha convertido su coño en un manantial, y a estas alturas ya no se acuerda de Santi, ni fantasea con Pedro, aunque los dos estén presentes en algún rincón de su mente. Sus piernas se estiran o se repliegan como movidas por un resorte que sus dedos activaran allá adentro, y puede que a Isabel en otro momento eso le pareciera gracioso, pero esa noche sólo siente calor subiendo por su cuerpo, hasta sofocarle la cara. Por un instante lleva una de sus manos hasta aplastar su pecho, a apretarlo, a pellizcar el pezón entre sus dedos cuando la retira. Pero es tan solo un instante, porque enseguida la devuelve a su sexo y la empuja con más ganas. Ya se siente cerca. 

Al terminar se siente extraña, también un poquito culpable. El calor va poco a poco desapareciendo, su cuerpo recuperando su estado normal, su mente repoblándose de miles de pensamientos, muchos contradictorios. Isabel recompone sus ropas, está demasiado fatigada como para saber qué siente. Sólo sabe dos cosas: que en el charquito que moja su sábana y sobre el que dormirá esa noche hay miles de matices y está recargado de sabores, y que la próxima vez, porque habrá próxima vez, eso lo tiene claro, necesitará una toalla o una lengua que recoja lo que emane de su coño.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

La insólita ocurrencia del acumulador de lencería

De la misma manera que el Real Madrid colecciona Copas de Europa, yo acumulo bragas. Sí, sí, bragas. Tangas, culottes, carpas de circo, da igual. Trofeos de antiguas conquistas o “regalos” de vecinas torpes. Por fetichismo, como recuerdo, un incipiente y erótico síndrome de Diógenes, o como juego. Cuélgate una braga del pene enhiesto, hazle una fotografía, envíasela a la dueña, y espera. Si has dejado buen recuerdo, no tardarán en picar los peces. Y además, en esta costumbre mía, creo que he encontrado una oportunidad de negocio. Te explico… 

Se trataría de una especie de corbatero, solo que en lugar de colgar de él serias y aburridas corbatas, colgaría ropa interior femenina. Para ellas, pero, ojo, también para él. Dispuestos en riguroso orden alfabético estarían insertados, cual pendones medievales, los trofeos ganados en la batalla: Amalia, Blanca, Carmen,… Fátima,…Zulema. Lo que hagas ya con ellos, contemplarlos, pajearte o vestirlos, queda en la intimidad de tu cuarto. Y chicas, ¿cuántas veces tenéis que desdoblar y luego doblar la ropa interior buscando ese tanga que le vuelve loco, esa braguita nueva comprada específicamente para la próxima visita al ginecólogo, esas bragazas de cuello vuelto para las frías noches de invierno? ¿No resultaría más cómodo verlas todas colgando de un tubo y poder escoger? ¿Y si además le damos otro uso? En una clara visión comercial había pensado en realizarlo extraíble y de forma fálica. Déjalo, sí, sí, tú que fuiste a la ESO, no lo busques en la Wikipedia, ya te lo explico yo. Forma fálica quiere decir en forma de ciruelo, de cipote, de nabo, de polla, vamos. Se fabricaría en distintos acabados: metálico y con la punta redondeada, o acolchado y de tacto natural. A imagen de Nacho Vidal, de mí o de ti, si la chica en cuestión no es una gran amante de la ropa interior. Un braguero-consolador. Para entretenerte mientras decides cual ponerte o relajarte al quitártelas. Dos en uno y unisex. Habría que buscarle un nombre nórdico y comercial, como tanguero Björklund, cuelga bragas Kvarme, o tal vez dispensador de ropa interior Saevarsson. 

¿Es un buen negocio o no es un buen negocio?, ¿empezamos ya con el crowdfunding? No dejen pasar la oportunidad, dentro de poco todos tendremos uno acoplado a la pared interior de nuestro armario.

viernes, 18 de septiembre de 2020

No puedes evitar mirarme

No puedes evitar mirarme cuando nos cruzamos por la calle, aunque vayas cogida de su mano. Y es precisamente ese detalle, sus dedos entrelazados con los tuyos, el que aporta interés a esta historia, el que da un sentido especial a tus ojos desviándose del horizonte, el que me impide saber qué piensas cuando me ves.

