sábado, 31 de octubre de 2020

Eva siempre gana

-La hubiera seguido de vuelta al infierno, pero sólo me pidió que nos coláramos en aquel cementerio-. El paciente había comenzado a hablar de forma espontánea, ya cuando el equipo médico abandonaba la habitación. El doctor Martín se detiene, sus residentes le imitan, y con un gesto de la mano les pide que se queden ahí, en silencio, evitando cualquier movimiento que pudiese distraer al enfermo ahora que ha conseguido hilvanar una frase tras días soltando palabras inconexas.

-Era un demonio, era mi demonio, - continúa diciendo el joven tendido en la cama con una media sonrisa asomando a su boca -aunque cuando la conocí pareciera un ángel. Bastó que girara la cabeza y me mirara de aquella forma para comprender que era la encarnación del mal. Sus ojos eran puro fuego, su cuerpo era pecado, y su mente…- la frase queda suspendida durante varios segundos en las que el psiquiatra y sus tres jóvenes aprendices no saben si ese es el final del inesperado monólogo o van a tener derecho a conocer toda la historia. Al equipo médico, tan acostumbrado a desentrañar los misterios de la mente humana, quizás le hubiera gustado conocer como veía aquella mente enferma al resto de las mentes, pero cuando el interno retomó la palabra sus frases tomaron otros derroteros: Eva, Eva, Eva…, yo ya he cumplido mi parte, ¿cuándo vas a venir a buscarme? -. El joven se mira el brazo, lleva unos números tatuados en un color encarnado, podría ser la combinación de un número telefónico, desde la posición de los doctores apenas se pueden distinguir, pero han aprovechado las horas de sedación para apuntarlo: 666 792 … .Marta ha hecho un mínimo movimiento, apenas si se ha recolocado un mechón de pelo por detrás de la oreja, pero ha sido suficiente para captar la atención del paciente que, girando la cabeza, la única parte del cuerpo que puede mover pues sus muñecas y tobillos permanecen atados, interrumpe su discurso y la mira de una forma que asusta; asustan sus ojos negros, su manera de abrirlos, de subir las cejas hasta hacerlos parecer enormes. Marta siente como si esos ojos tan oscuros pudieran traspasarla, como si con una sola mirada pudiera conocer todos sus secretos, sus miedos más profundos. Ella retrocede un paso, hasta situarse tras el hombro de su compañero Alberto, mientras el paciente esboza una sonrisa en la que resalta el brillo de un colmillo partido: tienes un aire a Eva- dice antes de volver a mirar al techo. 

