martes, 28 de abril de 2020

Un error de los grandes

A mí la que me gustó desde el principio fue Martina. Cómo, en lugar de mi pareja llegó a ser mi cuñada es otra historia y lo que acaba de suceder entre nosotros otra, mucho más interesante sin duda, pero comencemos por el principio.

Decir que en cuanto la vi caí irremediablemente preso en el pozo sin fondo de sus ojos negros resulta tan tópico como cierto. Porque no eran solo unos ojos, eran sus labios carnosos, su nariz respingona, hasta la tez morena o su manera de arreglarse el flequillo con la mano cuando bajaba de la moto y se quitaba el casco. El resto del cuerpo acompañaba, y la personalidad, claro, tan arrolladora como ella cuando entraba en la oficina y se acercaba a dar los buenos días. La razón de que no pasara nada entre nosotros entonces habría que achacármela a mí. Pese a que creí leer sus señales, las miradas, algún gesto, alguna frase dicha como sin querer, su risa ante mis chistes sin demasiada gracia… Pero nunca terminaba de estar seguro de cuales eran sus intenciones. Seguramente era yo el que me autolimitaba, el que no se terminaba de convencer de que una chica como Martina pudiera estar con un chico como yo, el que inventaba excusas tan ridículas como que su nombre no me terminaba de gustar, el que decía que le iría mucho mejor llamarse Carmen o Rocío, o quizás algo más exótico, algo que fuera mas acorde a su belleza racial, el que quizás por miedo a que saliera de mi vida definitivamente prefería conservarla como amiga a intentar con ella lo que pedían mi corazón y mi cuerpo. Por eso puse un límite de amistad, por eso aquella historia quedó en el apartado de lo que nunca fue. Y es ahí donde entra en juego Lucía, su hermana. 

Sin saberlo hubiera jurado que Martina era la mayor, pues parecía más mujer, más hecha, pero no, era Lucía la que sacaba un año a su hermana. Tenían un aire, puede ser, pero eran tan distintas… Los ojos de Lucía no eran cautivantes, aunque con el tiempo acabé sacándoles alguna metáfora que ella agradeció. Su belleza, porque era y sigue siendo bella, era más pausada, menos indómita, no sé, la encontraba mucho más accesible a mis posibilidades. Cuando pasaba a buscar a Martina a la salida del trabajo para ir de rebajas o a pasear y las veía alejarse juntas, yo era algo más que un mar de dudas, era una marejada, casi como la que formaban sus traseros caminando al compás. Si al final acabé decidiéndome por Lucía fue porque la encontraba más centrada, más similar a mí, quizás fuera simplemente que su pelo iba siempre perfectamente peinado, no se alborotaba como el de su hermana, como si aquello fuera a ser una prolongación válida para todos los aspectos de la vida. 

Ahora sé que el oráculo capilar no sirve, o no completamente. Durante un tiempo funcionó, porque Martina se marchó del trabajo, yo continué, por supuesto, pero no desapareció de mi vida. En mi cerebro seguía, pero de una manera más limitada, más racional, constreñida por mi historia con Lucía y las suyas propias. Así pasaron los años, hasta aquella sonrisa. Fue el día de nuestra boda, fue una apertura mínima de sus labios, apenas un destello de sus dientes, fue su manera de mandarnos los mejores deseos, fue mi principio del fin. Porque volvió a colarse en mi mente, entre las felicidades y las crisis, entre los embarazos y las reuniones familiares, entre las fantasías y las obligaciones. Comenzaba a estar de nuevo hecho un lío, como cuando las veía juntas haciendo algo por casa y siempre era Martina la primera que levantaba la vista y reparaba en mí, como ahora que estoy aquí, apoyado en el cabecero de la cama y ella duerme, la espalda desnuda y la sábana tapando sabiamente el resto de su cuerpo. 

Me gustaría poder decir que es la continuación lógica de lo que no fue en el pasado, o la explosión incontrolada de algo que los dos deseábamos haber hecho hace mucho tiempo, pero es sólo un error. Un error sí, pero qué se le va a hacer, la vida es así y no lo hemos inventado ninguno de los dos. Ha sido un error hacerlo aquí en nuestra cama, es un error quedarnos adormilados, esperando la llegada de Lucía como si no pasara nada, es un error buscar con la mirada sus párpados apaciblemente cerrados y recordar el fuego que los quemaba hace apenas un rato, un error repleto de gemidos y jadeos, un error que hace que manche la sábana con el semen que aun moja mi pene. El detonante, no importa, fue su visita, la ausencia de su hermana, mis dudas pretéritas y la certeza presente de que aún me gusta. Ella estaba soltera, yo casado con su hermana, ¿qué importa cuando lees un beso en sus labios y ella no te rechaza? 

