viernes, 17 de diciembre de 2021

Frío sin ti

Me arropo,

me hago un ovillo,

junto manos y piernas

pero no desaparece este frío.


¿A qué se debe esta escarcha,

esta capa de hielo?

¿Quizás que en lugar de abrazarte,

únicamente te pienso? 

domingo, 5 de diciembre de 2021

El mejor lugar para contemplar París


Discúlpeme, señor guía

ya que conozco el chascarrillo,

me tome la licencia y le corrija

e ilustre, de paso, al corrillo.


Dicen los parisinos

que esta torre es tan poco bella

que se convierte en la mejor atalaya

que en toda la ciudad haya

para contemplar desde ella

París y sus destinos.


Y no me cabe duda

que parte de razón llevan

pues, que la torre es fea

y estropea cualquier vista

no hay quien lo discuta


Y sin embargo este payaso

les dice aquí, a los pies del Parnaso,

que se ubica, tal vez, y si acaso,

en el segundo lugar para contemplar el ocaso.


Seguro que Montmartre está muy bien,

el arco del Triunfo, la torre Eiffel,

pero no hay mejor lugar para recorrer París

que una habitación de hotel

dibujando étoiles 

con tus manos y en su piel.

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Citius, Altius, Fortius

Mi marido corre maratones populares. Yo no, pero lo acompaño en unas escapadas que, si bien no me atrevería a calificar de románticas, al menos me sirven para conocer distintos lugares de la geografía nacional. Así ocurrió aquel fin de semana que ahora os cuento, cuando nos desplazamos a una ciudad costera, él para intentar mejorar sus marcas aprovechando las facilidades del recorrido y yo para cambiar de aires durante un par de días. El sábado lo pasamos juntos, alternando algún paseo por la localidad con las tareas previas a cualquier carrera: verificar la inscripción, recogida de dorsal, visita a los stands de los patrocinadores del evento... No es que me apasione, pero bueno, es lo que toca. Además sé que el domingo, mientras él corre, yo tendré algo más de tres horas para estar a mi aire.

El domingo todo comenzó como cualquiera de las otras veces. Dejamos el hotel temprano, sobre las ocho y media, pues la salida de la carrera estaba prevista para las nueve de la mañana. Siendo generosa diré que el día era otoñal, aunque podría haber dicho que el cielo amenazaba constantemente con dejar escapar la lluvia y el frescor matutino se aliaba con la humedad del lugar para calarme hasta los huesos. Me despedí de mi marido con un beso deseándole que todo fuera bien y busqué un hueco entre la gente, casi todos acompañantes como yo, que se agolpaba en los primeros hectómetros del recorrido atentos al paso de sus familiares o amigos. Cuando se dio la salida pronto llegaron a mi altura los primeros atletas profesionales que tomaban parte en la carrera, y acto seguido comenzó a pasar una masa, todavía compacta, de corredores en la que, si no hubiéramos tenido nuestros códigos de colocación o de vestimenta, me hubiera sido imposible identificar a mi marido. Pero lo vi, grité su nombre, le animé, seguí su carrera hasta que se me perdió en la marabunta; haría lo mismo tres o cuatro veces más en distintos puntos del trazado, los que me pillaran a mano durante mi paseo por la ciudad, antes de esperarlo en meta. El paso constante de corredores por delante de tus ojos puede llegar a ser mareante si pretendes seguirlos a todos, así que, en una técnica aprendida con la experiencia, fijé mi mirada en un punto fijo. Y así fue como lo vi.

No muy alto, en torno al metro ochenta, hombros fuertes, unos brazos que aparentaban ser igualmente recios y un físico que, bajo la cazadora que vestía, se diría más bien corpulento. No era especialmente guapo, y sin embargo me gustó en cuanto reparé en él. Aguardaba; no esperaba el paso de nadie en concreto, ni tampoco diría que estuviese viendo la carrera como simple aficionado, no. Esperaba que terminaran de pasar los atletas o que el volumen de tráfico fuera menor para poder cruzar al otro lado. Y mientras él miraba buscando el final de la larga procesión, yo le miraba a él. Desde la otra acera y a unos quince o veinte metros de distancia era imposible que se fijara en mí, que viera mis ojos fijos en su rostro entre el gentío que comenzaba a disgregarse.

No sé porqué, pero cuando él cruzó y se internó por una calle cualquiera, yo le seguí. Caminaba rápido y yo iba cargada con mi bolso, la mochila de Xavi, mi marido, el paraguas... Me costaba seguir su paso. Cuando observé que se detenía junto a un portal y metía la mano en el bolsillo de la cazadora para sacar lo que supuse eran las llaves, aceleré el caminar.

- Perdona, perdona- le interpelé cuando comenzaba a abrir la puerta- ¿sabrías decirme dónde me podría tomar un café?-. Como frase para intentar ligar me parecía patética, pero... ¿acaso yo estaba tratando de ligar? No sabría decirlo, simplemente había sentido la necesidad de alcanzarlo y hablarle.

- Sí, acabas de pasar por delante de una panadería - cafetería- dijo educada, pero secamente. Yo me moría de vergüenza, pero en verdad que no había reparado en la cafetería, claro que sólo tenía ojos para él. - Me ha parecido que estaba cerrada- inventé como excusa.

- ¿Sí?, no creo, siempre está abierta a estas horas- respondió, y añadió las palabras que yo estaba deseando escuchar: no te preocupes, te acompaño.

Él sacó las llaves de la cerradura, yo me coloqué mejor el bolso y la mochila de mi marido, y caminando a su par retrocedimos unos treinta metros hasta donde, efectivamente, una luz iluminando la nublada mañana y la mezcla inconfundible de olor a café y pan recién hechos, me delataban.

- Qué tonta, no la había visto- dije fingiendo sentirme avergonzada.

- No pasa nada, es normal cuando vienes de fuera y no conoces la ciudad-. Con las manos guardadas en los bolsillos de su cazadora y con un gesto del mentón señaló la mochila colgada de mi hombro -¿Por la carrera, no?-.

- Sí- respondí tímidamente. Siguieron unos segundos en los que, como en los kilómetros finales de unas maratón, sólo avanza el tiempo. -¿Te puedo invitar a un café...? por la molestia- propuse.

Me observaba y sabía perfectamente qué estaba pensando; me estaba valorando, incluso más, juzgando. Mi actitud, mi cuerpo, todo. Yo aguardaba, con la mirada de no haber roto ningún plato, pero ser capaz de hacer añicos vajillas enteras. Después de pasarme la mano y recolocarme el pelo liso por detrás de la oreja, por fin rompió su silencio: tú no quieres tomarte un café, ¿verdad?-. Chico listo.


Su mano diestra levanta mi muslo y sus dedos se introducen por el bajo de la braguita clavándose en mi piel. Su casa estaba cerca, irrechazablemente cerca y mi pantalón tirado por el suelo es testigo de las prisas que teníamos. Trato de llevar mis dedos a mi entrepierna, de frotar mi sexo para que alcance, a velocidad de sprint, una humedad acorde al calentón que siento, pero su cuerpo se me viene encima aplastándome contra la pared en la que apoyo la espalda. Nos besamos con furia, mis manos se abrazan a su espalda reduciendo al mínimo el hueco que nos separa; no sé porqué lo hago, pero no quiero que pare.

Cuando se separa de mí, en mis sensaciones, sus gestos adquieren dos velocidades: tira levemente de mi cuerpo, separa mi trasero de la pared, se agacha y decididamente y con ambas manos saca la braguita. Quizás por verlo arrodillado y entre mis piernas imagino ya juegos de su lengua en mis labios, su saliva en mi sexo y temblores de piernas, pero no. Rápidamente me gira, eleva mis brazos contra la pared y ayudándose de las manos saca mi grupa para dejarme lista para recibirlo. Y ahí es cuando la acción se me vuelve lenta; son unos pocos segundos pero se me hacen eternos los que él tarda en bajarse pantalón y slip. Siento en esa habitación el frío ambiental contrastando con el calor que me quema por dentro, vuelvo la cabeza para observar los gestos de su mano tratando de dar mayor consistencia a un pene no muy largo pero algo grueso para lo que estoy acostumbrada.

Compruebo que es así cuando intenta entrar en mí. Tiene que rectificar el gesto, colocar en mejor postura mi cuerpo. Siento tres de sus dedos pasando por mi sexo, lubricándolo al momento. Después escucho un salivazo; cuando vuelve a internarse en mí, siento mayor humedad también en su glande y mi coño lo agradece. Se agarra a mis caderas mientras poco a poco va ganando velocidad. Cuando la inercia lo lleva a entrar una y otra vez en mí, sus manos se vuelven torpes, dubitativas; de pronto trepan por mis brazos hasta enredarse con las mías, como vuelven a mi cintura, agarran, me ciñen, suben bajo el jersey por la espalda, ganan la parte delantera del torso y buscan anclarse a mis pechos.

Sus gestos sólo consiguen que se me dé la vuelta el sujetador aplastándome la teta derecha, pero no me quejo de la incomodidad. Sé que tiene que ser así, rápido, furtivo, apenas desnuda de cintura para abajo y la parte superior moviéndose al compás de sus manos. Trato únicamente de concentrarme en la acción de su sexo en el mío. Tras un comienzo demasiado brioso ha tenido que bajar el ritmo; sin embargo no deja de ser efectivo. Flexiono la espalda, me doblo un poco más obligándolo a retroceder. Escucho el tintineo del botón de su pantalón recogido en los tobillos golpeando el suelo un par de veces, luego son sus manos agarrándose a mis caderas las que me alertan del comienzo de una nueva serie de empujones.

Me colma, me sacia. Mi vagina ya se ha adaptado al grosor de su polla y no deja de lubricar. Cuando bajo la mano para estimular aún más el coño busco un orgasmo rápido, que aleje de mi cabeza cualquier otro pensamiento que no esté allí, en aquella habitación revuelta, más allá de nuestros cuerpos agitados. Separo sus dedos que, siguiendo los míos, habían venido a ocuparse con poca delicadeza de mi clítoris y comienzo a frotarme. Conozco mi cuerpo:

- No pares, no pares. Sigue fuerte un minuto, que me corro- le pido a mi inesperado amante. Él obedece. Sus manos se agarran de nuevo a la cresta de mis caderas y tras un segundo para recomponer su postura, inicia a cumplir lo pedido.

Es brusco, quizás hasta demasiado, pero efectivo. No sabría si pedirle más tranquilidad o, por el contrario, instarle a no detenerse, a darme más y más, pero en cualquier caso de mi boca sólo consiguen escapar gemidos intercalados con onomatopeyas sin sentido. Me corro, no se lo anuncio a gritos pero mi coño habla por mí. Siento la descarga de flujos inundando mi sexo en el momento en el que él retira su polla. Con la vista nublada por el orgasmo es una agradable sorpresa sentir su boca en mi vulva. Lame, succiona, sacude la cara pegada a mi piel. Me bebe y la acción de su boca provoca que el clímax se me prolongue durante decenas de segundos más.