Si obvio tu mirada que me busca, diría que estás orgullosa de ir de su mano. Pareces una mujer segura de sí misma, altiva incluso, la cabeza erguida y ese caminar convencido; y es por eso que no sé cómo interpretar tu mirada, esa mirada subrayada por una sombra de ojos oscura, esa mirada que pierde el frente y se desvía hacia la izquierda, hacia mi posición. Quizás quieres decirme, mírame, fui tuya una noche, lo pasamos bien, pero pertenezco a otro, ahora soy suya. O quizás no, quizás me retes, quizás tu mirada es una súplica. Si me fijo en él, no lo juzgo a tu altura, a nadie lo encontraría digno de ti, tal vez ni siquiera a mí, pero desde luego no a él. Por eso quizás tu mirada buscándome es una petición de rescate, un ven, un déjame que entrelace mis dedos con los tuyos, un la próxima vez retenme, un contigo sí. 

O quizás simplemente al verme, al cruzarnos casualmente, el recuerdo de aquellas horas, de aquella noche, venga a tu mente como afluye a la mía: fresco y nítido, aunque hayan pasado los meses. Yo tampoco puedo evitar mirarte, aunque vayas cogida de su mano. Lo reconozco, me he fijado en ti ya desde muchos metros antes de esas décimas de segundo en que nuestros hombros pasan casi rozándose. Aunque los ojos se nos desvíen sólo al final, cuando estamos seguros que al otro los recuerdos le inundan la memoria. Me gustaría pensar que es así, que recuerdas las conversaciones, las risas, los brindis de champán, los arrumacos, el nombre de mi colonia por la que preguntaste tan interesada, mis ganas de comerte la boca y tus manos atreviéndose más arriba de las rodillas. 

Y todo lo demás, claro. Ojalá tu mirada sea un agradecimiento por ese orgasmo que te pilló por sorpresa, cuando rechacé los quehaceres de tus manos y me centré en ti y en tu coño imberbe. No lo esperabas, pero quería hacerlo, necesitaba hacerlo, casi desde la primera mirada. Entonces, pese a la noche, la oscuridad y el alcohol, interpretaba mejor tus miradas. Por eso me atreví enseguida a abrazarte por debajo de la cintura; tus ojos sin hablar me habían dado permiso. Y seguramente te lo dije entonces, pero por si acaso mi cabeza volviéndose ahora que nos cruzamos te lo repite: que duro y bien puesto tienes el culo. Si no fueras acompañada, te detendría y te lo diría de viva voz, buscando la sonrisa cómplice de aquella noche. Pero ahora que vas de su mano, sólo nos podemos hablar en estas miradas cruzadas que duran milisegundos. 

Quizás esa mirada furtiva tuya ahora sea la devolución de aquella mía que cegaron tus muslos. Quizás ahora se te siga erizando la piel como al pasar de mis labios entonces. Después, cuando te abandonaste estirando el cuello y con el brazo buscando el cabecero de la cama, tan centrado en tu sexo estaba, que cesaron las miradas y era tu voz la que me guiaba. Tus sigue y mi lengua concentrada en aletear sobre los pliegues de tus labios, tus qué rico y mis dedos despertando tu clítoris, tu aroma impregnando poco a poco mis sentidos y mi saliva haciendo brillar tu sexo. Quizás en este cruce de miradas de ahora viajen mi empeño y tu orgasmo modesto, sin estridencias forzadas, tan sólo mi lengua y tus dedos tomando el relevo a los míos sobre tu pipa, hasta arrancar bien la noche. 

