viernes, 27 de noviembre de 2020

Black Friday

Por un instante creí entender a mi ex; las aglomeraciones, el calor en las tiendas, la megafonía demasiada alta, las dudas ante dos modelos que me gustan o el cargar con las bolsas, le hacían aborrecer ir de tiendas conmigo. Luego, mientras me tomaba un capuccino caliente, wasapeaba con mis amigas y sacaba de las bolsas y volvía a remirar entusiasmada todo lo que acababa de comprar ese día de consumismo desaforado, ya no. ¿Cómo iba a entender a semejante gilipollas que se creía demasiado para mí?

En cierta forma podía tener razón, ir de tiendas podía ser agotador, pero no lo iba a admitir. Además, no es nada que no se solucione tomándose un tentempié como el que yo había entrado a tomar en aquella cafetería. Mientras aspiraba el aroma del café recién hecho que poblaba el local, las conversaciones con mis amigas me arrancaban una sonrisa que se aliaba a la satisfacción por el día de compras y la perspectiva de un fin de semana por delante. Me sentía bien, feliz. Aunque me hubiera dejado buena parte del sueldo en todas las prendas que llenaban las bolsas a mis pies, aunque sintiera las piernas cansadas, estaba contenta. Mi móvil era un frenesí de sonidos de mensajes entrantes, la taza con el café templándose permanecía unos centímetros delante de mí. Los minutos pasaron así hasta que el icono de la batería en mi teléfono se puso en rojo, indicando que quedaba poca; todavía me quedaba un largo rato hasta llegar a casa y poder poner a cargarlo, y era mejor conservar algo para el viaje en metro, así que fui despidiéndome, cerrando todas las conversaciones y me centré en el café. 

Me acerqué a la barra a por algo de comer que acompañara el capuccino. Tras pedir un sándwich vegetal con pan de semillas, un diario sobre la barra llamó mi atención; sin posibilidad de seguir consumiendo la batería del teléfono debía llenar el tiempo, así que cogí ese periódico manoseado y volví a mi mesa. Lo abrí al azar, por una página cualquiera, pues no tenía demasiado interés en leer malas noticias. Cual fue mi sorpresa cuando ante mis ojos encontré la sección de anuncios de contactos. Entre muñequitas orientales, teléfonos eróticos para todos los gustos, una imagen llamó mi atención. Dayron, se anunciaba, un mulato con un cuerpo escultural y la promesa de veintitrés centímetros de polla. Inmediatamente algo en mi cuerpo se puso más caliente que la taza que humeaba frente a mí. No recuerdo qué decía exactamente su anuncio, pero seguro que las palabras atlético, placer, dominicano, fantasía, figuraban en él. Nunca, ni siquiera en ese instante, me había planteado recurrir a un hombre de pago; ni siquiera sabía la palabra adecuada para definirlo. Además, esos anuncios los creía destinados a otros hombres, tampoco sabía si trabajaba con mujeres. Sin embargo, mi mente comenzaba a funcionar imaginando mi cuerpo y el de ese pedazo mulato. 

Imaginaba unas manos decididas al final de unos brazos fuertes abrazando mi cuerpo, yo girando ante su mirada, con sus dedos de chocolate fundiéndose en mi cintura. Imaginaba la sensación de acercarme a su cuerpo y sentir, bajo unos pantalones vaqueros, la largura y la dureza de una polla más que a medio despertar. Inmóvil, mis dedos apenas rozaban la hoja del periódico que se extendía ante mí, y aunque mis ojos quisieran seguir leyendo, mi mente volaba libremente inspirada en la imagen en miniatura que ilustraba su anuncio. Me veía junto a él en un lugar indeterminado, neutro, tal vez una habitación de hotel. Sentía la necesidad de levantar su camiseta, de recorrer con los labios los contornos duros de sus abdominales. Cuando sus manos trataban de guiarme, me revolvía, debía ser yo quien marcara los ritmos. El continuo pasar de mi lengua por su vientre, los juegos alrededor de su ombligo hacían algo más que ponerlo alerta, lo calentaban, lo hacían entrar en ebullición. Después me incorporaba, deseaba sentir sus labios gruesos devorándome la boca; entonces le dejaba que sus manos grandes abrazaran mi trasero y lo sacudieran a su antojo. 