Cuando vuelve a tomar la palabra a los doctores les cuesta unos instantes ubicar la acción. - El muro era alto, más de dos metros, aunque lo hubiéramos podido saltar con ayuda, no hizo falta, las cadenas que cerraban la puerta no estaban lo suficientemente apretadas y bastaron un par de golpes con el hombro para que cedieran, el espacio justo para colarnos dentro. Esta noche será especial, verás, me dijo Eva, como si todas las noches con ella no fueran ya especiales. Me tomó de la mano y yo la seguí, echó a correr y yo corrí, rio y yo reí. De pronto se paró en seco, haciendo volar la gravilla con sus pies, me acerqué y me besó. Me inoculó el veneno de su saliva, me envenenó con su saliva, me envenenó con su saliva… - repite varias veces bajando en cada una el tono de su voz. -La luna también quería marcharse, pero la noche tenía la luz justa para poder ver todo el mal que escondía Eva. Cuando mi lengua recorría su cuello ella levantaba la cabeza y parecía aullar al cielo. Me empujó, yo trastabillé hasta ir a caer contra una losa, Eva vino a mí y se sentó en mi regazo. Sus manos guiaban las mías por su cuerpo, hacían que me quemase en su piel, que abrazase sus pechos. Decía que las sombras también la abrazaban y que mis manos tenían que esforzarse más si quería ser el elegido. Era el mal, era el mal…- repite como una letanía de vez en cuando antes de continuar con su inesperado discurso: levantó mi camiseta y me mordió- su mirada busca su pecho, tratando de ubicar el recuerdo bajo la bata de hospital- yo grité y la maldije, pero ella repitió la operación riendo cada vez más fuerte. Reptó hasta colarse entre mis piernas, desabrochó mi pantalón y tiró de él. Mi sexo fue siempre un juguete entre sus manos, lamió, mamó, hasta conseguirlo todo de mí. Cuando le dio todo su esplendor, lo hundió en sus fauces. Yo me incorporé, ella se arrodilló, mis manos en su nuca retenían con fuerza su cara contra mi vientre, por unos instantes me creí más poderoso que el mal. Pero Eva siempre gana- dice bajando el tono de voz hasta resultar casi pesaroso- Eva siempre gana, y revolviéndose me mordió el pene, tres, cuatro veces, hasta arrancármelo a trozos. El dolor era insoportable, pero yo reía como un loco, sangraba y reía porque Eva me hacía suyo, me incorporaba a su ser. Ahora te toca a ti, me dijo. Obedecí, pues ya mi cuerpo y mi mente eran suyos. Comencé lamiendo los restos de mi sangre que caían por la comisura de sus labios. Descendí por su cuerpo, Eva me iba marcando el camino desvistiéndose al ritmo que yo debía seguir. Quise entretenerme en sus pechos, pero una fuerza extraña me obligó a seguir bajando. Al llegar a su sexo, tenía un olor intenso, especial, estaba menstruando. Levanté la cabeza buscando la mirada de Eva, me estaba sonriendo. Mi boca comenzó a saciar su sed, era mi alimento. Cuanto más jugaba mi lengua en su coño más se retorcía Eva. Gemía, gritaba y sus gritos provocaban el aullido de todos los perros del pueblo. Yo seguía arrodillado a sus pies, deslizando mi lengua por su sexo, dibujando sus formas con los dedos, Eva orinaba sangre, se corría sangre… Yo continué, bebiendo de ella, jugando con mi boca en su sexo, hasta llevarla al orgasmo, hasta que sus párpados cayeron y en el blanco de sus ojos sólo se veían llamas. Eva siempre gana, el mal siempre gana…-. Sus palabras no están dirigidas a nadie, como si la presencia inmóvil del doctor y los tres estudiantes fuesen igual de fantasmagóricas que las sombras del cementerio. 

- Quise asir mi polla, pero sólo encontré una masa sanguinolenta e informe. Miré a Eva desesperado, y ella rio como un demonio, estruendosamente, antes de comenzar a vomitar los trozos de mi pene. Los recogía del suelo, la sangre y su saliva venenosa mojaban mis dedos y rápidamente los metía en el sexo de Eva. Pero ella necesitaba más, toda mi carne vomitada no le provocaba ningún efecto, pese a que yo hundía mis dedos en su vagina para enterrarlos más adentro, para procurarle placer. Era inútil, Eva exigía más y yo no sabía cómo hacerlo. Prueba con eso, dijo señalando con la cabeza algún punto detrás de mí en la noche. Me volví presuroso, buscando la manera de satisfacer sus necesidades. Encontré un hueso largo y amarillento, lo agarré y deprisa volví la cabeza, pero Eva ya no estaba, me pareció que un murciélago surcaba el cielo…-. No puede resistirlo más, con una mano protegiendo su boca de la arcada, Marta corre hacia la puerta. 

- ¿Estás bien? - le pregunta su compañera. Marta asiente con la cabeza; sabe que no es más que un delirio más de un enfermo cualquiera, pero en la carpeta que sujeta bajo su brazo está detallado el informe, conoce los datos, las heridas que presenta el cuerpo… Y ahora, ha bastado escuchar el relato para que su mente cruzase datos y le ganase la náusea. Mientras, a su lado, su compañero Alberto pregunta al doctor: ¿Se sabe algo de la chica? El doctor tarda unos instantes en contestar, su mirada sigue vuelta hacia la habitación, tratando de comprobar a través del pequeño óculo la reacción del paciente ante los últimos acontecimientos. Luego se vuelve y dice: seguramente nunca haya existido la tal Eva, el atestado policial sólo habla de él, y la vecina que denunció haberlo encontrado desnudo y rodeado de huesos exhumados de la fosa común en el cementerio cuando fue a adecentar las tumbas en las vísperas de Todos los Santos, tampoco hacía mención a ninguna mujer. Han comprobado los números por si fuera un número de teléfono y no corresponde con ningún usuario actual… Siguen investigándolo.

domingo, 25 de octubre de 2020

Mayday


Me envuelve una brisa suave, cálida,

se diría el aire que escapa de una risa franca.