Después, si tu mirada va cargada de recuerdos no podrás negarlo, quisiste corresponderme y te volví a sorprender; en aquella penumbra también tus ojos buscaron los míos. No me imaginabas así, ni tanto ni tan duro, pero saborearte me había llevado a mi tope. Pusiste empeño y un preservativo, pero ni el profiláctico ni tu boca pudieron llegar al final, a pesar de los ánimos y de mis manos empujando tu cabeza. Si te fijas, en mis ojos ahora que nos cruzamos no hallarás reproches, aunque me hubiera gustado conocer más y mejor las profundidades de tu garganta. Probamos posiciones y números, sentí el aroma de tu reciente orgasmo y vi en primer plano tu ano, contraído y tan irrechazable, que quizás en mi mirada hoy encuentres el lamento de no habértelo pedido. Da igual; las ganas nos pudieron y enseguida pasamos a mayores. 

Quizás en tus ojos viaja la comprensión por la impericia del desentrenado. Y aquella cama tan pequeña para mí, nos costó encontrar postura, ¿recuerdas? Cuando optaste por montarme fue todo mejor. Esa dureza lítica que te volvió a sorprender, mis manos fundiéndose en el calor de tu cintura y tus pechos redondos tan apetecibles que terminé inclinándote para poder morderlos. Y ahí, teniéndote sobre mí, abrazado a tu espalda, con tus manos tratando de levantar la camiseta que me había dejado puesta, con las caras tan cerca que no podíamos evitar el juego de nuestras lenguas, volvieron las miradas. Aunque inmediatas, eran huecas, muy diferentes de las actuales, furtivas, pero tan cargadas de matices que no consigo descomponer. Entonces el esfuerzo era otro, prolongar lo inevitable un minuto más. Te pregunté dónde, y quizás la altivez de tu mirada presente es el reproche de la decepción de la mía ante tu elección aquella noche. Además, la pregunta había llegado precipitada, antes de tiempo. El condón había volado y ya no había vuelta atrás. Tu mano se esforzó por acercar el clímax, la mía, más acostumbrada, cogió el testigo con nuevos ímpetus. Y ahí, cuando terminé de deshacerme entre tu ombligo y la cresta de tu cadera, tu mirada volvió a adquirir matices reconocibles. Esa sonrisa orgullosa y mi gesto cansado duraron bastante más de lo que tardaron las toallitas en eliminar el rastro de semen sobre tu vientre. Después la noche se sucedió en un largo descender, y las miradas fueron tornándose distantes, sin traumas, pero apagándose, como las cosas que están bien que ocurran pero tal vez nunca debieron suceder. 

Ya ves, me cuesta interpretar la tuya, pero mi mirada cuando se yergue del pavimento y busca tus ojos oscuros va cargada de bonitos recuerdos, recuerdos que perduran, que se extienden en el tiempo aún más de lo que duró el sabor de tu sexo en mi boca.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Testimonio

- Jamás, Paco nunca me puso la mano encima, si es eso lo que usted quiere saber. Discutíamos, claro, como todas las parejas, pero nunca me trató mal. Sin embargo, con él era todo tan monótono, tan aburrido…Precisamente por eso fuimos allí. Fíjese, si le digo la verdad y con la perspectiva de estos meses, a mí también me parece raro… Paco y yo en un club de intercambio…Pero entonces nos parecía la última oportunidad de acabar con toda aquella monotonía. No crea que era algo meramente sexual, no, más bien al contrario. Con el tiempo habíamos aprendido a conocernos, a saber qué nos gustaba del otro y de nosotros mismos y nuestras relaciones eran, como suelen decir, satisfactorias. Sin embargo, poco a poco, aquello también estaba siendo conquistado por el hastío, por eso lo hicimos, como el que apuesta a la desesperada lo poco que le queda. 