Por una vez era mi mano la que se posaba en su hombro, la que lo hacía agacharse siguiendo el itinerario de mi mirada. Bastaba un pestañeo para que yo me viera cada vez con cada una de las ropas que acababa de comprar; lo único que no cambiaba era la delicadeza con la que Dayron me comenzaba a desvestir. Faldas, pantalones, desaparecían por obra y gracia de sus manos. Luego me besaba el pubis por encima de la ropa interior. Ésta siempre era la misma, sexy, color burdeos, mi favorito, y nunca resistía demasiado cuando sus dedos comenzaban a moverla. Cuando imaginaba sus manos rondando mi coño mi mente me obligaba a cerrar los ojos, como si de verdad estuviera con él en una habitación cualquiera y no rodeada de gente en aquella céntrica cafetería. Debía reprimir un gemido cuando fantaseaba con su lengua traspasando la humedad y el calor de su boca a mi sexo. Aunque quisiera no podía frenar a mi mente, y me veía, la pierna derecha por encima de su hombro, la espalda apoyada en la pared y aquel perfecto mulato jugando con su lengua en los pliegues de mis labios vaginales. Cada uno de sus aleteos era una tortura que me comenzaba a derretir por dentro. Mis manos se aferraban a su cabeza, la hundían entre mis piernas. Mi voz, tuve que comprobar que sólo en mi fantasía, le exigía más, siempre más. Él se esforzaba, ponía todos sus ímpetus en hacerme levitar. Yo me corría y mis manos, siempre fuertes, guiaban su cara contra mi piel, para que su lengua sintiera en primera persona el orgasmo que acababa de provocarme; cuando las sacudidas de mi cuerpo cesaban, lo empujaba y aquel mulato caía, patas arriba, sobre el suelo. 

Regresé por un instante a la realidad, el tiempo justo de cambiar de página en el diario que ocupaba la mesa, para que cualquiera al pasar no me viera siempre detenida en la sección de contactos. Daba igual, mi mente ya no necesitaba la referencia de su anuncio para volar libre. Caminaba poderosa, hasta enmarcar entre mis piernas su cuerpo fuerte pero desvalido al mismo tiempo. Terminaba de desvestirme, hacía volar el sujetador por la habitación sin un destino claro. Luego comenzaba a flexionar las piernas, a descender sobre Dayron, a percibir en su mirada matices que iban desde la indefensión al placer. Me detenía para tirar de sus ceñidos jeans, que salían extrañamente fácil; en el viaje habían desaparecido también sus calzoncillos. Él ya ni se atrevía a estirar los brazos para tratar de tocarme, había comprendido que era yo la que mandaba y debía dejarse llevar. Su cuerpo, forjado en el gimnasio, se veía inerte. Sólo, como un mástil, emergía una polla enorme y rica. Me arrodillaba, y sin asirla siquiera, mi lengua la recorría entera, desde la base hasta la punta. Él dejaba caer pesadamente la cabeza contra la moqueta y sólo ella, solo esa magnífica polla, parecía tener vida bajando y subiendo, como a cámara lenta, tras el pasar de mi boca. Lo torturé, siempre mi lengua fuera de la boca partía de sus huevos, recorría lentamente toda la longitud de su miembro y remataba con un chupetón a su capullo. Cuando me apiadé de él comencé a masturbarlo rítmicamente, con el glande preso entre mis labios. Resistía mis acelerones, las pausas, el filo de mis dientes mortificándole, obedecía mis órdenes silenciosas, como cuando agarraba sus manos y las llevaba a mis tetas y él entendía que debía estimular mis pezones. 

El calor me podía, ni siquiera el café que seguía delante de mí y se había quedado frío me servía para relajarme. Ya no sabía si el incendio se había declarado en mi mente y se había propagado por todo mi cuerpo o había tenido su punto de partida en lo más profundo de mi vientre. Sólo sabía que ya no necesitaba cerrar los ojos, bastaba que mi mirada se perdiera en un punto indeterminado de la cristalera del local para que yo me viese moviendo mi cuerpo, hasta sentarme a horcajadas abrazando con mi coño la polla de Dayron. Me agitaba, mis caderas se movían solas, mi cintura dibujaba órbitas alrededor de su eje. Luego comenzaba a botar, suavemente, calculando mentalmente hasta dónde podía subir sin dejar escapar su pene. Más tarde, irremediablemente, comenzaría a cabalgarlo salvajemente, aplastándome los pechos, retorciendo mi cuello y su rabo hasta el esguince. Sus piernas flexionadas me servían de respaldo en mis movimientos impetuosos, su cuerpo brillaba bajo el sudor, pero apenas mostraba síntomas de cansancio. Dayron era apenas poco más que un trozo de carne adherido a su polla, un consolador, y así lo trataba, buscando únicamente mi placer. El suyo llegaría, no lo dudo, pero priorizaba el mío. Mientras tanto, un camarero, si hubiera sido más joven y algo más apuesto quizás yo no hubiera abierto el periódico por la página de contactos, había traído a la mesa el sándwich. Musité un gracias como podía haber dejado escapar uno de los suspiros que aquella fantasía en mi mente me provocaba. Lo follaba rítmicamente, las manos apoyadas en sus hombros redondos. 