Cuando noto que su cabeza desaparece de mi entrepierna, mi cuerpo es todavía un temblor de hombros a pies. Parece que únicamente mi cabeza y mi sexo sepan qué está ocurriendo realmente. Apenas me da tiempo de sentir una corriente de aire frío secando de golpe la humedad que desciende por la cara interna de mis muslos cuando ya está de nuevo en mi coño.

- Joder- murmullo sin saber muy bien qué quiero decir.

- Te gusta, ¿eh?-. Él se lo dice todo, incluso creo escuchar por ahí un "zorra" al que prefiero no hacer mucho caso y dejar que el instinto hable por mí.

Sus embestidas vuelven a ser decididas, me tengo que apoyar en la pared casi con la misma firmeza que él se sujeta a mi cintura. El reciente orgasmo hace que sienta, quizás hasta mejor, cada una de sus idas y venidas; noto mi carne abrirse, los labios adaptándose, abrazando su tronco, sintiendo cómo, en cada uno de sus viajes, la fricción hace aumentar irremediablemente la temperatura. Tardo poco en licuarme de nuevo, esta vez sin tantas estridencias y sin su boca en mi sexo. A cambio, tras unos segundos de pausa para no verse arrastrado por las contracciones de mi vagina, su martilleo se torna constante, repetitivo, más que eficaz.

Siempre de pie, cuando me gira he perdido la cuenta de las descargas que ha experimentado mi coño y hasta la noción del tiempo. Tras agradecerle el enésimo orgasmo con un beso que tenía más de mordisco que otra cosa, miro mi reloj.

- ¿Qué hora es?- debo preguntarle, incapaz de comprender la sencillez de mi reloj digital. Él hace una breve pausa para, mirando el suyo, confirmar mi primera impresión. - Es tardísimo- me digo. Él aprovecha mi relajación para levantarme en aupas. Soy consciente, sé calcular el tiempo y comprender que me he perdido la carrera de mi esposo. Además todavía debo llegar a meta y recibirlo, pero, como si mis piernas tuvieran voluntad propia, deciden enroscarse en la cintura de aquel hombre. - Me tengo que ir- digo como excusa mientras, como un animal que trepara por un tronco, me aferro a sus hombros con los brazos y a su cintura con los pies.

Aunque me agarro con firmeza, sus brazos fuertes me mueven a su antojo. Me rodean, me elevan, me hacen botar incansablemente sobre su polla, clavándomela hasta el fondo una y otra vez. Totalmente entregada, soy incapaz de resistirme a las sensaciones que vuelven a nacer en mi vientre. En cada uno de los vuelos, cada vez que él me eleva y me deja caer en seco contra su verga, voy acercándome más y más al éxtasis. Cuando busca un asiento en el respaldo de un sofá, sus brazos me sueltan en el aire un instante para verme de nuevo rodeada por los hombros. En sus dientes apretados se refleja la fuerza con la que me empuja hacia abajo, contra los empellones secos de su rabo barrenándome. Me corro. Mis dientes rasgando su boca se lo anuncian. Se incorpora de nuevo, yo sigo botando sobre su polla, no sé si por el impulso incansable de sus brazos o como un simple acto reflejo. Cuando decide que ya está bien de torturarme y me deja en el suelo, como si al retirar su polla retirase un tapón que ciega una fuga de agua, un chorro inaudito escapa de mi sexo. Lo miro a él, y a continuación, incrédula, miro ese charco que acabo de dejar sobre el parqué.

- ¿Qué me haces, cabrón, que no dejo de correrme?- digo mientras él sonríe con orgullo.


He insistido en venir sola, pero no me ha hecho caso. Con su ayuda encuentro más rápido el recorrido de la maratón, pero me siento extraña, como si lo que acababa de suceder en su apartamento no debiera salir de esas cuatro paredes. Sin embargo cuando me da la mano para cruzar a la carrera dos carriles de una carretera entre los coches que van en una dirección y los atletas que van, disgregados en minúsculos grupos, en la otra, siento algo parecido a cuando eran sus brazos los que sujetaban mi cuerpo semidesnudo y ardiente.

Me asegura que estoy en tiempo, que no me he perdido el final -podríamos haber seguido follando es su frase exacta-, pero yo no estoy todavía convencida. Miro al fondo intentando vislumbrar a mi marido entre los corredores que aparecen a lo lejos. Aquel chico se ha colocado a mi espalda, rodeando con sus recias manos mi cintura. Me siento culpable, creo que cualquiera que pase sería capaz de identificar al instante en mi rostro la infidelidad, y sin embargo cuando sus manos comienzan a balancear mi cuerpo suavemente, adelante y atrás, adelante y atrás, río como una niña mecida en un columpio. Y sin embargo el juego todavía no había hecho sino comenzar. En uno de los ligeros movimientos de retroceso, mi cuerpo topa con el suyo. Giro el cuello y elevo la vista; quiero fulminarlo con la mirada pero él permanece ajeno, con la vista perdida en el infinito y sigue dando a sus brazos ese impulso que mantiene el vaivén. No me atrevo a reprocharle nada, el repetitivo choque de mi trasero contra su paquete es demasiado excitante como para negarlo. Siento en cada roce cómo su polla se va endureciendo, cómo la humedad afluye de nuevo a mi coño hasta dejar mis bragas chorreantes como cualquiera de esas esponjas tiradas por los atletas en los márgenes de la calzada.

Púdicamente y sobre las ropas, pero me folla. Las distancias se han acortado tanto que siento perfectamente entre mis nalgas el tacto, duro como una piedra, que el juego ha dado a su cipote. Diría que, en algún momento, hasta fui yo la que lo reté restregando el culo contra su entrepierna. Aprovechando que éramos una isla de público en una zona sin casi tránsito, nos entregamos a ese choque suave pero constante que dejaba en nuestros rostros una sonrisa tan diferente de las muecas cansadas que arrastraban los corredores que pasaban frente a nosotros.

No sé cómo lo hizo pero pareció adivinar el momento en el que mi esposo apareció al fondo del curvón que conducía hasta nuestra posición. Él se apartó un par de metros, pero saberlo detrás de mí, a apenas dos pasos, viniendo de donde veníamos y con la polla en el estado en el que estaba, me creó un súbito desorden. Animé a mi marido, ya casi estaba llegando a la meta, me miró, le chillé cuando me sobrepasó, y cuando estuve segura de que ya no voltearía la cara para mirarme, busqué de inmediato a aquel hombre que, tres horas antes, había captado mi atención casi en el mismo lugar.

Tiene la prudencia de no darme la mano pero camina a mi par cuando echo a andar en dirección a la llegada de la carrera. Desde el lugar en el que vi pasar a mi esposo quedaban algo más de cuatro kilómetros para meta. Calculo el tiempo, será el que tenga antes de separarme definitivamente de mi amante ocasional. Sin que se dé cuenta lo miro por el rabillo del ojo. Con la misma amabilidad que tuvo cuando lo paré por la calle con aquella torpe excusa del café, cuelga de su hombro la mochila de mi marido. Me gusta la imagen pero no tanto como para plantearme cosas. Él, por contra, parece haber olvidado nuestros juegos de apenas minutos atrás, y a medida que nos acercamos a zonas con más gente, se muestra hasta frío. Lo veo coger una botellita de agua de las que disponen en distintas zonas del recorrido para la hidratación de los corredores. Lo observo distante y eso sólo sirve para que las conexiones entre mi coño y el cerebro se cortocircuiten aún más.

- Por aquí- me dice cogiéndome decidido del brazo. De pronto me veo subiendo unas pocas escaleras al paso decidido que me marca. Se escucha la megafonía de meta, no estoy lejos, pero no sé identificar el lugar. De pronto observo los wc portátiles que se instalan en citas multitudinarias como ésta y veo sus intenciones.

- Hijo de puta- acierto a decir cuando abre la puerta de uno y entramos dentro. Me sienta en la taza y de inmediato baja la cremallera de su pantalón. Cuando sus dedos sacan el pene todavía está algo crecido e hinchado. Levanto la vista y lo miro cuando dice algo así como que hay que terminar lo que se empieza. Aparta el pelo de mi cara, lo recoge en una especie de coleta que mantiene erguida con su mano y veo ahí la señal para comenzar a chupar. Es grueso pero me entra sin problemas en la boca. Siento el regusto que mis flujos le han dado previamente perdiéndose por mi garganta, desapareciendo ante el nuevo baño de saliva. Mi nariz topa con su vientre algo abultado antes de que su rabo me provoque una arcada. Sujetando mi pelo maneja la cabeza; él decide cuando trago, cuando respiro, cuando me la deja a media distancia y con torpes golpes de cadera me folla la boca. Cabeceo lento, a mi manera, y ahora es él quien tiene prisas. Quiere gozarme hasta el último segundo. Aparto ligeramente la cara cuando comienza a masturbarse y en el primer gesto su mano golpea mi mandíbula. Lo miro, veo tensarse los tendones de su cuello, su rostro crisparse a medida que se incrementa la velocidad de sus gestos. Su polla resplandece, la observo en primerísimo plano, soy capaz de distinguir los abultamientos de las distintas venas; es una visión sumamente excitante. Lo reto sacando la lengua, la dispongo como una bayeta dispuesta a recogerle.

Cesa la paja. Golpea un par de veces sobre mi lengua antes de empujar de nuevo su polla hasta casi la garganta. Vuelve a adueñarse de mi nuca, empuja mi cara contra su vientre. Se me va a correr dentro, lo intuyo apenas unos segundos antes de que su rabo explote llenando mi paladar con un semen que parece ahogarme. Quiero escupir pero todavía su polla ocupa mi boca. Cuando sale de mí, lo que no me he visto obligada a tragar es una mezcla pastosa que se me pega al interior de la boca. Mientras se guarda la polla con una mano, con el índice de la otra recoge los restos de su corrida que se me escapan por la comisura de los labios y me los quiere introducir de nuevo en la boca. Deseo insultarlo, pero no puedo negar que llevo toda la mañana excitada ante su masculinidad tan particular.

- Toma, aclárate la boca antes de besar a tu campeón- dice sacándose del bolsillo la botellita de agua que había cogido minutos atrás. A continuación abre la puerta del aseo portátil y me deja ahí, con la boca llena de su semen, una botella de agua para lavarme y la mochila de mi marido a mis pies.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Éxtasis

Filípides jadeante

anunciando la gloria,

el Bernini más castellano,

-lascas de vida saltan

donde cincela el mármol-. 

El cuerpo en las estrellas

y Roma a sus pies,

Sanlúcar desde la nao Victoria,

una noche de verano,

el minuto ciento dieciséis

y, en ese preciso instante,

mi nombre escapando de tu boca.