Tengo que reconocer que no fue como esperábamos, al menos al principio. Estábamos como perdidos en ese ambiente, con todas aquellas luces y aquellas sombras, usted puede imaginar, y esa gente, nosotros, que hacía años que no íbamos ni a una discoteca… Entonces fue cuando los conocimos, Graciela y Fernando. Ella es argentina, bueno, eso usted ya lo debe saber. Con ese acento tan gracioso y ese cuerpo tan proporcionado… me gustó en cuanto la vi. Para Paco, para mí. A mí las mujeres antes no… no vaya a creer usted, pero ella es de esos seres que te cautivan de buenas a primeras. También Fernando es un hombre atractivo, tan alto y serio, con las canas justas y ese cuerpo… no voy a decir atlético, pero para su edad está en forma, al menos a mí me lo parecía, aunque yo, acostumbrada a Paco, usted dirá. Pero sobre todo ella. El caso es que nos hicieron tilín. Nos invitaron a una copa y charlamos. Él es ingeniero, ella no trabaja. Se habían conocido en unas clases de baile. Tango, por supuesto. Les contamos que era nuestra primera vez, ellos, claro, ya tenían algo de experiencia. El caso es que si teníamos que hacerlo quisimos que fuera con ellos, tan simpáticos, de buen ver, y de nuestra edad, aunque Graciela creo que tiene cinco o seis años menos. 

Al cabo de un rato pasamos al reservado. Usted perdone, pero es que esa palabra, reservado, me hace gracia, parece que una hubiera llamado y la estuvieran esperando. En realidad era una habitación bastante simple, con algún espejo y una cama enorme y terriblemente alta, tan alta que al sentarme con las piernas cruzadas mi cuerpo se venció hacia atrás. No me sentí ridícula porque Graciela dijo algo, ahora no recuerdo qué, para hacerme sentir bien. Ella siempre tiene la palabra justa, en cada momento. Nos repartimos como creímos que debíamos hacerlo, yo con Fernando y mi marido con ella. Los observé un poco, al principio, no mucho, porque cuando Fernando empezó con las caricias y los besos, no sé, me abandoné. ¿Cómo dice?, ¿que puedo obviar los detalles? A mi me parece que son importantes. Me desnudó con decisión pero sin prisas, como dejándome acostumbrar. La parte superior de mi vestido se enrolló en la cintura, él besó mis pechos, me reclinó sobre el colchón. Me sentí incómoda, pero no por mí, sino por él, por mis kilos de más, porque mi piel no es tersa como aparentaba la de Graciela. Sin embargo él parecía encantado. Cuando hice ademán de desnudarme de cintura para abajo me pidió que no me quitase las medias, pensé que querría rompérmelas y me dio pena, mire usted qué tontería, porque eran unas medias buenas. Pero no, algún defecto tendrá digo yo, pero no es de esos. Se incorporó, levantó mis piernas, y después de dejar caer los zapatos comenzó a besarme los pies. El empeine concretamente. Y de ahí, usted comprenderá, fue bajando. Si al principio me hacía cosquillas, después ya no sé qué era lo que sentía. Besó mis muslos como si fuesen firmes y torneados, luego dejó que terminara de desnudarme. 

Mientras él se desvestía mi mirada buscó por la habitación a Paco y Graciela. Estaban sentados en un sillón, ella sobre él, me pareció que desnudos, no sé si ya habrían empezado…usted ya me entiende. Fernando volvió a mí ya desnudo. Sus manos se posaron en mi tronco, comenzó a acariciarme. Se arrodilló junto a mi cabeza, yo ladeé la cara, supuse que era eso lo que estaba aguardando. No sabría decirle si tenía un pene grande o simplemente normal, yo cerré los ojos, abrí la boca y lo acogí. Me ayudaba de la mano y movía mi cabeza despacio, sintiéndolo en mis dientes, en la lengua. Él no decía nada, tan sólo de vez en cuando pasaba alguno de sus dedos para retirarme el cabello que me caía sobre la cara, supongo que disfrutaba. 