Bebía el café a pequeños sorbos, mordisqueaba el sándwich, parecía que permanecía allí, pero estaba muy lejos, presa entre los brazos de Dayron, que, como si mis movimientos sobre su polla lo hubieran resucitado, se había sentado conmigo en su regazo. Le pido que me eleve, que me empuje contra la pared, que siga follándome. Con el dorso de la mano limpio un hilillo de salsa que se escapa de mi boca mientras en el sueño son los flujos los que escapan en cada embestida de su polla. Me corro, imaginándome follada por aquel hombre siento la necesidad física de correrme, pero me cuido muy mucho de terminar como en aquella película y que la gente pida lo mismo que está tomando aquella chica ensimismada de la mesa del fondo. Mi mente se disocia, soy capaz de terminarme el sándwich y el café, paso rápidamente las hojas del diario, sin querer detenerme en ninguna, mientras en un algún rincón de mi cerebro todavía se proyecta mediante flashes la fantasía. Me veo a cuatro patas, con Dayron encima, con Dayron debajo. Quiero que me folle, que no deje de hacerlo, ya no me importa mandar, sólo quiero que me provoque otro orgasmo. Veo su mirada suplicando permiso para terminar, pero le exijo un poco más. Luego, cuando la piel nos brille por el sudor y mis piernas tiemblen después de una nueva descarga, le dejo. Agarro su pene grueso con las dos manos y lo froto como si fuera una lámpara mágica, con todas mis fuerzas. A él se le tensan los músculos, se le marcan las venas en el cuello, aparta mis manos y me toma el relevo, se acerca tanto a mí que en cada movimiento su mano roza mi vientre. Finalmente se corre abundantemente, me riega de semen caliente que el respirar agitado de mi cuerpo hace caer formando riachuelos por mi piel. 

Saco el móvil del bolso, pongo la cámara para comprobar que aquella fantasía ha ruborizado mi rostro. Me dispongo a levantarme, a llevar el periódico, los platos y la taza a la barra, pero una idea me detiene en seco. Apresuradamente, tal vez para no dejarme vencer, abro el diario y busco la imagen de ese negro de polla enorme una vez más. 

- Hola, buenas tardes, ¿eres Dayron? - pregunto. Antes de que conteste, sé cómo terminará aquel Black Friday.

domingo, 15 de noviembre de 2020

El merecido castigo

Soy un tipo normal, no me gustan los juegos de rol, los disfraces; ni siquiera me excitan los uniformes, sé de sobra que debajo te puedes encontrar personas encantadoras o auténticos gilipollas. Cuando me acuesto con una persona es porque me gusta cómo es, no le pido que cambie, y tampoco me gusta que me pidan que cambie yo. Por eso me extrañó cuando Maribel, una mujer con la que comenzaba a mantener una relación que podía ir más allá de lo sexual, me llamó diciendo que tenía una sorpresa para mí. Estábamos conociéndonos, todavía podía ignorar mi poca afición a las sorpresas, así que le di el beneficio de la duda y acudí a su casa, dónde me había citado. Al llegar la encontré como siempre, un tanto nerviosa quizás. Enseguida se excusó, marchó a su cuarto con el pretexto de terminar de prepararse “para la sorpresa” y yo me quedé solo en el salón. Supuse una cena, quizás una salida a bailar, tal vez algo que nos hiciera pasar la noche fuera. Si hubiéramos tenido una familiaridad que todavía no existía entre nosotros, tal vez hubiese encendido el televisor y me hubiera sentado a esperarla zapeando con los pies encima de la mesa baja, pero me limité a dar una vuelta por el salón y aguardarla de pie. Sobre la mesa, una bolsa de golosinas que me hizo pensar que esa era la sorpresa, que había descubierto mi único vicio en esta vida al margen del sexo. Pero no. 

Unos minutos después Maribel irrumpía en el salón vestida de colegiala. Negando con la cabeza sonreí, y ella malinterpretó mi gesto. Seguramente a otros hombres, quizás cuando yo tuve la edad de gustarme las colegialas, pero no entonces, no Maribel. Rondaría los cuarenta y cinco, un cuerpo al que le sobraban algunos kilos y un rostro al que, cuando más acostumbraba a mirarlo, esto es, después de la jornada de trabajo o después de follar, se le apreciaba el cansancio. Con una camisa blanca, el cuello levantado, los primeros botones desabrochados luciendo escote y los bajos atados con un nudo a la altura de un ombligo que distaba bastante de ser plano y perfecto, y una faldita roja con cuadros blancos que apenas si tapaba su incipiente piel de naranja, parecía sacada de un videoclip, un cómic o una película de terror de serie B. Cuando, caminando hacia mí, dio un giro demasiado teatral, el vuelo de su falda me permitió ver que sus bragas eran blancas y de algodón, detalle que no puedo asegurar si pertenecía al uniforme escogido. 