Esta sonrisa de orgullo mía, tan tonta.

viernes, 5 de noviembre de 2021

Manual (de instrucciones)

No preguntes por qué sí

ni por qué no,

tan sólo toma su mano,

si te la da,

y ve

donde ella te quiera llevar



Fíjate en su caminar,

observa si corre

si da pequeños saltos

como si quisiera volar.

Vigila tu zancada

acompásala.



Si, en algún momento,

dice que aprietas

no la retengas,

suéltala.

Llegado el caso,

te la volverá a ofertar.



Ya no hay ciencias exactas,

todo es cuestión de probar

Sea como sea,

no preguntes.

Si ella te ofrece su mano, vosotros, echad a andar.

miércoles, 27 de octubre de 2021

Amor deconstruído

Puestos a comenzar por algún lugar, lo haré por sus manos. Fuertes, grandes, decididas. No puedo evitar recordar el tacto de sus dedos en mi piel, cómo sus caricias tornaban en seda las rugosidades de unas yemas curtidas en mil batallas. Manos expertas, que sabían dónde y cuándo posarse para elevar irremediablemente mi temperatura; manos traidoras, que en el momento menos pensado me giraban y castigaban mis inocentes nalgas con unos cachetes que me sonrosaban de todo menos de vergüenza. Lo debía haber visto venir, sus manos eran capaces de traicionar incluso la alianza que luce y que ya no brilla como antaño; pero no lo hice, tal vez por eso ahora me toca deconstruir este amor. Pensé que sus dedos serían siempre para mí, que no conocerían ya más pieles que mi piel, que no buscarían más escondites recónditos que los que le ofrecía mi cuerpo, que todos los baños que arrugan su dermis serían conmigo, serían en mí.

Pensé, ilusa, que no habría más manos que treparan por sus antebrazos hasta enroscarse en sus hombros que las mías. Adoraba repetir ese gesto, ese suave ascenso que me permitía sentir los abultamientos de sus músculos contraídos mientras se esforzaba sobre mi cuerpo. Subía y bajaba mis manos una y otra vez, muy despacio, sintiendo los contornos de su brazo, hasta que terminaba irremediablemente dibujando caricias en sus hombros redondeados como las que dibujo ahora en el vacío, como un pintor o un jugador de golf que ensayan el gesto antes de que el trazo sea irreparable.

Irremediablemente llegaba después su cara, siempre su cara. Ahora sé que como un fantasma siempre me acompañará el rictus al verse sorprendido, tan diferente a cualquiera de los otros a los que me tenía acostumbrada. Porque he conocido cientos, miles de expresiones de su rostro. Las arrugas que se le formaban hasta las sienes cuando reía de verdad, su sonrisa que apretaba más la comisura izquierda, o esa manera suya de taparse el labio inferior con el superior cuando se le ocurría alguna maldad. Ese era de sus tics que más me gustaban, porque sabía que daría lugar a nuevas formas de observar su rostro. Sobre mí, concentrado cuando se tendía, o relajado cuando era yo la que ocupaba esa postura; cegado por el mío cuando, en cualquier momento y sin motivo, nos enroscábamos para comernos la cara como antropófagos bulímicos. Su rostro también cuando no me tocaba verlo, cuando me tomaba desde atrás, pero sus manos, siempre sus manos, tiraban del pelo para girarme y morderme los labios o ver simplemente el goce en mi cara.

Cierro los ojos como una niña asustada que piensa que así, alejará las visiones que la espantan. Lo hago aunque yo misma sé que no, que esta última visión me acompañará, que su presencia será más fuerte que el resto de impresiones de felicidad en su rostro y que se almacenan en mi memoría. Igual que guardo sus piernas, esos muslos longilíneos que tantas veces, y con motivos tan diferentes, me sirvieron de asiento, de la misma manera que en un parpadeo percibo su torso y me digo que será tan difícil de eliminar como su cara. Porque ahí está él, toda su vida. El corazón que me amaba, en sus pulmones el mismo aire, seco y cálido, que respirábamos en ésta nuestra casa. Todos sus humores, sus alegrías y sus llantos, el cólico que no nos dejó conocer más de Praga que un hall de hospital o los surcos que dejaron mis uñas en el viaje de novios y que él lucía por las playas de Punta Cana con el orgullo que un guerrero muestra las heridas de batalla.

Hay otras zonas de su cuerpo que, aunque afecte igual deshacerse de ellas, serán más fáciles de eliminar; su sexo por ejemplo. Los he conocido mejores, él era consciente. Nunca fue demasiado grueso ni demasiado fuerte, por eso quizás, se esforzaba tanto, por eso sumaba cada centímetro cuadrado de su cuerpo. O no sé, tal vez era yo la que quería ver su mente y su cuerpo acompañando al pene en cada embestida por mi cuerpo, la que prestaba culto a la reliquia por adorar al dios, la que... ¡Hombres, los que no lastiman con el tamaño acaban lastimando sin él!

Y aunque ahora sea tajante y decidida, y me diga que ya no existe, que nunca más, sé que, tarde o temprano volveré a caer en la tentación, como caemos todas. Les bastan unas palabras, una sonrisa, en ocasiones ni siquiera eso, para que todas terminemos cayendo en la trampa. Lo hacemos, aunque sepamos el destino, aunque, al final de cada historia vislumbremos la traición, el sufrimiento, las víctimas colaterales. Como esa rubia tonta con la que lo sorprendí cuando a última hora pude cambiar la guardia y volví a casa cuando no me esperaba. Pero esa..., esa que espere desangrándose en la bañera, antes tengo que terminar de despedazar este amor y bajar a la basura las bolsas con el cuerpo de Jorge- me digo mientras una gota de sudor me cae por la frente, circunda el ojo, prosigue por las mejillas hasta que, al llegar a la altura de mi boca la recojo con la lengua mezclada con un rastro de sangre y un gusto agridulce se adueña de mi boca.

martes, 28 de septiembre de 2021

¿Ya te vas?

- ¿Ya te vas?- dice y sus palabras detienen mi inercia. Quedo desnuda, sentada en el borde de la cama, ofreciéndole mi espalda salpicada de lunares. -Mujer, quédate un ratito más, hoy no tenemos prisa- añade al tiempo que sus manos comienzan a jugar usando los nudos de mi columna como una escalera por la que descender y volver a trepar. No sabe cuánto me duele ese añadido final, tanto que estoy tentada de devolverle la pregunta en forma de reproche: si no te hubieses ido ya, tendríamos más tiempo para todo. Pero me callo, y a cambio ladeo y bajo ligeramente la cabeza, ofreciendo mi mejilla al pasar de sus dedos, buscando algo que se asemeje a una caricia.

Antes de la pandemia hoy era jueves, día de visita. Ahora, todos los días se me parecen demasiado, con una videollamada programada a la semana como todo contacto. Quizás mi mente, anclada en el calendario, recuerde todavía las prisas de antaño, cuando debía abandonar esta cama y esta casa apresuradamente, dejando una estela de feromonas mal camufladas bajo el desodorante; quizás no, quizás ha sido simplemente observar sus manos ocupadas en el móvil, ausentes de mi cuerpo, lo que me ha impulsado a incorporarme de la cama. Da igual la razón, el caso es que ese brío para descorrer la sábana y escapar de su lado se ha esfumado, y ahora estoy pensativa y paralizada, sintiendo sus manos curtidas deslizándose por mi costado derecho, aventurándose más allá, hasta sentir el roce de sus dedos en mis senos. Ronroneo y abandonando toda resistencia a su abrazo me tiendo, muy despacio, hasta hacer reposar mi cabeza en su pecho. Su mano sigue el recorrido, hasta llegar a peinar unos cabellos demasiado descuidados, en los que las mechas rubias se pierden en el moreno natural clareado por las canas. En un gesto que no sé si interpretar como afecto o como cariño, me los aparta de la cara, los pasa por detrás de la oreja mientras repite mi nombre por triplicado, con una voz suave que acaba diluyéndose en un eco que sólo resuena en mi cerebro.

Recostada sobre su torso podría fijarme en las líneas rojizas, estelas que minutos atrás dejaba el vuelo de mis uñas en el cielo de su piel, podría aspirar el aroma a sexo, mucho más intenso allí donde las sábanas todavía guardan el secreto, hasta dejarme embriagar, pero no. Mi mirada se pierde en el armario empotrado que hay frente a la cama, al tiempo que la memoria se pone en marcha y él enrolla un dedo en mi pelo. Cuando lo conocí no buscaba estas muestras de ternura, tampoco el sexo furtivo con el que hemos llenado cualquier hueco de los últimos tres años. Fue en un grupo de apoyo, una pequeña reunión de personas con diversos problemas a la que me había derivado mi psicóloga. A él se le había matado un hermano en un accidente de moto y buscaba pasar el duelo; a mí una enfermedad que se nombra en siglas me iba dejando viuda a pequeñas dosis. No me atrevería a decir que al principio ni me fije en él. El grupo era pequeño y contemplar a un hombre como Rafael, de aspecto recio, duro, que ya sobrepasó la barrera de los cincuenta, llorar por una muerte inesperada y repentina era algo que llamaba mi atención. No sé, seguramente le dé demasiadas vueltas a las cosas, pero no me figuraba esa reacción desvalida en un hombre de su generación; los educan para ser fuertes, para no mostrar sus debilidades en público. Las débiles éramos nosotras, las que cargábamos con una casa, una familia, dos hijos adolescentes, mil cargas, un trabajo y un marido al que, por aquel entonces, la enfermedad estaba a punto de dejar en una silla de ruedas. Demasiado peso hasta para mi debilidad…

Las sesiones en el grupo debían transmitirme fortaleza para afrontar el desarrollo de la enfermedad de mi esposo, pero no estaba segura de que así fuese. Era un momento complicado; la pérdida de sensibilidad, el deterioro motor, los problemas se iban sumando a la vuelta de cada consulta médica y el grupo era testigo directo, escuchaba mis narraciones, apoyaba en silencio o comparaba experiencias. Fue un día, tras dos semanas sin acudir a la reunión de los martes; todos comenzaron a preguntarme por mi marido: ¿está bien?, ¿ha pasado algo? Entonces surgió su voz: y tú ¿cómo estás? Levanté la cabeza y lo miré. No respondí porque no tenía respuesta. Desde el diagnóstico yo no existía, y todavía tardaría un tiempo en darme cuenta de que yo seguía viva. Hasta entonces la enfermedad de mi esposo, de Carlos, su desarrollo, saber que un día dejaría de hablarme, que, pese a las esperanzas de los médicos, su situación continuaría empeorando progresivamente hasta un día dejarme sola, lo compensaba con el amor, con los recuerdos, con los cuidados para intentar mantener su calidad de vida; entonces no me daba cuenta que empleaba todas mis fuerzas tratando de mantener un precario equilibrio, aferrándome a una balanza en la que las cargas pesaban demasiado y acabarían arrastrándome. Hoy, ahora que el dedo índice de Rafael ha dejado de jugar en mi pelo y se ha unido al resto de la mano para viajar con lentitud por las curvas de mi costado izquierdo, sigo sin tener una respuesta muy clara a aquella pregunta que me hizo. Simplemente dejo que me acaricie con suavidad mientras trato de que en mi mente una niebla difumine los recuerdos dolorosos.