Él nunca dejó de recorrer con su mano mi piel. Al principio eran caricias sin más, perdidas en cualquier parte, luego ya fue concentrando sus intenciones en otros lugares, los pechos, mis pezones. Cuando su mano bajó hasta mi sexo, cerré las piernas reteniéndola ahí. De inmediato salió de mi boca, había adivinado que lo necesitaba en otra parte…Abrí los ojos para asistir al momento y vi, sobre la cama, un espejo que devolvía nuestra imagen, Paco y Graciela en su rincón, puede que hubieran cambiado de postura, no sé, con los reflejos no crea que me aclaro mucho… Lo que sí tengo claro es que estaba yo en el centro, yo con Fernando. Volví a cerrar los ojos, a perderme en mi penumbra, de todas formas para sentir su avance en mis tripas no necesitaba de muchos espejos…No sabría decirle, es extraño, porque yo sentía más o menos lo mismo que siempre, pero era distinto. Es decir, el calor era el mismo, por ejemplo, y los gemidos cuando sientes ese algo más intenso, y la boca seca, pero al tiempo era diferente, como si al pasar por mi cerebro los chispazos que se extienden por todo el cuerpo tuvieran otros matices. Es difícil de explicar. 

No sabría precisar cuánto tiempo había pasado, a mí me pareció que poco, aunque igual hacía ya media hora que estábamos en el reservado, cuando al abrir los ojos de nuevo me encontré la sonrisa de Graciela volando sobre mí. Apenas había comenzado a sudar, y en aquel cuarto hacía calor, yo por lo menos estaba empapada, ¿de qué se ríen? Ah, perdón, mejor ponga que estaba sudorosa. Busqué con la mirada a mi marido, quería fulminarlo, reprocharle que hubiera terminado ya, no aquella vez, no con ellos. Sin embargo él estaba de espaldas, ajeno, volviendo a subirse el calzoncillo. Graciela comprendió mi frustración y me calmó con un beso, recuerdo que mascaba un chicle de clorofila. Al poco Paco salió de la habitación medio desnudo y dejándose la puerta abierta a por bebida. Si él había terminado, yo no estaba dispuesta a seguirle esta vez. Sobre todo entonces, que al incansable martilleo de Fernando se unía ella, con sus besos, sus miradas, sus caricias que sabían penetrar mucho más allá de la piel. 

Ya le he dicho que a mi las mujeres antes no me atraían, pero ya no sé, igual es que nunca había estado con ninguna. El caso es que con Graciela no tenía que decir nada, ella parecía adivinar en cada momento lo que necesitaba. Fue ella la que pidió a Fernando que parara. Se tumbó sobre mí, sus pechos perdiéndose entre mis tetas, su vientre calmado contra el mío tan agitado, su coño imberbe frotándose contra mi pubis. Me sentía extraña, pero me sentía bien. No se retiró cuando Fernando volvió a la carga. Agradecí que, pudiendo entrar en el cuerpo de su chica volviera al mío. La breve pausa le había donado nuevos bríos. Me dolió tener que dejar de sentir el roce de su piel sobre la mía cuando con unos andares felinos caminó sobre la cama a cuatro patas. La vi acercarse; si me hubiera ofrecido su sexo hubiera aleteado en él, lo habría explorado con mis dedos, aunque no supiera cómo hacerlo. Pero no, tomó mi cabeza y la posó en su regazo, entre sus muslos, su coño como almohada. Quedó frente a Fernando, yo tumbada entre ellos. Veía la mirada de él, viajando desde mi cuerpo hasta la cara de Graciela. Luego él se tumbó sobre mí, levantándose sobre los brazos para no cesar de caer en mí. Hasta el final, una última tanda quizás más intensa. Luego ella se retiró, las mandíbulas de Fernando todavía estaban apretadas, le sacó el preservativo y exprimió hasta que un par de gotas espesas mojaron mi vientre. No sabría decirle cómo me sentí. Extraña, pero bien en cualquier caso. Cuando Paco regresó ya habíamos terminado, aunque remoloneábamos todavía desnudos jugando los tres. 