Sin ser consciente del todo,

empiezo a desplegar mis alas.

El viento, alegre, va despeinando mis reparos.

Me mece, me divierte, me relaja, me estremece.

Antes de darme cuenta ya me tiene volando.

Riendo, hablando sólo cual cuerdo,

me elevo y me elevo, como un moderno Ícaro.

Una cometa, voy atravesando el cielo,

más allá de las nubes, jugando entre los pájaros.

Olvido los miedos, cierro los ojos y sigo volando

Floto tranquilo, siempre un poco más alto,

El aire me invita a giros imposibles

Propios de un gimnasta moldavo. ¡Pero basta! ¿Qué ocurre, que estoy cayendo en picado? El viento desaparece, las corrientes, de repente, ya no existen, el sol derrite mis alas. Y yo… yo, de golpe, me doy cuenta de todo lo que me elevaste del suelo. 

viernes, 16 de octubre de 2020

Alivio de luto

Isabel rompe la distancia y la rutina diaria de sus despedidas y se acerca para besarlo en un gesto que a él le coge por sorpresa. No son sino dos castos besos en la mejilla, tan solo dos besos cordiales entre compañeros de trabajo, dos besos que a Isabel le sirven para comprobar que eso que llevaba un tiempo sintiendo, no sabe cuánto, es verdad. Dos besos para saberse de nuevo lista, todavía ignora si para el amor, al menos para el sexo. Dos besos que, aquella noche, cuando aburrida de pasar canales y canales en el televisor sin encontrar nada de su agrado, se acueste resignada en su cama, demasiado grande, demasiado fría, guiarán sus manos. Dos besos y diez dedos que se aliarán con su mente para recomponer el recuerdo de Pedro, para recuperar el calor que le nace en el vientre en su presencia, para ponerle cuerpo y cara y ojos color avellana y unos hombros fuertes a ese sentimiento extraño que no sabe interpretar. 

Porque cariño a Pedro le ha tenido desde hace tiempo, incluso antes de faltar Santi. Lo conoce desde hace años, desde que empezó a trabajar en la empresa. Pedro era entonces casi un chiquillo y ella una mujer con una vida estable y unos sentimientos muy firmes por su marido Santiago. Quizás por eso ahora le cuesta más interpretar lo que siente, porque el afecto y el aprecio han estado siempre presentes, pero no son lo que guía hoy su mano por debajo del pijama y la hace posarse, dubitativa, sobre su propio sexo. Isabel corre la manta y la sábana, porque con este calor no puede pensar y necesita tener la mente fría para recordar cuando nace esa atracción. No antes, ni durante la enfermedad de Santi, tampoco cuando él ya no estuvo pero sí Pedro, como todos los demás, apoyándola, diciéndole que tenía que ser fuerte y seguir adelante porque todavía era joven y la vida larga. Tampoco lo ubica al volver al trabajo y reencontrarlo tras unos meses de baja. Quizás sea una cosa momentánea, tal vez ni siquiera Pedro tenga que ver con ello y sea todo cosa suya… 

Incluso por un instante se avergüenza de haber mezclado a Santi y a Pedro en su mente, pero es tan sólo eso, unas milésimas de ¿quién sabe? lucidez. Luego vuelve a instalarse el calor, que nada tiene que ver con el ambiente, un calor que nace de ella misma y que le hace apretar los muslos y encerrar su mano sobre su coño. Hace tanto que esta clase de juegos no pueblan su vida que no sabe cómo tiene que hacerlo. Intuye que tiene que ser algo rápido, movido por la excitación del momento, pero no quiere que sea así. Quiere sentirse, sentir esa mezcla del calor que sube y la humedad que baja por su cuerpo, quiere sentir la incomodidad de la braguita pegándosele a la piel. Quiere tomarse el tiempo necesario para que los gemidos se formen en su garganta y mezclado con ellos escape el susurro de un nombre, qué importa si es el de Pedro. Quiere cerrar los ojos e imaginar que es la mano de su compañero de trabajo la que acaricia sus senos, baja por su vientre hasta dibujar la forma de sus caderas; quiere abrirlos y sorprenderse viendo que es su propia mano la que se cuela bajo la tela de su ropa interior. Quiere sentir la tormenta en su mente, mezcla de recuerdos, necesidades y sentimientos. Quiere ser fuerte o dejarse llevar únicamente por lo que siente en aquel momento. 