- ¿Colegiala?- pregunté retóricamente. 

- Colegiala traviesa- precisó ella. Con una palabra habíamos pasado de la categoría de disfraces, a la de juego, porque aquello era un juego; cuando rozando mi hombro con su dedo pasó junto a mí diciendo yo soy una niña mala y tu eres mi profesor, ¿me vas a castigar?, no quedaban dudas. Claro que Maribel no sabía que yo no sé jugar… 

Agarrando la bolsa de golosinas se colocó frente a mí, al otro lado de la mesa, separados por poco más de un metro. Sacó una gominola, nube, siempre la he llamado yo, un cilindro blanco y rosa de azúcar y vaya usted a saber qué, y se lo llevó a la boca. Lo apresó entre sus dientes por uno de los extremos, mientras por el otro lo sujetaba en la mano. Con el movimiento de su cabeza buscaba alargarlo, darle una impresión de algo más contundente que llevarse a la boca, hasta que, irremediablemente, la chuchería no resistía más la tensión y una porción moría entre sus fauces. Repitió la operación varias veces bajo mi atenta mirada, hasta que se terminó el dulce. 

- Me he portado mal- dijo. Quizás su juego no me terminase de gustar, su cuerpo no me congeniaba con el atuendo, con esa falda tan corta que ni enseñaba ni dejaba imaginar, sin embargo era innegable que me gustaba Maribel, su mirada capaz de deshacerme, su pecho generoso rebosante en aquel escote. Hasta que el movimiento de su mano delató la presencia, no había reparado en una piruleta con forma de corazón que sacó del borde de su falda. Asistí a la lentitud de sus gestos al desenvolverla, vi como se la llevaba a la boca, sacaba la lengua y lamía. Había captado mi atención, se entretenía chupando la piruleta, disfrutaba de su propio juego. En un momento dado dejó caer un hilillo de saliva que, mezclado con el colorante del caramelo, adquiría un tono rojizo. Esa mezcla se deslizó por su pecho, cayó por su canalillo. Retuvo el dulce en la boca y con el palo asomando por sus labios, Maribel liberó sus manos y comenzó a amasarse los pechos. Yo continuaba mirándola, atento a sus gestos destinados a excitarme, a su manera de llevarse las chucherías a la boca y morderlas o lamerlas, a sus manos soltando pausadamente los botones de su blusa. Me acerqué, la rodeé, ahora era ella la que tenía que girar la cabeza para no perderse mis movimientos. 

- Así que yo soy el profesor, ¿no?- 

- Aja- susurró ella. Mi presencia a su espalda la hacía querer mirarme. 

- Mire al frente, señorita- ordené y Maribel obedeció. - ¿Sabe usted que soy un profesor muy estricto?- pregunté sin esperar respuesta. Con un dedo levanté su falda, al bajar la vista observé que el uniforme incluía también calcetines y zapatos acharolados. Me situé delante, mis manos comenzaron a sacar su blusa, ella se ilusionaba, yo permanecía totalmente serio. – Dice que merece un castigo, muy bien, camine hasta allí-. Maribel emitió una especie de maullido y comenzó a andar hasta donde le había indicado. Me senté en una silla, ella ansiosa, permanecía de pie a mi lado. Comencé a moverla, a tocar su cuerpo sin buscar estímulos sexuales, hasta girarla completamente. Decidido le bajé las bragas. 

- Venga aquí, me parece que se merece usted unos azotes-. Coloqué su vientre sobre mis rodillas, levanté su faldita y abofeteé sus nalgas. Su cuerpo tembló pero de su boca sólo salían gemidos. La piruleta se le escapó de la boca rompiéndose en mil pedazos al contacto con el suelo. Repetí la operación varias veces. Golpeaba su trasero, aguardaba unos segundos y volvía a darle una cachetada. Su piel se coloreaba, al principio tan sólo por unos instantes, pero después el color rojizo permanecía perenne en sus nalgas entre azote y azote. - ¿Va a portarse bien o necesito sacarme el cinto?- pregunté. Su voz tímida no se escuchó bajo el sonido de un nuevo bofetón. –No la escucho, ¿va a ser una buena chica?- repetí acompañando un nuevo azote. 