Repetimos el encuentro un par de veces más, la primera también en el club, la segunda ya en su casa. Siempre con el mismo formato, nos separábamos por parejas, hasta que Paco terminaba siempre demasiado pronto y Graciela se unía a nosotros. La última vez incluso Fernando tuvo que terminar lo que mi marido había dejado a medias. Estando con ellos me sentía satisfecha, también en ese sentido que está usted pensando, pero mucho más allá. Me gustaba estar con ellos, tenían mundo, habían viajado, sabían hacer otras cosas que Paco y yo ni imaginábamos… Fue entonces cuando sucedió. Graciela me llamó, querían verme, a mí sola, sin Paco, recuerdo que dijo exactamente vos sola, sin tu marido, ¿sería posible? Yo no sabía qué pensar, con ellos me lo pasaba estupendamente, pero a la vez… Paco era Paco. Por eso, aunque me habían pedido que no le comentara nada, se lo dije. Le conté, ha llamado Graciela, a ti te excita verme con otras personas, le pregunté. Creo que no lo entendió, que al oír aquello él sólo pensaba en los pechos pequeños de Graciela, en sus labios carnosos, en volver a acostarse con ella. Entonces fue cuando me di cuenta, que para acceder a su mundo Paco estaba de más, que me era un estorbo, que tenía que quitármelo de en medio… ¿Me entiende ahora, señoría?

miércoles, 26 de agosto de 2020

Se regalan besos

 

 

Por falta de uso, se regalan besos

antes de que caduquen, yo los cedo

úselos usted, que yo no puedo.

 

Besos de verdad, labios interpuestos,

verá señora si son sinceros

y conservados con mucho esmero.

 

Se los envuelvo con mil tequieros

esos tampoco me los quedo,

si no le sirven le devolvemos su dinero.

 

Besos, damas y señores, vendo besos

vengan, me los quitan de los dedos

besos sin miedo, besos secretos

 

¿qué desea usted caballero?

diría que busca lo que tengo,

bajo llave guardo los besos de fuego

 

Por aquí, sigame, tenga cuidado

si los acompaña de cien versos

tiene el éxito garantizado

 

¿Y entonces por qué los vendo?

verá usted, es complicado...

¡Besos, besos, miren señoras qué besos!

domingo, 16 de agosto de 2020

Tienda de campaña

 La idea era follar todo lo posible, pero pasaban los días y seguíamos a dos velas. En el grupo de amigos habíamos decidido pasar parte de las vacaciones de verano en la costa. Un camping, nuestro presupuesto ni siquiera nos daba para uno de esos hoteles cutres atestados de turistas. Álvaro, Sergio, David y yo. A principios de Agosto cargamos el destartalado coche de segunda mano de Sergio con un par de tiendas de campaña, poco equipaje, muchas ganas de fiesta y, bien provistos de condones, para allá nos fuimos, a un pueblecito entre Barcelona y la Costa Brava. 

Las mañanas eran de sol, playa y resaca, las tardes de siesta y expectativas y las noches una frustrante sucesión de intentos de ligar en las discotecas de una localidad vecina. Mira que lo intentábamos, pero parecía que, como el viejo coche, nosotros también lucíamos la “L” de novatos y todo acababa siempre en un no, un non, un niet, un nay. Tan desesperados estábamos por la ebullición de nuestras hormonas bajo el sol, que hasta una mañana cogimos las colchonetas y fuimos remando hasta una cala nudista próxima a la playa. Ver dos alemanas sesentonas y gordas en pelotas no sé yo si nos compensó la insolación y el esfuerzo para regresar a nado contracorriente. Especialmente cuando en nuestra playa estaba ELLA. Hasta bien entradas las vacaciones no supimos que se llamaba Elke, entonces nos referíamos a ella por La Sirenita, apodo que le puso David al verla salir del agua. Y es que aquella imagen, verla caminar desde la orilla hasta tenderse en la toalla, era algo que se nos grabó en la memoria desde el primer día; y eso que cada vez que emergía de las aguas aportaba un nuevo detalle, sus manos apretando la trenza para exprimir el agua, un ligero movimiento de sus dedos para, como quien no quiere la cosa, separar la tela del bikini de su piel, una gota que resbalaba por su vientre plano con la misma velocidad que caía la baba de nuestras bocas mientras la mirábamos… Había otras cosas que no cambiaban en ninguno de sus baños: su sana costumbre de hacer topless, el tono anaranjado que le iba dejando el sol o la dureza que el agua de mar daba a sus pezones. 

