- ¿Ya te vas?- dice y sus palabras detienen mi inercia. Quedo desnuda, sentada en el borde de la cama, ofreciéndole mi espalda salpicada de lunares. -Mujer, quédate un ratito más, hoy no tenemos prisa- añade al tiempo que sus manos comienzan a jugar usando los nudos de mi columna como una escalera por la que descender y volver a trepar. No sabe cuánto me duele ese añadido final, tanto que estoy tentada de devolverle la pregunta en forma de reproche: si no te hubieses ido ya, tendríamos más tiempo para todo. Pero me callo, y a cambio ladeo y bajo ligeramente la cabeza, ofreciendo mi mejilla al pasar de sus dedos, buscando algo que se asemeje a una caricia.
Antes de la pandemia hoy era jueves, día de visita. Ahora, todos los días se me parecen demasiado, con una videollamada programada a la semana como todo contacto. Quizás mi mente, anclada en el calendario, recuerde todavía las prisas de antaño, cuando debía abandonar esta cama y esta casa apresuradamente, dejando una estela de feromonas mal camufladas bajo el desodorante; quizás no, quizás ha sido simplemente observar sus manos ocupadas en el móvil, ausentes de mi cuerpo, lo que me ha impulsado a incorporarme de la cama. Da igual la razón, el caso es que ese brío para descorrer la sábana y escapar de su lado se ha esfumado, y ahora estoy pensativa y paralizada, sintiendo sus manos curtidas deslizándose por mi costado derecho, aventurándose más allá, hasta sentir el roce de sus dedos en mis senos. Ronroneo y abandonando toda resistencia a su abrazo me tiendo, muy despacio, hasta hacer reposar mi cabeza en su pecho. Su mano sigue el recorrido, hasta llegar a peinar unos cabellos demasiado descuidados, en los que las mechas rubias se pierden en el moreno natural clareado por las canas. En un gesto que no sé si interpretar como afecto o como cariño, me los aparta de la cara, los pasa por detrás de la oreja mientras repite mi nombre por triplicado, con una voz suave que acaba diluyéndose en un eco que sólo resuena en mi cerebro.
Recostada sobre su torso podría fijarme en las líneas rojizas, estelas que minutos atrás dejaba el vuelo de mis uñas en el cielo de su piel, podría aspirar el aroma a sexo, mucho más intenso allí donde las sábanas todavía guardan el secreto, hasta dejarme embriagar, pero no. Mi mirada se pierde en el armario empotrado que hay frente a la cama, al tiempo que la memoria se pone en marcha y él enrolla un dedo en mi pelo. Cuando lo conocí no buscaba estas muestras de ternura, tampoco el sexo furtivo con el que hemos llenado cualquier hueco de los últimos tres años. Fue en un grupo de apoyo, una pequeña reunión de personas con diversos problemas a la que me había derivado mi psicóloga. A él se le había matado un hermano en un accidente de moto y buscaba pasar el duelo; a mí una enfermedad que se nombra en siglas me iba dejando viuda a pequeñas dosis. No me atrevería a decir que al principio ni me fije en él. El grupo era pequeño y contemplar a un hombre como Rafael, de aspecto recio, duro, que ya sobrepasó la barrera de los cincuenta, llorar por una muerte inesperada y repentina era algo que llamaba mi atención. No sé, seguramente le dé demasiadas vueltas a las cosas, pero no me figuraba esa reacción desvalida en un hombre de su generación; los educan para ser fuertes, para no mostrar sus debilidades en público. Las débiles éramos nosotras, las que cargábamos con una casa, una familia, dos hijos adolescentes, mil cargas, un trabajo y un marido al que, por aquel entonces, la enfermedad estaba a punto de dejar en una silla de ruedas. Demasiado peso hasta para mi debilidad…
Las sesiones en el grupo debían transmitirme fortaleza para afrontar el desarrollo de la enfermedad de mi esposo, pero no estaba segura de que así fuese. Era un momento complicado; la pérdida de sensibilidad, el deterioro motor, los problemas se iban sumando a la vuelta de cada consulta médica y el grupo era testigo directo, escuchaba mis narraciones, apoyaba en silencio o comparaba experiencias. Fue un día, tras dos semanas sin acudir a la reunión de los martes; todos comenzaron a preguntarme por mi marido: ¿está bien?, ¿ha pasado algo? Entonces surgió su voz: y tú ¿cómo estás? Levanté la cabeza y lo miré. No respondí porque no tenía respuesta. Desde el diagnóstico yo no existía, y todavía tardaría un tiempo en darme cuenta de que yo seguía viva. Hasta entonces la enfermedad de mi esposo, de Carlos, su desarrollo, saber que un día dejaría de hablarme, que, pese a las esperanzas de los médicos, su situación continuaría empeorando progresivamente hasta un día dejarme sola, lo compensaba con el amor, con los recuerdos, con los cuidados para intentar mantener su calidad de vida; entonces no me daba cuenta que empleaba todas mis fuerzas tratando de mantener un precario equilibrio, aferrándome a una balanza en la que las cargas pesaban demasiado y acabarían arrastrándome. Hoy, ahora que el dedo índice de Rafael ha dejado de jugar en mi pelo y se ha unido al resto de la mano para viajar con lentitud por las curvas de mi costado izquierdo, sigo sin tener una respuesta muy clara a aquella pregunta que me hizo. Simplemente dejo que me acaricie con suavidad mientras trato de que en mi mente una niebla difumine los recuerdos dolorosos.