Hubo una primera vez, claro, siempre hay una primera vez. Una primera vez en la que dejé a mi marido en el centro de día al cuidado de los fisioterapeutas y acudí a otra casa, a otro hombre, a otras manos, a otro sexo. Aunque en realidad ese primer encuentro importa poco, basta con decir que fue lo bastante reconfortante como para repetir y lo suficientemente

contradictorio como para retrasar la nueva cita un par de semanas. Si me tuviera que quedar con algo de aquellos primeros tiempos, elegiría los silencios y las miradas. Un silencio cómplice, un silencio que me hablaba, que me decía estoy aquí para lo que necesites, también para eso. Y unas miradas que fueron las que hicieron que esto ocurriera; una mirada fuerte pero que no me intimidaba, una mirada cálida que abrigaba mi tragedia, una mirada que me hizo volver a ser. Sucedió una tarde, después de la sesión en el grupo. Me había quedado junto a un par de mujeres más y él a tomar algo en una cafetería cerca del gabinete; para hablar, dijimos, de temas distintos a los que nos habían hecho conocernos, aunque invariablemente acabáramos hablando de lo de siempre. Supongo que le aburríamos con nuestra cháchara, tanto que la mente se le perdió en cualquier pensamiento y fue a posar sus ojos en el primer botón desatado de mi blusa, en el inicio de un escote que ni siquiera era tal, un poco más abajo que donde mi mano jugueteaba con el colgante de la cadenita mientras escuchaba atenta a mis compañeras de mesa. Cuando reparé en su mirada mi primera reacción fue de una callada indignación. No quería montar un numerito, pero disimuladamente abroché el botón y entonces sus ojos salieron del ensimismamiento y encontraron los míos llenos de furia; fue entonces cuando su mirada me mató. Entre desvalida y cargada de argumentos, culpable pero no arrepentida, una mirada que despertó en mí algo que creía muerto y enterrado. Más aún cuando terminado el café, salimos del local y caminando hacia la parada del autobús nos quedamos a solas y se disculpó a su manera:

- Perdóname, he sido un grosero, no era mi intención molestar, pero no he podido evitar mirarte-.

Aquella frase se repetía en mi cerebro por la noche, mientras me desnudaba antes de irme a la cama. Los niños dormían, mi marido estaba en el dormitorio y yo, frente al espejo del baño, me preguntaba si su falsa disculpa era otra cosa que un halago a mis pechos. En mi mundo, la pasión sólo había existido con mi marido y hacía ya tiempo, antes incluso del maldito diagnóstico, que la vida había ido soterrándola bajo otras formas de amar. Reconocer el deseo ajeno en una mirada que se posa sobre mí, era algo para lo que no creía valer. No soy una mujer de bandera, con mis cuarenta años largos, mi físico desatendido, mi pasado monótono, mi alterado presente y un futuro con incierta pero segura fecha de caducidad. Sin embargo, eso a Rafael no le retraía; en cada reunión del grupo, en las sesiones que se alargaban en torno a un café, en los breves pasos que nos conducían al parquin o al autobús, sus miradas seguían estando presentes. Como todo él, como mis reparos, mis dudas, mis miedos, mis no puede ser. Pero estaban, y a pesar de que entonces no creyera necesitar más de su anatomía que el hombro que me ofrecía para enjugar mis lágrimas, el poder de su mirada me iba envolviendo con algo que no sé bien definir, como cuando nos acostamos y me folla como si quisiera hacerme el amor: intenso pero delicado, furtivo pero inevitable.

Tal vez la primera vez fuera producto de mi debilidad. O tal vez no, y simplemente mis necesidades se atrevieron donde mi cerebro no osaba. Una necesidad de piel y orgasmos que se hizo presente en el torbellino que era mi cuerpo esos días. Amaba a mi marido, le prestaba todas las atenciones de que era capaz, rezaba porque un milagro detuviera el avance de la enfermedad, pero todo lo que él ya no podía darme se me acumulaba en los sentidos. Quería tocar y que me tocaran, necesitaba sentir una piel sin masajes y crema hidratante de por medio, quería oler, morder, chupar; quería volver a experimentar todas esas pequeñas cosas que no te das cuenta que tienes hasta que las pierdes. Aquellas miradas, su presencia constante, habían hecho que mi cuerpo reclamase algo que la vida me negaba; mi única salida para saciar mis sentidos era él, Rafael. Después de aquella primera vez, se me desató un juego de fuerzas que tiraban de mí en direcciones contrarias y amenazaban con partirme por la mitad. De un lado, el cerebro, la moral, mi vida, y por otro ese deseo de volver a sentir aquellos dedos aferrándose como garras a mi carne, escuchar su respiración fatigada tan pegada a mi oído, observar el sudor que le brota y la vena hinchada surcando su frente y sentir el orgullo de ser yo quien le pone en ese estado. Aunque esta tarde, con mi cabeza usando su respirar cadencioso como almohada y sus manos encaramadas a la cima roma de mis caderas, no haga falta decir quién ganó ese pulso interno, tengo que reconocer que me costó encontrar ese sosiego interno, ese equilibrio entre lo necesario y lo permitido, entre mi vida y estas cuatro paredes.

Mi cuerpo, pequeño y cansado, ajado por los años que se acumulaban en forma de cartucheras o esbozos de arrugas, se ofrecía por primera vez a un extraño, a alguien por el que no sabría decir qué sentía. Y sí, resultaba extraño, torpe, incluso cómico, vivir reacciones diferentes a las acostumbradas, no adivinar los momentos, aprender de nuevo a mi edad. Y sí, también era doloroso tener en la mente y en la comisura de los labios, agazapado, dispuesto a escaparse al menor descuido, el nombre de mi marido y no el de aquel que se encaramaba a mi cuerpo y hundía su sexo en mi sexo. Pero era tan poderosamente adictivo… .

Todo. El corazón que se desboca y salta en el pecho al llegar a su casa, las sonrisas tímidas, las conversaciones de ascensor, ese comenzar a desnudarme casi a escondidas, retraída, como si no fuese a pasar lo que iba a pasar, como si el tiempo transcurrido desde la primera vez no existiese, como si estos encuentros para escapar de la realidad no se hubieran ya institucionalizado. Y sentir, claro, toda esa adrenalina acumulada desde el último encuentro desbordándose de nuevo. Tener su sexo endureciéndose en contacto con mis muslos, dejar que mis manos aprendan una nueva geografía. Olvidarme, de mí, de mi marido, anestesiar los recuerdos, negar mi presente, inventarme otro futuro y sentir. Sobre todo, sentir. Colgarme de aquel brazo resistente que se me ofrece, ser yo, por una vez, a quien sostengan y osar rasgarle el hombro con las uñas; ver su reacción, cómo se crece en el castigo y sus caderas adquieren nuevos bríos para martillearme con mayor insistencia. Gozar. Atreverme con su pene en mi boca, sorprenderle con modelitos que sin él no usaría jamás, forzar las posturas de mi cuello hasta la tortícolis para no dejar de comprobar que el deseo se le escapa por los ojos. Sentir también sus manos amasando mis senos, y el festín que se da de vez en cuando en mi cuerpo, el calor que me invade y que se alía con la humedad para precipitarse finalmente en un chaparrón de flujos. Todo. Cada mínima parte de estos encuentros míos con Rafael, de esta nueva rutina secreta, privada, la siento con una intensidad nueva, distinta. Follar con este hombre al que la vida me puso en el camino es un escape, una liberación. Es agarrarme a la vida con todas mis fuerzas. Aunque únicamente sea durante un rato, aunque al volver a pisar la calle mi mundo de siempre siga derrumbado, estos minutos son para mí.

Por eso impuse las conversaciones insustanciales del después, para no terminar hablando de mi marido; no así, no aquí, no quiero manchar su nombre y mi conciencia con el sudor y los restos de fluidos pegados en la piel. Es la única regla de estos encuentros: lo demás no importa, sólo yo, sólo nosotros, poder celebrar la vida juntos y olvidarme de todo lo demás. Rafael lo respeta; o lo respetaba. Hoy, el tiempo le ha llevado a conocer mis reacciones, presiente que hay novedades, que algo me roe por dentro. Aunque sigo con la cabeza apoyada en su cuerpo, aunque el único horizonte que alcanza a ver mi vista es la loma que forma la sábana recogida sobre sus muslos, yo también intuyo su curiosidad, esas ganas de saber, esas frases que otras veces en el último segundo detenían las dudas y que hoy parecen incontenibles. Lo va a hacer, lo sé, su vientre se ha hundido bajo mi cara al coger aire, va a romper con una pregunta para la que no existe respuesta el equilibrio que tanto me costó alcanzar:

- Miriam, ¿cómo sigue todo con…?-. Lo ha hecho, y he tenido que reaccionar rápido; mis labios capturan su pene, y comenzando a succionar hago que de su boca salga un prolongado gemido en lugar del nombre de mi esposo. 

lunes, 13 de septiembre de 2021

El Culo

Ese culo a él le parecía simplemente el Culo. Podía haberlo llamado trasero, pompas, nalgas, pandero o incluso cola en honor a sus amigos argentinos, pero definitivamente la palabra que mejor lo definía era exactamente esa: culo. Tenía la sonoridad adecuada, y además recogía la rotunda sensualidad del cada vez mayor protagonista de sus sueños. No conocía ese culo. Ni en el sentido bíblico ni en el sentido terrenalmente más pasional. Podía decir que le resultaba conocido tan sólo de vista. En realidad podía decir que ese culo, y obviamente su dueña, formaban parte del rutinario paisaje urbano, junto a los mismos policías ordenando un tráfico nunca ordenado, los mismos perros haciendo sus necesidades en los mismos jardines, y las mismas figuras que cada día se cruzaba en su camino.

No sabía cuánto tiempo hacía que lo conocía. Tal vez hiciera ya un año, porque le era habitual verlo desde que comenzó a trabajar en ese despacho como becado. Sí, hacía ya más de un año, porque él ya no servía más el café a sus compañeros. Ahora era encargado, de sacar las fotocopias, pero encargado al fin y al cabo. Aunque su jornada vespertina empezaba a las cuatro, casi todos los días ya estaba en su puesto de trabajo a las tres y media. Sólo así podía verlo. No recordaba si la primera vez que lo vio fue antes al trabajo para adelantar un informe, o fue para evitar que la modorra se apoderara de él con el comienzo de los documentales en televisión. Ahora poco importaba eso, sólo salía antes de casa con la esperanza de verlo.