El caso es que, a pesar de su marido, de los tres niños que correteaban alrededor de su toalla y de que no teníamos absolutamente ninguna posibilidad con ella, la sirenita nos tenía locos y con quemaduras de segundo grado en la espalda de tomar el sol boca abajo para disimular las erecciones cuando se bronceaba a nuestro lado. 

- Joder qué tetazas…- dejaba caer alguno- tiene que hacer unas cubanas maravillosas-. 

- Cuando vayas al chiringuito haces como que te tropiezas y te caes encima- le respondíamos cualquiera. O bien, - ¿por qué no le preguntas si quiere que le des cremita?- 

- ¿Será sueca?- preguntó Álvaro. 

- U holandesa, qué sé yo, el caso es que está buenísima- respondió Sergio. 

- Na… no tenéis ni idea. Es teutona- zanjé yo y empezamos a reír, que era lo poco que podíamos hacer. Reír, vacilar aprovechando que ni ella ni ninguno de los turistas del camping parecía saber ni papa de español y seguir con la mirada oculta tras las gafas de sol el hipnótico botar de sus tetas mientras caminaba. 


Ni la Sirenita ni ninguna otra parecía que iba a sucumbir a nuestros encantos, y ya empezábamos a estar desmoralizados. Tanto que aquella noche preferí quedarme en la tienda de campaña y no salir de marcha con mis colegas. Me entretuve jugueteando con el móvil hasta que la batería dijo basta, y entonces, aburrido como una ostra, empecé a deambular por las instalaciones del camping. Resultó que esa noche, en la terraza del bar había una especie de fiesta. Poco más que un baile infantil o para guiris, jubilados y/o borrachos. Mientras unos bailaban al son de las canciones del verano, otros miraban tomándose una sangría fría apoyados en la barra. Como no tenía nada mejor que hacer, les imité, y pedí una cerveza. Hete aquí que al girar la cabeza y mirar a mi derecha me encontré con un cabrón con suerte: el marido de la Sirenita. Bastó seguir su mirada para encontrarme con ella; reía mientras bailaba con sus hijos. Iba vestida todo lo púdicamente que se puede ir vestido una calurosa noche de Agosto: llevaba una camiseta de tirantes que los focos de la discoteca móvil hacían parecer aún más blanca, unos shorts y, al final de unas piernas eternas, bronceadas y torneadas, pero sobre todo eternas, unas sandalias plateadas; sin embargo mi imaginación la veía como todas las mañanas en la playa, medio desnuda, sudorosa y una forma de contonearse completamente hipnótica. No sabría decir cuántos hits veraniegos la vi bailar, sólo sé que al cabo de unos minutos bajo el bañador, perfecta indumentaria veraniega tanto de día como de noche, ya se empezaban a notar los efectos de observarla. Si seguía haciéndolo iba a tener plantada allí otra tienda de campaña, ¡y con su marido a mi vera!, así que me di media vuelta y pedí, casi exigí, que la nueva lata de cerveza saliese directamente del congelador, a ver si se me pasaban los calores. 

Parecía surtir afecto el truco de la cerveza hasta que sentí hablar a mi lado. No sé porqué diablos miré, pero lo hice, y además de encontrarme un sol tatuado en el hombro desnudo de la Sirenita a quince centímetros de mi cara, vi como trataba de arrastrar a su marido a la pista de baile mientras éste se resistía ante las risas de sus tres pequeños. Al verme, él pareció encontrar una escapatoria y me señaló; no sé lo que dijo, pero le hizo volverse a ella, y en un rápido movimiento, me agarró del antebrazo y tiró de mí. Cuando quise darme cuenta estaba de pie, camino del baile, y tratando de hacerle ver que yo no sabía bailar, por más que las canciones se empeñasen en decirme cuando tenía que ir suavecito para abajo, hacer un movimiento sexy o poner una mano en la cintura y deja que mueva, mueva, mueva… Sí, ya sé, vais a decirme que verte bailar con una tía buena no es la peor de las situaciones, pero en aquel momento me vi perdido. La única escapatoria se me cerró cuando se acercó su marido con el más pequeño de sus hijos dormido en brazos y dijo algo que la música a todo volumen me impidió comprender. Acompañó la frase con un guiño y una palmada en mi hombro, y por más que lo he pensado nunca he podido entender ese gesto; no sé si quería decir, te la dejo toda para ti, disfrútala, o cuídamela, o como intentes algo te corto la picha en brunoise… 