Hubo una primera vez, claro, siempre hay una primera vez. Una primera vez en la que dejé a mi marido en el centro de día al cuidado de los fisioterapeutas y acudí a otra casa, a otro hombre, a otras manos, a otro sexo. Aunque en realidad ese primer encuentro importa poco, basta con decir que fue lo bastante reconfortante como para repetir y lo suficientemente
contradictorio como para retrasar la nueva cita un par de semanas. Si me tuviera que quedar con algo de aquellos primeros tiempos, elegiría los silencios y las miradas. Un silencio cómplice, un silencio que me hablaba, que me decía estoy aquí para lo que necesites, también para eso. Y unas miradas que fueron las que hicieron que esto ocurriera; una mirada fuerte pero que no me intimidaba, una mirada cálida que abrigaba mi tragedia, una mirada que me hizo volver a ser. Sucedió una tarde, después de la sesión en el grupo. Me había quedado junto a un par de mujeres más y él a tomar algo en una cafetería cerca del gabinete; para hablar, dijimos, de temas distintos a los que nos habían hecho conocernos, aunque invariablemente acabáramos hablando de lo de siempre. Supongo que le aburríamos con nuestra cháchara, tanto que la mente se le perdió en cualquier pensamiento y fue a posar sus ojos en el primer botón desatado de mi blusa, en el inicio de un escote que ni siquiera era tal, un poco más abajo que donde mi mano jugueteaba con el colgante de la cadenita mientras escuchaba atenta a mis compañeras de mesa. Cuando reparé en su mirada mi primera reacción fue de una callada indignación. No quería montar un numerito, pero disimuladamente abroché el botón y entonces sus ojos salieron del ensimismamiento y encontraron los míos llenos de furia; fue entonces cuando su mirada me mató. Entre desvalida y cargada de argumentos, culpable pero no arrepentida, una mirada que despertó en mí algo que creía muerto y enterrado. Más aún cuando terminado el café, salimos del local y caminando hacia la parada del autobús nos quedamos a solas y se disculpó a su manera:
- Perdóname, he sido un grosero, no era mi intención molestar, pero no he podido evitar mirarte-.
Aquella frase se repetía en mi cerebro por la noche, mientras me desnudaba antes de irme a la cama. Los niños dormían, mi marido estaba en el dormitorio y yo, frente al espejo del baño, me preguntaba si su falsa disculpa era otra cosa que un halago a mis pechos. En mi mundo, la pasión sólo había existido con mi marido y hacía ya tiempo, antes incluso del maldito diagnóstico, que la vida había ido soterrándola bajo otras formas de amar. Reconocer el deseo ajeno en una mirada que se posa sobre mí, era algo para lo que no creía valer. No soy una mujer de bandera, con mis cuarenta años largos, mi físico desatendido, mi pasado monótono, mi alterado presente y un futuro con incierta pero segura fecha de caducidad. Sin embargo, eso a Rafael no le retraía; en cada reunión del grupo, en las sesiones que se alargaban en torno a un café, en los breves pasos que nos conducían al parquin o al autobús, sus miradas seguían estando presentes. Como todo él, como mis reparos, mis dudas, mis miedos, mis no puede ser. Pero estaban, y a pesar de que entonces no creyera necesitar más de su anatomía que el hombro que me ofrecía para enjugar mis lágrimas, el poder de su mirada me iba envolviendo con algo que no sé bien definir, como cuando nos acostamos y me folla como si quisiera hacerme el amor: intenso pero delicado, furtivo pero inevitable.