De hecho casi siempre lo veía. Él iba andando hasta la oficina y caminando unos metros delante iba ella. La mayor parte de los días eran tan sólo unos segundos, a lo sumo un par de minutos, los que podía caminar detrás de él, del culo, observando esas magníficas posaderas. Hasta el semáforo, día sí y día también siempre en rojo, que los igualaba. Después del semáforo su mayor zancada hacía que dejara atrás a la dueña del objeto de su devoción. Por supuesto que podía aminorar la marcha y seguir caminando detrás de ella un centenar de metros más, pero eso significaría hacer trampas. No sería justo. Alguien, el destino, el azar o la jornada partida les había puesto en el mismo camino a la misma hora. Una cosa era aprovechar la oportunidad y otra querer imponerse al destino.

¿Si hacía ya un año que lo conocía-pensó-debía acordarse cuando y como le gustaba más? Tras darle alguna que otra vuelta al asunto, finalmente encontró la solución. Sí, definitivamente, cuando más le gustaba era en primavera y en otoño. Incluso había concluido que como mejor lo veía era con unos pantalones vaqueros que se ajustaban como un guante. En otoño y primavera, cuando el fresco aun se puede soportar con una cazadorita a veces prescindible, ese culo quedaba libre a su vista. En invierno los abrigos largos y los pantalones gruesos hacían que la monotonía de su trayecto fuese aun más monótona. No recordaba haberlo visto en los días más calurosos del verano. Quizás, le gustaba imaginar, vistiera minifaldas que dejaban ver más de lo que él estaba acostumbrado a imaginar, pero las vacaciones y la jornada intensiva no le dejaban controlarlo. En cuanto a las prendas que mejor le sentaban no había ninguna duda. Tenía que ser un pantalón vaquero gastado, incluso diría viejo, que lo realzaba de una manera increíble. Las nalgas más juntas y más altas, si cabe, que nunca parecían dibujar una sonrisa de cadera a cadera, aunque la única mueca era la que se dibujaba en su cara al verlo.

En reposo aquel culo es hermoso, pero en movimiento adquiere dimensiones colosales. No es que sea grande, ya que podría abarcar cada nalga con una de sus manos según él creía. (Nunca había hecho esto último porque además de trampas podía constituir delito de acoso o incluso de agresión sexual) Por cierto, pensó, debería releer el código penal por si existiera algún artículo que permitiera acariciar ese culo como si se tratara de un bien de interés cultural. En movimiento, volvió sobre su pensamiento anterior, es casi hipnótico. Sube, baja va de un lado a otro balanceándose de una manera que debe estar prohibida por la ley y sancionada con el paraíso del infierno en las Escrituras. Y tus ojos, claro, no pueden dejar de mirarlo. También otros ojos lo miran. Ojos intrusos. De esos que aparecen un día, giran la cabeza al verla pasar para admirarlo, y desaparecen. Y a él le da un gran coraje, pensando que son unos obsesos y unos usurpadores, porque ese culo hace mucho que lo eligió él como centro de tus fantasías. Pero que nadie se equivoque. Para él ese culo no es un objeto de deseo sexual. Si fuera así lo pensaría desnudo, carnoso, en el baño y con las manos agitadas. Pero no. A él nunca se le ha presentado así. Él lo ve algo así como una obra de arte. Sí, para él, es más bello que la pintura de Malevich. En una escala de belleza lo colocaría entre las Meninas y el juego de Zinedine Zidane. Sí, si alguien lo presentara como monumento nacional él no dudaría en firmar y en presentarse candidato voluntario para su mantenimiento.

Alguna vez ha pensado en hablarle, a la dueña obviamente, porque al culo ya le ha dedicado piropos entre dientes y le ha escrito dos canciones y un soneto en su cuaderno de apuntes. Algún que otro día le ha mirado de reojo cuando están los dos detenidos ante el semáforo. Su figura es armoniosa pero no tan bella como su cola, pero tiene dos primas de aquel en su parte delantera que merecen, al menos, una cuarteta. Cada una. Pero al final no abre la boca. El semáforo se pone en verde antes de que reúna el valor suficiente para soltar algo más que un suspiro de admiración, y avanza hasta dejarlo atrás. Quizás sea mejor así. Claro que le gustaría tocarlo, acariciarlo, besarlo… pero tiene más posibilidades de que la respuesta sea un bofetón. Además, prefiere ser el anónimo chico que está a mi lado en el semáforo a ser el obseso sexual que me sigue babeando con mi culo.

Mira el reloj, son ya las tres y veinticinco, y todavía se tiene que lavar los dientes y poner los zapatos; además el ascensor parece tardar más que nunca, todos los semáforos están en rojo salvo el que tenía que estarlo, y efectivamente, de tanto pensarlo hoy se va a quedar sin verlo.

sábado, 28 de agosto de 2021

Regadío

Otra cosa no sé, pero comer, hay que reconocer que aquí se come de maravilla- dijo, y echándose hacia atrás en su asiento amagó con soltar el botón de su pantalón y dejar libre su madura barriga. Su Antonia, Paco y Luisa, la pareja con la que comparten mesa, mantel y viaje ríen su guasa. Minutos después la broma dejó de ser tal, y la pesadez de su estómago se alió con el calor y el sopor vespertino e hizo aconsejable pasar esas primeras horas de la tarde en el hotel. Las dos parejas se volverían a juntar cuando el sol apretase menos para poder seguir descubriendo los encantos de la ciudad.


Se había quedado dormido tan pronto como se tendió en la cama. Cuando entreabrió los ojos su mujer ya caminaba por la habitación, rebuscando en las maletas el ropaje adecuado para un paseo junto al mar. Pepe siguió sus vaivenes con la mirada sin que ella se percatara, y en la comodidad de la cama de un hotel de cuatro estrellas, se dijo a sí mismo que en el fondo habían sido afortunados. Aunque los viajes como ese hubiesen llegado demasiado tarde, después de toda una vida de trabajo duro y mal pagado, después de tantos sacrificios para que sus hijos pudieran llevar una vida mejor; aunque su Antonia dejase pronto de ser la chiquilla de la que se enamoró perdidamente para ganar enseguida kilos y arrugas, aunque los achaques les recordasen que ya no eran ni siquiera adultos… Pese a todos los esfuerzos realizados a lo largo de sus vidas, había valido la pena vivirla juntos. Qué otra cosa podía pensar: bien comido, reposando entre las sábanas satinadas de un buen hotel, con su mujer a su lado y por si faltara algo habiendo despertado con la polla endurecida, algo que, a decir verdad, ocurría cada vez más de tarde en tarde.


Un brazo cruzado por detrás de la cabeza, la otra mano cerciorándose bajo la sábana de que era cierto lo que sentía en su cuerpo, preguntó: ¿has descansado bien, amor?

Ella se limitó a sonreír para afirmar. Después siguió observándola vagar en ropa interior por la habitación. Cuando ella se acercó a la mesilla, él descorrió la ropa de cama que lo cubría queriéndola sorprender con esa inopinada erección. Ella lo miró y volvió a sonreír negando con la cabeza como queriendo decir no cambiarás nunca. Pepe comprendía a su mujer sin necesidad de oírla, pero aquel día, en aquella habitación de hotel, no acababa de entender qué significaba la sonrisa que se dibujaba en la comisura de los labios de su Antonia. Podía querer decir a la vejez viruelas o ay si hubiéramos podido hacer estos viajes de jóvenes, la de ciudades que habríamos visitado sin llegar nunca a conocer. Precisamente porque no entendía al pie de la letra lo que quería decir su mujer con ese meneo de cabeza, Pepe exigió un poco más a su anquilosado cuerpo y se dobló hasta acercar sus labios a los muslos de su mujer, que de pie junto a la mesilla, se ponía de nuevo los pendientes. Después de recorrer con sus besos toda la superficie posible, Pepe seguía sin tener muy clara la reacción de Antonia, así que verbalizó sus deseos:

- ¿Y si…?- por si su mirada no bastaba, agarró tiernamente la mano de su mujer y la llevó a comprobar por sí misma que no era sólo el aspecto, sino también el tacto de otrora lo que se adivinaba en su entrepierna.

Antonia buscó con la mirada su reloj. No recordaba haberlo hecho, pero debía haberlo guardado en el cajón, y afortunadamente para Pepe, sus ganas de travesura eran esa tarde mayores que su virtud de puntualidad. Como entre ellos, siempre que no se explicitase un no, era un sí, Pepe se apresuró a levantarse de la cama y abrazar a su mujer.


Si se lo hubiesen preguntado hacía cuarenta y cinco años, hubiese respondido sin dudar que los pechos, grandes, tersos, firmes, pero con el tiempo se había dado cuenta de que la parte del cuerpo de su mujer que más le gustaba era su nuca. De tanto observarla al acostarse había terminado por aprendérsela de memoria, y hoy en día era capaz a ciegas de trazar con la yema de su índice la línea imaginaria que une, en forma de triángulo, las tres minúsculas pecas que tiene Antonia detrás de su oreja derecha. Por eso el primer beso de Pepe aquella tarde fue a parar a ese rincón. Luego, en parte porque nunca había podido resistir la femineidad de Antonia, en parte porque a estas alturas de su vida nunca se sabe cuánto va a aguantar la dureza, el resto de sus besos se revolucionaron y fueron precipitándose por sus hombros, su cuello, sus brazos… Como Antonia vestía sólo sujetador y bragas, y él había despertado como Dios lo trajo al mundo, pensó Pepe que rápidamente estarían desnudos y yaciendo juntos. Pero no pensó Pepe en las prisas, que como repetía siempre su abuelo eran malas consejeras, ni en los nervios, ni en los cierres de los sujetadores modernos, así que cansado de no poder quitarlo se decidió a tirar de las, más marmitas que cazoletas, y poder así acariciar los caídos senos de su mujer.

- Quita, quita, que me lo vas a romper…- protestó ella, y tras apartarlo, en un gesto sabio que Pepe miró embobado, soltó el cierre y dejó caer el sostén al suelo. Él acogió en su abrazo a las recién liberadas. Para sentirse un poco menos inútil Pepe se aventuró por la espalda de su esposa, y recorriendo con sus labios la curvada columna de Antonia descendió hasta darse de bruces con unas bragas negras y translúcidas. En el escaso medio segundo que se detuvo a contemplarlas, un pensamiento fugaz como un cometa cruzó su mente: jamás comprenderá a esos que prefieren una incómoda y reveladora tanga, dónde estén unas bragas como aquellas, grandes como la lona de un circo y que en verdad ocultan el mayor espectáculo del mundo…


En cuclillas a los pies de su señora, después de haber bajado a tirones las bragas de su mujer, se dio cuenta Pepe de que su corazón latía desbocado, y los pulmones agitados le recordaban la edad que tenía. Por eso se tomó un ligerísimo respiro antes de hacer lo que el cuerpo le pedía hacer; de lo contrario habría fallecido, de una manera tan ridícula como heroica, asfixiado entre las rotundas posaderas de su esposa. Cuando sus pulsaciones se acompasaron y su respiración se apaciguó, hizo lo que tantas veces, lanzarse a devorar el trasero de Antonia. Ahora ella lo ayuda, separando con esfuerzo ambas nalgas, pero antes no era así. Con la mirada eclipsada por las flácidas carnes de su señora, Pepe cierra los ojos, y sintiendo en su lengua el sabor conocido de aquel cuerpo, recuerda las primeras veces, al poco de casarse, y la mirada que le lanzaba ella al acabar, entre sorprendida y avergonzada, como si hubiese ido a desposarse con el de gustos más raros de todo el pueblo. Con la humedad de una lengua tratando de abrirse camino hasta su ojete, ella también recuerda las primeras veces, su extrañeza y la ausencia de quejas por su parte, pues la habían educado para ser una buena esposa y obedecer siempre a su marido, sobre todo en la cama, y el placer que con el tiempo fue aprendiendo a sentir al tener ahí a su Pepe.