Podría decir que después de devorarnos la boca e intercambiar saliva todavía estaba a tiempo de parar, pero mentiría. Porque después del primer mordisco, en la pausa que inevitablemente llega, se sopesan mil cosas, pero tu mente es un incendio avivado por Martina y no tienes la frialdad de ver que estas tirando todo por la borda. Y vuelves a sus labios, sumas las manos para agarrar su cara, para prodigarle caricias cubistas, para seguir moviéndote por su cuerpo y cuando ella saca los bajos de tu camisa ya no hay marcha atrás. Mis músculos, acomodados a la vida estable, se tensan cuando el torso queda desnudo, y a tientas, por más que quieras no ves más que la negrura de los ojos de Martina, buscas la manera de caer en el sofá abrazado a su cuerpo. El deseo choca con las prisas mientras Martina se desviste de cintura para arriba, ni siquiera te detienes a contemplar lo que tantas veces has imaginado y solo dejas actuar a tus manos y a tus labios. Mentalmente te repites una y mil veces que aquello es un error, pero vas cuesta abajo y sin frenos, y aunque verbalices tus dudas no sirve de nada. 
- Un error de los grandes- la oigo decir, y yo, estúpido de mi pienso en una canción y no en que la mujer de mis sueños está dedicándole un piropo a mi miembro viril. 

Y volvemos a abrazarnos, a recorrer nuestros cuerpos con hambre atrasada, a buscar la forma de desvestirnos lo más rápido posible. Llega un momento en el que, por más que sepas que estás cagándola, aunque fueras capaz de rechazar el cuerpo desnudo de Martina, ya no puedes dar marcha atrás; ya lo has hecho, no podrás seguir viviendo igual, así que sigues adelante y dejas que tu cuñada, en un estado en el que nunca has sido capaz siquiera de imaginarla juegue con su lengua en tu oreja. Cuando arquea su cuerpo y te ofrece su torso no te queda más remedio que sumergirte en él, meter tu cara entre esos pechos que todavía se mantienen tersos y duros aunque hayan pasado los años. Precisamente porque han pasado los años y ya no sois dos jovenzuelos alocados, sabéis lo qué hacéis, o al menos parte. En concreto esa parte de usar los dientes y la lengua para estirar sus pezones hasta que adquieren toda la dureza y Martina empieza a gemir y al sacudir la cabeza el vuelo de su pelo te hipnotiza tanto que cuando se levanta la sigues hasta el dormitorio como si no fuera en esa cama donde engendraste a tus hijos. Con su hermana. 

Martina ya está tumbada sobre la cama perfectamente hecha cuando llegas, y al acomodarte a su lado va girando su cuerpo, y el tuyo que se adapta a sus movimientos, hasta formar un 69. Con Lucía nunca has llegado a cifras tan altas, pero intuyes lo que tienes que hacer: separas sus labios y metes los tuyos. Luego sacas los ojos de las órbitas para ver su parte del trabajo, como si no sintieras ya la saliva de su garganta bañando tu polla. Después es todo mucho más intuitivo, te limitas a soportar su peso, a separar sus muslos para tener acceso perpetuo a su coño y a dejar que siga deshaciéndose en ti mientras tú creces en ella. Dejas de preguntarte si esa sería la vida sexual que hubieras llevado con Martina de haberte decidido por ella justo en el momento en el que suelta tu pene y comienza a emitir una especie de maullidos que acaban licuándose en tu boca. 

Si Lucía no regresa a tiempo de encontrarnos en la cama nunca se enterará de lo que acaba de pasar. Espero. Para que eso no suceda podría despertar a mi cuñada, pero tiene un dormir tan sereno que yo prefiero repasar mentalmente los tiempos de esta historia. Mi mujer no la aceptaría, pero podría usar como excusa en mi descargo que me costó encontrar los preservativos que nosotros ya no usamos. Eso significa que nunca los había pretendido usar, con nadie. Hasta hoy, claro. Martina me mete prisas con la mirada mientras rebusco en los cajones de la cómoda, apartando ropas y papeles hasta dar con ellos. Me coloco uno y me tiendo sobre el cuerpo cálido de mi cuñada. Me entretengo unos instantes buscando en el roce de su piel sensaciones que vayan más allá del sexo, luego la postura que adopta me ofrece pocas posibilidades; mi mano guía el pene que se pierde en su sexo. Gemimos al unísono. Me yergo y me dejo caer lentamente, sintiendo abrirse las paredes de su coño. Mis movimientos adquieren un ritmo constante, la follo como el hombre casado y formal que soy, pero lo que sirve con su hermana no funciona con Martina. Bajo la mirada, en parte para huir del reproche de sus ojos, en parte para comprobar que mi polla sigue entrando y saliendo de su coño. 