El caso es que pasaron unos minutos en los que yo me mostraba ausente, moviéndome como un autómata y evitando mirar sus ojos verdes, su sonrisa de anuncio, el contoneo de su cuerpo… Bailamos hasta que mi poca iniciativa invitó a hacer una pausa acodados en el bar. Pedimos dos cervezas bien frías; mientras yo tomaba un primer trago, Elke, se me había presentado con ese nombre y yo no me atreví a confesar que ya lo conocía de haber oído llamarla en la playa, tomó su lata en la mano, y lento, muy lento, fue refrescando su cuello, sus brazos. Al ver aquello, yo tuve que forzar la garganta; creo que además de líquido en aquel gesto descendió por mi cuerpo, desde el cerebro y hasta instalarse definitivamente en mi polla en forma de incipiente erección, todo el deseo acumulado durante las vacaciones. 

- It’s hot here- dijo. 

- Sí, sí, hot, very hot, ni que lo digas- le contesté. 


No volvimos a bailar, pero aquello no me libró de tener su imagen contoneándose frente a mí clavada en el cerebro. Cuando terminamos la bebida comenzamos a andar por el camping. Si no me trajese tan loco, sería una delicia pasear entre las caravanas y tiendas junto a ella, y además me servía para practicar el inglés. Aunque al llegar a nuestra parcela, con las dos tiendas de campaña plantadas, me serví de un gesto para decirle que yo me quedaba allí. No sé porqué, pero se autoinvitó. 

- Where are your friends?- preguntó al ver las mochilas apiladas en la entrada de la tienda. 

- Con un poco de suerte estarán tirándose a alguna guiri- fue lo primero que salió por mi boca. 

- Sorry- dijo con cara de no entender nada. 

- Esto… they went to the disco- le aclaré. 

- Ah, ok-. 

Confundido, con las piernas fuera y el tronco dentro de la tienda, me senté con la mirada perdida en la noche, y ella me imitó. La conversación fluyó con tranquilidad, entre el rumor del tráfico constante al otro lado de la valla y la música de fondo que seguía sonando en el bar del camping, aunque lo único que yo conseguía escuchar era la melodía de su voz y su risa cuando era incapaz de encontrar la palabra en inglés para lo que fuera que quisiera decir. Me estiré para alcanzar la nevera y apurar la noche con una cerveza más. Y entonces, al incorporarme de nuevo, vi que mi entrepierna lucía una erección que incluso en aquella media luz, fue visible también para ella. Darle conversación, traducir mentalmente, intentar sacar una sonrisa de sus labios carnosos y controlar las reacciones físicas de mi cuerpo, era demasiado trabajo para una noche de Agosto, no obstante, me excusé: 

- I’m sorry…-. 

- Don’t worry about it- dijo ella. 

Se lo agradecí con una sonrisa y puesto que ella me invitaba a “don’t worry” ya ponía yo el “be happy” y me dejé caer lentamente hacia atrás, esperando que el bañador contuviera la polla, aunque fuera en vertical. Elke, con su manía de imitarme, se dejó caer también, el brazo derecho pasando por detrás de la cabeza a modo de almohada, una sonrisa iluminada por la perfección de su dentadura, y su ombligo tostado amaneciendo al recogérsele ligeramente la camiseta. 

- Could you…- comencé a decir, y antes de que mi cerebro fuese capaz de saber qué pedirle a cada parte de su cuerpo, ella musitó un Yes con una ese que se alargó en el tiempo.