Intuía Antonia que no iba a durar mucho la dureza en el cuerpo cansado de Pepe, y todavía tenía mucho cuerpo que ofrecerle. Con pasos pequeños y torpes fue girándose, presa en el abrazo de su esposo que le rodeaba las piernas. Sintió el cálido aliento de su marido en el vello débil y grisáceo que cubría su pubis, el roce de la nariz, y finalmente los labios de Pepe posándose en su sexo. Lamentó no tener ya la edad y la agilidad necesarias para pasar su pierna por el hombro de su compañero para ofrecérsele entera, pero todavía pudo arrancarle a su vivido cuerpo alguna descarga de placer.


Fue incorporándose Pepe muy despacio, tragándose el dolor que le provocaba su crujiente espalda. Cuando su cabeza topó literalmente con los pechos grandes y caídos de Antonia, Pepe se sonrió. Todavía hoy, en una de esas escasas veces en las que su instinto latente se alía con bríos recuperados, le encanta sumergirse entre las grandes tetas de su esposa. Reunirlas, auparlas con las manos, y hundir su cara en ellas. Frotarse, restregarse, sentir los gruesos pezones de su esposa recorriendo su rostro. Le encanta. En ello estaba cuando sintió la mano rechoncha de su esposa agarrar suavemente su sexo. Lo empezó a masturbar muy despacio, como temerosa de terminar entre sus dedos algo que los dos querían que durase más. Pepe levantó la mirada, y aguardó que ella hiciera lo mismo para poder expresarle con esa mirada y esa sonrisa lo que su pequeña polla no acertaba a decir: le encantaban sus mimos.


No tenían tiempo que perder. Buscaron la mejor postura para acercarse el uno al otro. Sus cuerpos se encontraban ya demasiado torpes como para hacerlo echados. Pepe agarró con cuidado las caderas de su Antonia.

- Ven, cuidado, no te caigas- le dijo, y la llevó hasta el borde de la cama. Ella hizo ademán de doblar su espalda, pero entre sus manos y un lugar donde asirse todavía quedaba un buen espacio. Pepe lo solucionó subiendo las dos maletas, una sobre otra, encima de la cama. Así tendría Antonia un lugar más elevado donde apoyarse sin que su cansada espalda se quejara demasiado. Luego él ocupó su lugar. Acarició ese trasero que con el transcurso de los años había ido creciendo entre sus manos. Mientras trataba de embocar lamentó Pepe que las fuerzas de su rabo le fueran abandonando precisamente ahora que tenía más carnes que nunca que abrir. Sintió una bocanada de calor trepando por su cuerpo, como si el sexo de Antonia hubiera recuperado ardores lejanos, y una gota de sudor rodó por su cuello hasta perderse en el vello cano que cubría su pecho. Estaba dentro. Cerró los ojos. En su mente sus cuerpos uniéndose tenían bastantes años menos. Sus riñones comenzaron a moverse torpemente. El cuerpo de Antonia no lo retenía como antaño, como si un tren levitara en medio de un túnel. En silencio, nunca les había gustado hablar. Sólo los suspiros, gemidos y sonidos guturales imposibles de callar. Ya ni siquiera sus cuerpos provocan música al chocar, tan sólo unos débiles ecos espaciados y arrítmicos. Cada viaje era una proeza, cada minuto una eternidad. Demasiado mayor para empeñarse en arrancarle un orgasmo a su esposa, Pepe sentía que el final llegaba acelerado. Salió de su esposa y comenzó a masturbarse. Como antes, cuando terminaban así para no tentar al destino en forma de embarazo, pero con los ímpetus atemperados. Ella aguardaba, la cabeza gacha, la espalda doblada, a que su macho acabara; él seguía batiendo con toda la fuerza que le permitían sus caídos brazos. El pulgar por encima, el pene en la palma y el roce metálico del anillo de casados que nunca, jamás, se había quitado bajo el prepucio. Entre su mano y el roce del cuerpo de Antonia terminó Pepe con la imprevista siesta.



Gracias a Dios ella no se había dado cuenta. Tarde o temprano lo hará, y durante un rato le tocará soportar su enfado, antes de que, con el tiempo, puedan reírse también de esto. Al principio él tampoco se había apercibido, embobado como estaba mirando esa especie de agua sucia que había expulsado su pene y que comenzaba a discurrir con el caudal de un arroyuelo y la despaciosidad de un gran río, por las nalgas de su Antonia. Fue cuando ella se metió en el baño para limpiarse cuando Pepe se dio cuenta. Un chorretón de esa mezcla extraña a la que costaba llamar semen pero que había nacido de sus entrañas, había ido a parar más allá de la amplia diana que significaba el trasero de Antonia, con la mala pata de ir a caer sobre la ropa que ella había dispuesto para el paseo vespertino junto al mar. La blusa se había salvado, el pantalón negro no había tenido tanta suerte: un minúsculo lago en la parte trasera. Pepe se apresuró, enérgico, sacó su pañuelo, y con cuidado de no extender la mancha, trató de limpiarla. Le pareció haber hecho un buen trabajo. Ahora, mientras camina junto a Paco unos pasos por detrás de Antonia y Luisa, se da cuenta que su rastro blanquecino sigue allí, y el temor a la reprimenda de su esposa se mezcla con el recuerdo del buen rato pasado y el orgullo de decir alto y claro a todos, él el primero, que esa mancha y ese culo, son suyos.

lunes, 16 de agosto de 2021

Amor a primera vista (y otros sentidos)

- Bueno, parejita, y a todo esto, ¿vosotros cómo os conocisteis?- pregunta su amiga con la fingida espontaneidad de quien desea saber hasta el más mínimo detalle.

Eva y Adán se miran un instante, buscando mentalmente las palabras para contar una historia que resulte mínimamente creíble. Tras algún titubeo, él comienza a hablar:

- Coincidimos en un lugar, con más gente, Eva tenía pareja entonces, y…

Cuando ella coge las riendas, la conversación fluye con más ritmo. Sí, yo estaba allí con mi pareja de entonces, pero en cuanto me fijé en Adán lo quise para mí- dice mientras rodea el hombro de su chico y lo atrae hacia sí.

- Uy, chica, qué situación, con el novio delante- ríe alguien en el otro extremo de la mesa.

- Ni te la imaginas, me iba el corazón a mil, yo que sé, amor a primera vista llámalo si quieres, el caso es que me daba igual mi novio y todo lo demás, quería conocer a Adán y el resto no me importaba. En cuanto pude me escapé del resto de la gente y me acerqué a él. No sabía por dónde empezar, pero estaba totalmente como hechizada…

- Es que se nota que Adán tiene magnetismo…- interrumpe su amiga.

- Enorme- asiente Eva.

-Vaya, vais a hacer que me ponga colorado- dice Adán, y ya que ha empezado a hablar, lo sigue haciendo: yo no había reparado en ella, lo siento cariño.- Eva lo mira con impostada fiereza antes de reír y apoyar su cabeza en el hombro derecho de su chico. -Desde mi posición no podía verla,- se justifica- pero, en cuanto empezamos a tratar todo fue maravilloso. Lo siento chicas- Adán hace una pausa y mira al resto de comensales- pero no es que Eva sea distinta, es que es mucho mejor que el resto, única, especial. Desde que la conoces no quieres buscar más, da igual a cuantas te quieran presentar, sabes que como Eva no hay más. Te engancha, te atrapa, te absorbe…

- ¡No digas eso!- protesta Eva golpeando con su mano el hombro del que acaba de despegar su cabeza.

- Pero si es verdad- se justifica Adán. Te absorbe para bien, en el sentido de que deseas quedarte con ella para siempre, quieres fusionarte con ella, ¿entendéis lo que quiero decir? No sé, es su manera de tratarte desde el principio, su delicadeza, su generosidad, siempre dando lo mejor de sí misma para hacerte sentir único, no sé, te abandonas, te dejas ir, sabes que en sus manos siempre estarás bien…

- Y es recíproco, ya lo he dicho, fue verlo y quererlo para mí para siempre- le interrumpe Eva.

- Pero, ¿dónde fue, en una fiesta?- vuelve a preguntar su amiga ahora ya sin ocultar sus dotes inquisitoriales.

- Sí, en algo parecido a una fiesta- dice Adán mientras Eva afirma con la cabeza y ambos recuerdan aquella noche en aquel Glory Hole.

domingo, 1 de agosto de 2021

Apertura española

"Karpov, Karpov, que hueles a Caldofrán", la réplica de la parodia viene a mi mente en ese preciso momento, haciéndome añadir un ja a la onomatopeya. Luego mi dedo pulsa el enter y la respuesta se pierde en el ciberespacio hasta llegar a su destinatario. Supongo que para él será un orgullo haberme hecho reír a carcajadas, aunque éstas sean escritas, mientras que para mí es sólo un movimiento más en esta partida múltiple que juego desde mi ordenador.


Ahora son seis los chats que tengo abiertos, dentro de un rato podrán llegar a ser diez, once tal vez. Detrás de cada uno de ellos un hombre, de distinta edad, distinto físico, distinta inteligencia. Todos contra mí solita; no importa, sé que puedo con todos ellos, a la vez, que los iré venciendo uno por uno, hasta que firmen su rendición. Me entretiene, diría más, me divierte mantener este tipo de conversaciones desde la tranquilidad de mi habitación. No me cuesta ningún esfuerzo encontrar la frase para responder a cada uno, de hecho me sobra el tiempo para volver a ver la parodia de Karpov en youtube o jugar a las cartas con mi ordenador. A ellos les cuesta más; buscan la réplica, tratan de excitarme, alguno incluso hasta de seducirme, y eso me deja tiempo para mantener todas estas conversaciones a la vez.