Al poco Martina me insta a cambiar de postura, quiere llevar las riendas. Ahora es ella la que me monta. Sube la sábana hasta taparnos por completo; su risa resuena en esa especie de tienda de campaña improvisada. Cabalga sobre mí, acelera o pausa sus movimientos, me tortura a su antojo. Tan pronto exige unas embestidas rápidas como se detiene a describir círculos con su cintura tomando como eje mi polla. Suelta la sábana, que como un telón, corre por su espalda hasta apoyarse en mis muslos, justo detrás del lugar donde se asienta el trasero de Martina. Su cuerpo se arquea, toma mis manos y las aprieta con fuerza. Exige un poco más y yo trato de dárselo. Parece que surte efecto, sus dedos vuelven a posarse en mi pecho al tiempo que inicia un traqueteo frenético que termina en una descarga de flujos y un gemido agudo que en boca de Martina suena menos ridículo. 

- ¿De qué te ríes?- pregunta cuando su cuerpo vuelve en sí. Toda mi respuesta es un golpe de riñón que lleva a mi polla a volver a clavarse profundo en su coño. A esas alturas ya no puedo sentir remordimientos, sólo el orgullo de haber llevado a Martina al orgasmo, aunque fuera una vez en la vida, aunque todo haya sido un error. Vuelvo a repetir el golpe certero y ella da un respingo. Sonrío todavía cuando ella baja la cabeza y sus labios carnosos me regalan varios chupetones en el cuello que todavía no se me antojan inexplicables. Rodamos por la cama, cambiamos de postura. Miro el reloj en la mesilla, enemigo en los madrugones, cómplice aquella tarde: todavía tenemos un rato antes de que vuelva Lucía. 

Con las piernas levantadas Martina me espera tras una breve pausa. Caigo sobre ella, que me rodea con ambas extremidades. La follo intenso, todo lo que puedo, hasta terminar con la cara enrojecida y la vena del cuello hinchada. Al menos es efectivo. Martina a viva voz anticipa un nuevo orgasmo. Aguanto sus sacudidas reposando en ella y en cuanto las contracciones de su coño me lo permiten vuelvo a moverme con furia, de una manera que no me reconozco. Inicio una nueva tanda sabedor que será la última, necesito correrme. Martina grita nuevamente, concentrado en controlar mis impulsos no sé si es un nuevo clímax o son los estertores del reciente, pero cuando ella vuelve a contraer las paredes de su sexo, yo no tengo más remedio que dejarme ir gruñendo como nunca antes había hecho. 

Caigo rendido a su lado, resoplando y sin rastro de preocupaciones en mi cerebro. Martina ronronea durante unos minutos con la cara apoyada en mi hombro, hasta que el cansancio la vence y dando media vuelta entra en un duermevela. Yo aguardo unos minutos más, hasta que el semen retenido en el condón se vuelve molesto y me tengo que levantar buscando el mejor método para esconder la infidelidad. Vuelvo a la cama indeciso de si sería conveniente despertar a Martina o dadas las circunstancias es peligroso volver a sentir su mirada ardiente. Como no me decido, descorro la sábana, me siento desnudo a su lado, sintiendo el roce cálido de su cuerpo y espero a que mi mente se tranquilice y piense algo antes de que regrese Lucía y esto se convierta en un error aún más grande.

viernes, 17 de abril de 2020

Palabras entre las piernas (Pornesía)

En silencio, sin decir una palabra, su cuerpo me grita, su piel me llama, reclama mis atenciones. Y entonces, cautivo, preso de mil encantamientos, mi cuerpo se pone en marcha. Sus manos reciben a las mías, mi nariz trepa por su cuello, reconociendo restos de un perfume perdido en la mañana. Su piel se eriza y con los ojos cerrados mis dedos leen entre sus líneas. Interpretan un beso y luego mil más, en los morros y en la comisura de los sueños. Una pausa, frente contra frente, intercambiando miradas enciclopédicas. Y siempre las señales, las alarmas, sirenas que habitan en su cuerpo. Caemos, no importa si en el sofá en la cama o en el suelo. Insultos, promesas, camelos y algún te quiero, siempre los gritos en silencio y el sonido de más besos.

Las manos que se entrelazan, nuestros cuerpos que se reconocen. Leo cien poemas en su piel, algún chiste, un drama griego; una declaración de guerra, un incendio, cuando mis labios descienden por su vientre son más intensos los ecos. Oigo los murmullos, escucho los cuchicheos, nacen en su sexo y enloquecen mi cerebro. Los acallo, mi dedo en sus labios, chisto, reclamo silencio. Apenas audibles, risas entre juegos. Boca contra labios, un diálogo sincero. Insolente, se rebela, sus gritos en silencio, palabras, gemidos, jadeos. Piel con piel en un diálogo de ciegos. Su cuerpo declama, cuartetas, algún soneto, a mi manera yo los interpreto. Nuestros sexos chocando en alegre tartamudeo. El tono se eleva, suenan más alto los versos. Comentarios inconexos, aullidos, alaridos de cuerdos. Un grito, y después ya nada, el silencio.

Palabras entre las piernas

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