Entonces un dedo, quizás el más decidido, se asomará tímidamente en su sexo, deteniéndose el reloj del tiempo perdido, e Isabel dará un respingo. Lo sacará, e inmediatamente lo regresará a su vagina porque era eso lo que necesitaba sentir. Empujará débilmente y al poco al primer dedo le acompañará un segundo de su mano diestra, mientras la otra mano agarrará su muñeca no sabiendo si detener la invasión o empujar con más ganas. Pero ya no habrá marcha atrás, porque lo que siente en ese momento en su cama se parece bastante a lo que experimenta cuando tiene delante a Pedro y lo mira como nunca antes lo había mirado. Es similar pero es mucho más intenso, porque esa noche no es confusión mental, también sensaciones en su cuerpo. Y tal vez cuando el calor que la abrasa termine y el sueño la pueda, se permita pensar en la cara de Pedro sobrevolando la suya, y en sus manos agarradas a unos hombros o unas caderas fuertes y masculinas, pero ahora no. 

Ahora sabe que no es otro el cuerpo que se aloja en el suyo. Sabe que son sus dedos, que se mueven decididos, impetuosos. Que sus pensamientos no son coherentes, que ya nos los controla, que manda su instinto y abandonada a él, Isabel se mueve como una autómata. Se agita torpemente, tirando de la parte inferior de su pijama, también de la braga, porque todo le estorba y le dificulta los movimientos. Sólo su mano sabe cómo moverse, provocándole caídas de párpados y gritos en la noche. Por momentos siente que lo hace mal, porque no experimenta lo mismo que cuando Santi la penetraba, pero en otras ocasiones sus dedos alcanzan alguna terminación nerviosa en particular que la hace retorcerse sobre el colchón y eso no lo puede expresar con palabras, sólo con gemidos. 

Quizás más adelante, tal vez otras noches se anime a más, pero ahora le basta con un par de dedos. Entrando, saliendo, girando, moviéndose a su antojo, guiados únicamente por la naturaleza, porque de joven Isabel no… porque eran otros tiempos y lo que hace esta noche en la soledad de su habitación era pecado mortal y enseguida conoció a Santiago, con el que hacían otras cosas... En fin, que nadie le enseñó, ni le aconsejó, ni necesitó leerlo en ningún libro, pero cree que lo hace bien. O al menos de manera efectiva. Porque el entrar y salir de sus dedos, y el continuo frotar de su otra mano, hace ya tiempo que ha convertido su coño en un manantial, y a estas alturas ya no se acuerda de Santi, ni fantasea con Pedro, aunque los dos estén presentes en algún rincón de su mente. Sus piernas se estiran o se repliegan como movidas por un resorte que sus dedos activaran allá adentro, y puede que a Isabel en otro momento eso le pareciera gracioso, pero esa noche sólo siente calor subiendo por su cuerpo, hasta sofocarle la cara. Por un instante lleva una de sus manos hasta aplastar su pecho, a apretarlo, a pellizcar el pezón entre sus dedos cuando la retira. Pero es tan solo un instante, porque enseguida la devuelve a su sexo y la empuja con más ganas. Ya se siente cerca. 

Al terminar se siente extraña, también un poquito culpable. El calor va poco a poco desapareciendo, su cuerpo recuperando su estado normal, su mente repoblándose de miles de pensamientos, muchos contradictorios. Isabel recompone sus ropas, está demasiado fatigada como para saber qué siente. Sólo sabe dos cosas: que en el charquito que moja su sábana y sobre el que dormirá esa noche hay miles de matices y está recargado de sabores, y que la próxima vez, porque habrá próxima vez, eso lo tiene claro, necesitará una toalla o una lengua que recoja lo que emane de su coño.