Ya hay tres que me piden que conecte la cámara. Yo decido siempre qué hago y con quién; cuando la partida se pone pesada deja de tener gracia, así que con una serie de movimientos rápidos destrozo sus estrategias, los voy arrinconando, haciendo caer sus torres hasta dejarlos por mate; se despiden diciendo que la próxima vez sí, que la próxima vez me enseñarán la gloria de sus penes. No me importa demasiado ahora que ha aparecido un galán entre el bosque de alfredolandas. Ya he hablado con él otras veces, lo conozco lo suficiente como para saber que vencerlo requerirá toda mi atención, así que me entretengo en cerrar todas las conversaciones, antes de centrarme en él.


- Me pongo como ausente pero sigo aquí, no quiero que me molesten- le digo. Él es lo suficientemente inteligente como para no hacerse el pretencioso y responde con un lacónico OK. Siguen unos movimientos de tanteo, para saber como respira el contrario, para ponernos al día y comprobar que no nos hemos olvidado. Me gusta, sabe cómo hablarme, cuándo hacerme reír y cuándo calentarme sin hacerme entrar en ebullición. Desgraciadamente está demasiado lejos como para pensar en hacer reales estas conversaciones y lo que surja. Lo que sigue soy yo cerrando el resto de pantallas. Ni vídeos, ni música, necesito concentrarme para jugar esta partida. Únicamente abro una carpeta para elegir la foto de perfil adecuada: mi mano abrazando mi propia teta, lo suficientemente explicita para saber en qué modo estoy, lo suficientemente casta para que no me bloqueen el perfil. Podría decirme a mí misma que es un movimiento trampa, uno de esos en los que haces creer al oponente que te has equivocado y le has cedido la iniciativa, pero en el que realmente sigues teniendo el control, pero ya he decidido que éste, al otro lado de la pantalla, merece firmar tablas.


- Te apetece cam??- le digo. Para entonces ya he visto su cuerpo en distintas fotos, las ha ido dosificando, aumentando la carga erótica a medida que la conversación adquiría esos derroteros. Algún otro día me pidió una foto de esas, pero le dije que no tenía. Es mentira, claro que las tengo, cuando menos se lo espere le sorprenderé con una imagen exclusiva para él, pero será en otro momento, otro movimiento en una partida que no me importaría que se eternizara.


La primera imagen lo sorprende; he orientado la cámara para que apunte directamente a mis braguitas. Sin embargo está lo suficientemente despierto (no está, lo es) como para no soltar un exabrupto:

- ¿Son corazones?- pregunta así, usando los dos signos de interrogación, por el estampado de mi ropa interior.

- No, son fresitas- le digo. Él dice que mejor, que tiene hambre, yo le digo que si se come primero el postre luego no va a querer comerme más, él dice que quien ha dicho que estuviera hablando de las fresas, yo me muerdo el labio, sonrío y apartando por un segundo la tela le enseño el plato principal. La conversación va ganando poco a poco temperatura, en paralelo al crecimiento del bulto bajo su calzoncillo. Dejo la cámara quieta, de manera que encuadre el final de mis pechos, mi vientre no demasiado perfecto y el ir y venir nervioso de mi mano entre el teclado y mi piel.


- Puedo verte la...?- pregunto con falsa timidez. A estas alturas sé de sobra que no hay hombre que no quiera mostrar su pene y cantar sus glorias; él, pese a que me pese, tampoco es una excepción. Va bajando poco a poco su boxer, hasta que la polla salta de la tela reclamando su espacio. Llevo el suficiente tiempo en internet para saber que las hay mejores, pero no está del todo mal. Le digo que me gustaría tenerla y por un instante él se queda sin palabras. Su manera de reaccionar es masturbarse para hacerla crecer un poco más. Luego se instala el silencio por unos instantes, hasta que él golpea con su rabo la mesa de su ordenador y yo le respondo gimiendo imaginando que son mis labios los que acaba de golpear con su rabo. Estoy cachonda de verdad. Mi mano desaparece bajo la tela de mi braga, los labios se pliegan al paso de mis dedos. Me toco, dibujo círculos con mi mano tratando de estimular el clítoris. Él asiste en silencio, sin reclamar la desaparición de mi ropa interior. Me deja mi tiempo y eso me gusta, no es de los que pide y pide, ni de los que suelta una burrada tipo te iba a reventar a pollazos, o que follada tienes, no. Él se toma su tiempo, luego su mano abandona su polla y escribe. Yo leo, sin pelos y con señales, la descripción detallada, y casi puedo sentir los aleteos que, dice, su lengua va a prodigar en mis labios. Quizás en otras ocasiones tenerlo ahí, arrodillado y entre mis piernas supusiese mi victoria, pero esta partida es distinta.

- Dámela- le digo, y él acerca la polla tanto a la cámara que casi estiro la mano para alcanzarla. Después observo, sus manos desapareciendo de plano para escribir, y mientras yo leo y me caliento con su respuesta, sus manos vuelven a asirse al mástil. Mientras él vuelve a teclear, yo me recreo en la descripción, en cómo dice que me va a tirar de los tobillos hasta acercarme a su cuerpo, va a acercar su polla, la va a pasear por mis labios y en el momento en el que menos me lo espere me la va a colar entera de un sólo golpe; luego, sigue apareciendo en mi pantalla a medida que él escribe, me va la va a sacar despacio, casi entera, sólo dejando el capullo preso en la entrada de mi vagina y va a volver a empujar. Yo, más que excitada, me contorsiono para, sin tener que levantarme, conseguir quitarme las bragas. Las levanto, las muestro ante la cámara, él entre emoticonos haciéndoseles la boca agua dice que le gustaría olerlas, yo río, él dice que habla en serio, y muy en serio yo me quedo pensando que tal vez, si esto sigue repitiéndose en el tiempo, quizás debiera pedirle la dirección y mandárselas para descargar en ellas sus finales.


- ¿Dónde estábamos?- dice él.

- Estabas follándome- le recuerdo.

- Siempre estaría follándote ;-)- escribe él y me siento sonreír como una idiota. Para devolver la conversación al punto de no retorno bajo la cámara, la centro en mi sexo, y ayudándome de un par de dedos separo los labios y le muestro mi coño abierto. Se queda embobado por unos instantes, sé que ha caído por él y le cuesta remontar desde las profundidades; luego vuelve a teclear: fóllate para mí, dice. Acerco mi dedo índice, lo paso por el clítoris y finalmente presiono lo justo para colar la primera falange. Él espera, me muestra como se masturba pero mi vista ya no está fija en la pantalla. Ahora que con la cámara orientada hacia abajo sé que no corro el riesgo de enseñarle la cara, miro la acción de mis dedos. Sólo cuando el sonido me advierte de un mensaje nuevo levanto la vista para leerle pidiéndome más. Yo obedezco, sumo otro dedo y una nueva falange.



Cada vez más rápido, imagino la consistencia de una polla dura en lugar de mis dedos entrando y saliendo. El calor me va ganando, recompongo la postura en mi silla para seguir masturbándome. Con los párpados a medio caer levanto la vista; se sigue pajeando para mí, mostrándome orgulloso su pene enrojecido por la fricción. En mi coño también estoy a punto de conseguir hacer saltar chispas.

- Chúpate los dedos- veo en un momento dado. Tengo que volver a leer. Sabe que no tolero que me den órdenes, pero por esta vez se lo perdono, imagino que está tan excitado como yo y que ha buscado el modo más breve de decir que él lamería mis deditos empapados en flujos hasta emborracharse de mí. Hago caso omiso, mis dedos no abandonan mi coño pero sí incremento el ritmo. No es para él, es por mí, la humedad ha ido aflorando y ya casi chapoteo. Sumo la otra mano, restriego la pipa sin parar de meterme, ya enteros, dos dedos en un frenético ir y venir por mi coño. Me voy descontrolando, ya no necesito leer sus frases. El momento de la excitación ha quedado atrás y ahora me basta a mí solita para continuar ante su mirada. Separo las piernas todo lo que la silla me permite, sigo colando los dedos de la mano diestra mientras que la otra mano alterna viajes entre mi clítoris y mis pechos.


Gimo, me muerdo el labio y ya no sé si es parte del juego o es que simplemente deseo correrme. Desearía algo más contundente que mis dedos, miro a mi alrededor pero no tengo ningún juguete a mano y no puedo parar. Froto mi pipa todo lo rápido que puedo, hasta que el antebrazo se me empieza a cargar. Mis dedos han abandonado el ritmo, ahora penetran y se quedan enterrados por minutos. Quiero correrme, se lo digo sin recordar siquiera si había encendido el micrófono. Da igual, él entiende que ha llegado el momento. Muevo mis manos todo lo intenso que puedo, en un gesto natural, nada forzado. Sé que tengo su mirada fija en la pantalla, que lo he llevado donde he querido y que espera impaciente el momento en que mi cuerpo deje de convulsionarse para incrementar el ritmo de su paja y eyacular para mí. Lo hace, mientras mi cuerpo todavía se agita al ritmo que marca el palpitar de mi coño, él recoge en una toalla vieja el fruto de su corrida.


- No ha estado mal, verdad? Besitos, chau- escribo antes de que la conversación se alargue y yo corra el riesgo de olvidar que esto es sólo un juego.

miércoles, 21 de julio de 2021

En el amor y en la guerra



Desnudos y entre palabras

hablar del pasado

se convierte en un campo minado

en el que los silencios

silban como balas

cuando pasan entre cuerpos

heridos de metralla.


Sé que hay heridas

que no se muestran en la cara

pero desangran en el alma.

Sé que a todo buen soldado

le acompañan los fantasmas

de guerras que terminan

con largos domingos de noviazgo


Pero también sé que, en toda guerra,

llega el momento de izar bandera blanca

cicatrizar el pasado,

detener las batallas

liberar cautivos de ambos bandos

llamar a la paz con un tratado

que diga, si tú quieres, yo siempre estaré a tu lado.

miércoles, 7 de julio de 2021

Lunares

Dudo un instante. Está ya a mi merced, lo veo rendido, entregado, siguiendo con la mirada el balanceo de mis pechos al moverme; pero no, lo necesito aún más sumiso. Se deja hacer cuando agarro su brazo y lo levanto. Un fular espera ya atado al cabecero de la cama, luego basta rodear su muñeca y ceñir el lazo. Ríe y trata de besarme estirando el cuello. Insolente. No necesito de espejos para saberme con el rictus serio cuando repito la operación con la mano izquierda. Puede que no sea una experta, pero soy una mujer de recursos; a falta de material específico para la dominación, una larga bufanda de invierno hará las veces de muñequera. Rodeo con un par de vueltas los hierros de la vieja cama, vestigio de tiempos en los que los muebles se diseñaban para varias vidas, y que, de mudanza en mudanza, había llegado hasta mí; nunca me terminó de gustar, hasta que aprendí a sacarle valor.

