miércoles, 27 de octubre de 2021

Amor deconstruído

Puestos a comenzar por algún lugar, lo haré por sus manos. Fuertes, grandes, decididas. No puedo evitar recordar el tacto de sus dedos en mi piel, cómo sus caricias tornaban en seda las rugosidades de unas yemas curtidas en mil batallas. Manos expertas, que sabían dónde y cuándo posarse para elevar irremediablemente mi temperatura; manos traidoras, que en el momento menos pensado me giraban y castigaban mis inocentes nalgas con unos cachetes que me sonrosaban de todo menos de vergüenza. Lo debía haber visto venir, sus manos eran capaces de traicionar incluso la alianza que luce y que ya no brilla como antaño; pero no lo hice, tal vez por eso ahora me toca deconstruir este amor. Pensé que sus dedos serían siempre para mí, que no conocerían ya más pieles que mi piel, que no buscarían más escondites recónditos que los que le ofrecía mi cuerpo, que todos los baños que arrugan su dermis serían conmigo, serían en mí.

Pensé, ilusa, que no habría más manos que treparan por sus antebrazos hasta enroscarse en sus hombros que las mías. Adoraba repetir ese gesto, ese suave ascenso que me permitía sentir los abultamientos de sus músculos contraídos mientras se esforzaba sobre mi cuerpo. Subía y bajaba mis manos una y otra vez, muy despacio, sintiendo los contornos de su brazo, hasta que terminaba irremediablemente dibujando caricias en sus hombros redondeados como las que dibujo ahora en el vacío, como un pintor o un jugador de golf que ensayan el gesto antes de que el trazo sea irreparable.

Irremediablemente llegaba después su cara, siempre su cara. Ahora sé que como un fantasma siempre me acompañará el rictus al verse sorprendido, tan diferente a cualquiera de los otros a los que me tenía acostumbrada. Porque he conocido cientos, miles de expresiones de su rostro. Las arrugas que se le formaban hasta las sienes cuando reía de verdad, su sonrisa que apretaba más la comisura izquierda, o esa manera suya de taparse el labio inferior con el superior cuando se le ocurría alguna maldad. Ese era de sus tics que más me gustaban, porque sabía que daría lugar a nuevas formas de observar su rostro. Sobre mí, concentrado cuando se tendía, o relajado cuando era yo la que ocupaba esa postura; cegado por el mío cuando, en cualquier momento y sin motivo, nos enroscábamos para comernos la cara como antropófagos bulímicos. Su rostro también cuando no me tocaba verlo, cuando me tomaba desde atrás, pero sus manos, siempre sus manos, tiraban del pelo para girarme y morderme los labios o ver simplemente el goce en mi cara.

Cierro los ojos como una niña asustada que piensa que así, alejará las visiones que la espantan. Lo hago aunque yo misma sé que no, que esta última visión me acompañará, que su presencia será más fuerte que el resto de impresiones de felicidad en su rostro y que se almacenan en mi memoría. Igual que guardo sus piernas, esos muslos longilíneos que tantas veces, y con motivos tan diferentes, me sirvieron de asiento, de la misma manera que en un parpadeo percibo su torso y me digo que será tan difícil de eliminar como su cara. Porque ahí está él, toda su vida. El corazón que me amaba, en sus pulmones el mismo aire, seco y cálido, que respirábamos en ésta nuestra casa. Todos sus humores, sus alegrías y sus llantos, el cólico que no nos dejó conocer más de Praga que un hall de hospital o los surcos que dejaron mis uñas en el viaje de novios y que él lucía por las playas de Punta Cana con el orgullo que un guerrero muestra las heridas de batalla.

Hay otras zonas de su cuerpo que, aunque afecte igual deshacerse de ellas, serán más fáciles de eliminar; su sexo por ejemplo. Los he conocido mejores, él era consciente. Nunca fue demasiado grueso ni demasiado fuerte, por eso quizás, se esforzaba tanto, por eso sumaba cada centímetro cuadrado de su cuerpo. O no sé, tal vez era yo la que quería ver su mente y su cuerpo acompañando al pene en cada embestida por mi cuerpo, la que prestaba culto a la reliquia por adorar al dios, la que... ¡Hombres, los que no lastiman con el tamaño acaban lastimando sin él!

Y aunque ahora sea tajante y decidida, y me diga que ya no existe, que nunca más, sé que, tarde o temprano volveré a caer en la tentación, como caemos todas. Les bastan unas palabras, una sonrisa, en ocasiones ni siquiera eso, para que todas terminemos cayendo en la trampa. Lo hacemos, aunque sepamos el destino, aunque, al final de cada historia vislumbremos la traición, el sufrimiento, las víctimas colaterales. Como esa rubia tonta con la que lo sorprendí cuando a última hora pude cambiar la guardia y volví a casa cuando no me esperaba. Pero esa..., esa que espere desangrándose en la bañera, antes tengo que terminar de despedazar este amor y bajar a la basura las bolsas con el cuerpo de Jorge- me digo mientras una gota de sudor me cae por la frente, circunda el ojo, prosigue por las mejillas hasta que, al llegar a la altura de mi boca la recojo con la lengua mezclada con un rastro de sangre y un gusto agridulce se adueña de mi boca.