Tal vez la primera vez fuera producto de mi debilidad. O tal vez no, y simplemente mis necesidades se atrevieron donde mi cerebro no osaba. Una necesidad de piel y orgasmos que se hizo presente en el torbellino que era mi cuerpo esos días. Amaba a mi marido, le prestaba todas las atenciones de que era capaz, rezaba porque un milagro detuviera el avance de la enfermedad, pero todo lo que él ya no podía darme se me acumulaba en los sentidos. Quería tocar y que me tocaran, necesitaba sentir una piel sin masajes y crema hidratante de por medio, quería oler, morder, chupar; quería volver a experimentar todas esas pequeñas cosas que no te das cuenta que tienes hasta que las pierdes. Aquellas miradas, su presencia constante, habían hecho que mi cuerpo reclamase algo que la vida me negaba; mi única salida para saciar mis sentidos era él, Rafael. Después de aquella primera vez, se me desató un juego de fuerzas que tiraban de mí en direcciones contrarias y amenazaban con partirme por la mitad. De un lado, el cerebro, la moral, mi vida, y por otro ese deseo de volver a sentir aquellos dedos aferrándose como garras a mi carne, escuchar su respiración fatigada tan pegada a mi oído, observar el sudor que le brota y la vena hinchada surcando su frente y sentir el orgullo de ser yo quien le pone en ese estado. Aunque esta tarde, con mi cabeza usando su respirar cadencioso como almohada y sus manos encaramadas a la cima roma de mis caderas, no haga falta decir quién ganó ese pulso interno, tengo que reconocer que me costó encontrar ese sosiego interno, ese equilibrio entre lo necesario y lo permitido, entre mi vida y estas cuatro paredes.
Mi cuerpo, pequeño y cansado, ajado por los años que se acumulaban en forma de cartucheras o esbozos de arrugas, se ofrecía por primera vez a un extraño, a alguien por el que no sabría decir qué sentía. Y sí, resultaba extraño, torpe, incluso cómico, vivir reacciones diferentes a las acostumbradas, no adivinar los momentos, aprender de nuevo a mi edad. Y sí, también era doloroso tener en la mente y en la comisura de los labios, agazapado, dispuesto a escaparse al menor descuido, el nombre de mi marido y no el de aquel que se encaramaba a mi cuerpo y hundía su sexo en mi sexo. Pero era tan poderosamente adictivo… .
Todo. El corazón que se desboca y salta en el pecho al llegar a su casa, las sonrisas tímidas, las conversaciones de ascensor, ese comenzar a desnudarme casi a escondidas, retraída, como si no fuese a pasar lo que iba a pasar, como si el tiempo transcurrido desde la primera vez no existiese, como si estos encuentros para escapar de la realidad no se hubieran ya institucionalizado. Y sentir, claro, toda esa adrenalina acumulada desde el último encuentro desbordándose de nuevo. Tener su sexo endureciéndose en contacto con mis muslos, dejar que mis manos aprendan una nueva geografía. Olvidarme, de mí, de mi marido, anestesiar los recuerdos, negar mi presente, inventarme otro futuro y sentir. Sobre todo, sentir. Colgarme de aquel brazo resistente que se me ofrece, ser yo, por una vez, a quien sostengan y osar rasgarle el hombro con las uñas; ver su reacción, cómo se crece en el castigo y sus caderas adquieren nuevos bríos para martillearme con mayor insistencia. Gozar. Atreverme con su pene en mi boca, sorprenderle con modelitos que sin él no usaría jamás, forzar las posturas de mi cuello hasta la tortícolis para no dejar de comprobar que el deseo se le escapa por los ojos. Sentir también sus manos amasando mis senos, y el festín que se da de vez en cuando en mi cuerpo, el calor que me invade y que se alía con la humedad para precipitarse finalmente en un chaparrón de flujos. Todo. Cada mínima parte de estos encuentros míos con Rafael, de esta nueva rutina secreta, privada, la siento con una intensidad nueva, distinta. Follar con este hombre al que la vida me puso en el camino es un escape, una liberación. Es agarrarme a la vida con todas mis fuerzas. Aunque únicamente sea durante un rato, aunque al volver a pisar la calle mi mundo de siempre siga derrumbado, estos minutos son para mí.
Por eso impuse las conversaciones insustanciales del después, para no terminar hablando de mi marido; no así, no aquí, no quiero manchar su nombre y mi conciencia con el sudor y los restos de fluidos pegados en la piel. Es la única regla de estos encuentros: lo demás no importa, sólo yo, sólo nosotros, poder celebrar la vida juntos y olvidarme de todo lo demás. Rafael lo respeta; o lo respetaba. Hoy, el tiempo le ha llevado a conocer mis reacciones, presiente que hay novedades, que algo me roe por dentro. Aunque sigo con la cabeza apoyada en su cuerpo, aunque el único horizonte que alcanza a ver mi vista es la loma que forma la sábana recogida sobre sus muslos, yo también intuyo su curiosidad, esas ganas de saber, esas frases que otras veces en el último segundo detenían las dudas y que hoy parecen incontenibles. Lo va a hacer, lo sé, su vientre se ha hundido bajo mi cara al coger aire, va a romper con una pregunta para la que no existe respuesta el equilibrio que tanto me costó alcanzar:
- Miriam, ¿cómo sigue todo con…?-. Lo ha hecho, y he tenido que reaccionar rápido; mis labios capturan su pene, y comenzando a succionar hago que de su boca salga un prolongado gemido en lugar del nombre de mi esposo.