Desciendo de la cama y como un artista haría con su obra, lo observo desde la distancia. No se debate, pero sus manos se mueven ligeramente tratando de aflojar los nudos; quizás he apretado demasiado, pero no tengo intención de liberarlo. Apago la lámpara y la estancia queda iluminada solamente por una luz tenue, anaranjada, que se filtra a través de los postigos a medio cerrar. Dejo que siga con la vista mis movimientos, hasta que, deteniéndome, comienzo a quitarme las braguitas. Una sonrisa resplandece en su cara. Más aún cuando alargando el brazo le muestro la ropa interior; cuando la dejo caer a mis pies, su mueca de decepción es inversamente proporcional a mi excitación. Camino, compruebo que sus movimientos no han aflojado demasiado los nudos. Ahora que me tiene desnuda y a su lado es cuando verdaderamente lamenta no poder usar las manos. Vuelvo a subirme al colchón. Mi cuerpo busca acomodo y al final lo encuentra. Arrodillada, enmarcando entre mis piernas flexionadas las suyas, lo miro; me pregunto qué será capaz de advertir en mis ojos.

Cuando he captado toda su atención mi cara desciende hasta posar los labios en su vientre, ligeramente por encima del ombligo. Suave, como en un vuelo de mariposa, beso cada uno de sus lunares, moviéndome de izquierda a derecha, saltando por su piel. Cuando llego a la altura del pecho saco la lengua y sigo recorriendo su anatomía, lamiendo sus pecas como si fueran de chocolate; al llegar a su cuello un lametazo largo trepa por él. Apenas tres centímetros me separan de su boca; dejo que sienta el aliento cálido que escapa de la mía. Un movimiento rápido e imprevisto le permite arrancarme un beso. Me separo, vuelvo a bajar. Mi boca se apodera de sus tetillas; las pellizco entre mis dientes, tiro débilmente de sus pezones, los hago endurecerse jugando en ellos con la lengua. Me divierte torturarlo, mirarlo desde esa perspectiva, sentir el deseo en sus ojos y los espasmos de su pene, crecido y abandonado, contra mi piel.

Vuelvo a posicionar mi cara frente a la suya. Tomo precauciones y esta vez dejo más espacio entre nuestras bocas. Aún así lo intenta, dos veces. Trata de volver a besarme, pero estoy rápida y lo evito. Río y él me imita. Suplica sin palabras, yo chisto y muevo el dedo de lado a lado en señal de negación. Cuando lo intenta de nuevo mi respuesta es más contundente, mi mano derecha empuja con fuerza su cabeza hasta que el choque de su nuca con los barrotes de la cama provoca un sonido metálico y mi susto. Al comprobar que no se queja demasiado soy yo la que lo beso, con fuerza, casi con rabia, estirando entre mis dientes su labio inferior al separarnos. Debe entenderlo: mi cama, mis reglas, mis besos.

Vuelvo a su piel; la yema de mi dedo índice dibuja todas las constelaciones posibles uniendo sus lunares: me pasaría la vida recorriéndolos. Caricias y besos, no necesito más para llevarlo a la máxima excitación. Cuando mis labios ascienden por su cuello y se pierden en juegos en el lóbulo de su oreja, se deja hacer, ha comprendido que soy yo quien manda.

- Ahora tú- susurro a su oído. Mi cuerpo se yergue ligeramente, me acerco a él. Le toma por sorpresa al principio, luego poco a poco va mostrando más iniciativa. Le ofrezco mi vientre, mi dedo señala cada punto donde deseo recibir sus besos, e inmediatamente él posa sus labios. Sin prisas, aunque su cara intente dirigirse a mi pubis, aunque a mí también me gustaría recibirlo en mis senos, sigo marcando cada rincón de mi piel donde se dibuja un lunar para que él corresponda a mi juego.

Me incorporo. Sin poder valerse de sus manos para manejar mi cuerpo, debo ser yo la que administre los tiempos, las distancias, y he creído llegado el momento de ofrecerle un poco más de mí. Lo miro y permanezco inmóvil hasta que hago que me corresponda; observo su cara, el deseo propagándose por cada rincón de su cuerpo. Luego comienzo a moverme, a caminar torpemente sobre un colchón demasiado blando, hasta que me aproximo tanto a él que mi bajo vientre va empujando su cabeza, hasta que ésta vuelve a topar con los hierros de la cama, inmovilizándolo. Ahora que lo sé sin escapatoria restriego mi pubis contra su cara y tras aumentar el deseo, elijo el momento de invitarlo a descubrir mi sexo. Mi cuerpo adopta la mejor postura; siento el roce de su nariz en mis labios, el calor y humedad de su boca que tan bien combinan con mi propio calor y mi propia humedad. Siento su lengua tímida asomar buscando los labios, el clítoris. Quizás en otra postura, quizás usando sus manos; no está cómodo pero trata de disimularlo y eso me gusta casi tanto con los aleteos de su lengua en mi sexo. Soy yo la que me muevo, centímetros apenas, un ligero ondular casi imperceptible para cualquiera, pero no para mí, que padezco la carnosa suavidad de su lengua moviéndose por cada rincón de mi coñito. Mis dedos le facilitan la tarea; separo los labios y le ofrezco toda la profundidad de la vagina. Él fuerza la garganta y de inmediato un baño de saliva es proyectado por su lengua, mezclando sus fluidos con los míos, sumándole grados a mi estado de ebullición. Cada viaje de su boca, el roce de mi clítoris con sus labios, me calienta más y más. Mi mano diestra inicia un recorrido por mi cuerpo, vagabundea en mi vientre, sintiendo ese calor que me consume, asciende a mis pechos, acariciándolos, estrujándolos. Como tantas otras veces en el silencio y oscuridad de mi cuarto, quisiera sumar mis dedos al hacer de su boca, pero en el camino encuentro su cabeza y tan sólo los deslizo hasta su coronilla para empujar su cara contra mi piel.

Apenas si respira; yo soy su oxígeno, yo soy su alimento. Sin pausa, sólo su lengua en un ir y venir sin descanso se dedica a no dejar de avivar el fuego. Siento próximo el orgasmo pero no lo prevengo, dejo que siga entregado a su tarea. Así es como lo quiero, entregado y dócil, mezclando pasión y dulzura. No puedo contener mucho más las ganas y empujando su cara contra mi piel me dejo ir entre las convulsiones de mi cuerpo.

Al apartarme me mira. Yo todavía respiro pesadamente, sintiendo los últimos estertores del orgasmo que ha recorrido de punta a punta mi cuerpo. Leo en sus ojos una súplica, desátame, pero resisto su mirada lastimera y mis ganas. La próxima vez quizás; me muero por sentir sus manos agarrándome con fuerza, guiando mis movimientos, el juego de sus dedos en las partes más sensibles de mi cuerpo. Pero no ahora, no esta vez. Muevo la cabeza de lado a lado, haciéndole ver que no, no voy a atender su petición, todavía no terminó el castigo. A cambio lo recompenso con un beso en el que me impregno de mi propio sabor. Me sorprendo lamiendo la comisura de sus labios, queriendo degustar en su cara hasta el último rastro de mi corrida. A medida que mi cuerpo se va encogiendo vuelvo a besar los lunares que, cual frutos, cuelgan en su cuello, sus hombros, su pecho. Lo quiero montar. Estiro la mano para tentar su sexo; duro y crecido. Lo guio sin dejar de mirarlo a la cara, quiero captar todas sus reacciones. Cuando siente el roce de mis dedos una sonrisa asoma en sus labios; cuando restriego su pene para dejarle sentir el calor de mi concha, una mueca se le dibuja en el rostro, y cuando por fin hago desaparecer su polla en mi interior, su expresión es de profunda satisfacción. Yo sonrío. Adapto mi cuerpo y sonrío antes de empezar un ligero balanceo con el que mecer su miembro.

Trato de contenerme, el cuerpo y la situación me piden sus manos acompañando los subibajas. Él tampoco está cómodo; cansado y en una postura forzada, con los brazos en cruz atados a ambos lados de la cama, a la altura de sus hombros. Para evitar mostrar síntomas de debilidad, acelero un poco el traqueteo y mi sexo de inmediato se alivia en un baño de flujos. Trato de elevarme, de ofrecerle mis pechos, pero si para acercarlos a su boca tengo que dejar escapar su polla de mis entrañas, no merece la pena. Así que vuelvo a dejarme caer, a botar rítmicamente, a clavarme su dureza todo lo que nuestros cuerpos dan de sí. Mi sexo es ya un manantial en el que la humedad constante se precipita como en una cascada. Doblo el cuerpo, bien hacia delante, bien hacia atrás, estirándome hasta que su polla dura amenaza con quebrarse como una rama incapaz de soportar el peso de mi florida primavera.

Apoyo las manos en su pecho. La luz de la noche ha ido cambiando, ahora apenas si en su piel se distinguen unas cuantas pecas que, por el movimiento de mi cuerpo, parecen titilar en el firmamento. Contraigo los músculos, mi vagina se aprieta buscando que el placer vuelva a licuarse. Ya no cuento los orgasmos, prefiero sentirlos extendiéndose por toda mi piel, desde los dedos de los pies agarrotados hasta los pezones erizados. Cabalgo con más ganas, paso del trote al galope tendido; los párpados van cayendo, ciego la vista buscando que el resto de sentidos se agudicen. Parece que funciona, escucho el salpicar de fluidos en el chocar de nuestros cuerpos al tiempo que un aroma dulzón compuesto de múltiples matices penetra por mis fosas nasales. Las uñas se me tornan en garras para dejar mi rastro en su costado. Aprieto el paso, llevo mi cuerpo a la extenuación, me muevo sobre su rabo con todas mis ganas. Sé que una nueva descarga es inminente, adivino mi rostro, los ojos caídos y mordisqueándome el labio. Gimo sin demasiada estridencia, llevo la mano rápidamente a acelerar el efecto frotando el clítoris. Me voy, una vez más me voy. Todo se acelera hasta explotar y dejarme ir lento; mi cabeza ha ido venciéndose hasta terminar con la frente apoyada en la suya. Poco a poco vuelvo en mí. Escucho su respirar pesado, casi jadeante; ese es el primer signo. Luego, cuando abro los ojos y encuentro esa expresión extraña, entre satisfacción y petición de disculpa en su mirada, voy comprendiendo. Se ha corrido; incapaz de soportar las contracciones de mi orgasmo, su sexo ha reventado. Ahora lo siento, noto su semen espeso resbalando en mi interior. No sé cómo sentirme, si orgullosa de haberlo llevado al orgasmo o contrariada por tener que contentarme de momento con lo vivido. Reprimo las ganas de agradecerle el rato con un beso y a cambio me esfuerzo por que la mezcla de nuestras respectivas corridas no manche demasiado las sábanas.

- Por favor, princesa- escucho mientras salgo de la habitación para lavarme. No lo he desatado, ya veré si lo hago o continúo castigándolo. Haber terminado sin que yo le diera permiso es un buen motivo como otro cualquiera. Aunque quizás le dé una oportunidad, quizás me premie a mí misma con el hacer de sus manos si es capaz de decirme cuántos lunares adornan mi torso.