- Sí- respondió ella. 

- Sí, ¿qué?- 

- Sí, señor profesor- dijo por fin. 

- Esperemos que así sea- concluí, y tras el último cachete mi mano no se levantó y comenzó a amasar su culo, con dedos que caían hacia su raja y otros que buscaban el ano. Su cuerpo no tenía la firmeza que debía acompañar al uniforme que había elegido y su trasero con principio de celulitis se plegaba a la voluntad de mis manos. Era precisamente eso lo que no me gustaba del juego, esa contradicción entre la realidad y el disfraz elegido, era por eso por lo que realmente se merecía el castigo. Ataqué primero su ano. Mojé en saliva mi dedo anular y hurgué en su trasero. Hubiera continuado hundiendo el dedo ajeno a sus quejas, pero realmente Maribel no oponía ningún reparo, como si el castigo realmente fuera merecido. Después pasé a su sexo, al principio con unas palmadas suaves sobre la vulva, luego pasando la mano marcando los labios, finalmente colando también allí mis dedos. 

Al cabo de unos minutos la incorporé; ella permanecía de pie, con solo la corta falda y el calzado como vestimenta, atenta a mi ir y venir por el salón. Agarré la bolsa de chuches, y sacando una me acerqué hasta ella. Maribel abrió la boca, pero en el último momento cambié el viaje de mi mano y fui yo el que masticó la golosina. 

- Para usted tengo otra cosa- le dije, y ofreciéndole mi mano diestra, la que acababa de hundir en su coño y en su ano, se la di para que lamiera los dedos. Así lo hizo, con suma destreza, hasta dar el brillo de la saliva a mis dedos. Una buena señorita no debería saber hacer estas cosas, muéstreme que más malas cosas ha aprendido. De rodillas- le ordené. Metida en su papel, obedeció. A esas alturas la excitación me había regalado una importante erección. De pie a su lado agarré su cabeza y la restregué contra mi cuerpo; el roce con la entrepierna nos impulsaba a los dos. Rápidamente Maribel trató de encontrar la manera de liberar mi pene, yo me resistía repasando su cara entre mis muslos, mi paquete. Finalmente dejé que soltará mi cremallera y un par de dedos hurgaran en mi calzoncillo para sacar a la luz una polla endurecida que tenía problemas para doblarse por la bragueta. Quería comenzar a mamar, pero retuve sus ansias y su cabeza por los cabellos. 

- Abra la boca- le dije. Ella cumplió mis órdenes y escupí en su garganta. Mi polla apuntaba a sus mandíbulas abiertas, pero extrañamente no tenía prisas. Esperé unos segundos y cuando menos se lo esperaba moví su cabeza bruscamente hasta que la punta tocó su campanilla. Maribel sufrió una arcada y yo volví a portarme como el profesor estricto que ella había pedido. – Así no, pórtese bien o tendré que volver a azotarla- dije mientras le propinaba un cachete. Volvió a abrir la boca, apunté y de nuevo empujé hasta que su cara se topó con mi vientre. Mantuve la polla hundida en su garganta hasta que la acumulación de babas amenazó con reventar sus mejillas. –Buena chica, ahora usted solita- le indiqué relajando la presión de mis manos en su cabeza. Maribel comenzó a tragarse mi polla. Cabeceaba frenéticamente, sin pausa. 

–Así, así…- me había metido tanto en el papel que sobreactuaba. –No utilice las manos- le pedía; ella obedecía por unos instantes pero luego la necesidad de agarrar la base del tronco le podía y volvía a rodearla con su mano. Solté el cinturón y comencé a retirarlo mientras ella no dejaba de comerme la polla. Agarré sus manos, las llevé a la espalda y traté de anudárselas con la correa. La postura era complicada pero Maribel no dejaba de mamar. – Realmente tiene usted los peores vicios, señorita, voy a tener que emplearme a fondo para corregirla-. 

La puse nuevamente en pie. A su espalda me cercioré de atar bien sus manos. El cinturón estaba dispuesto de tal manera que uno de los extremos, el que no tenía hebilla, quedaba colgando. Con él le azoté en la parte superior de su culo. Luego la hice caminar hasta topar con la mesa. Doblé su cuerpo y así quedó esperando, con la falda levantada, a que yo me terminara de desvestir. La piel de su trasero estaba erizada y enrojecida cuando acerqué la cara. Cuando me sintió ella revolvió su cuerpo, como si de verdad tuviera que comportarse como una joven obediente con su “profesor”. Decidí darle una pausa y ser yo el que hiciera el trabajo. Mi lengua surcaba su coño mientras mi nariz se hundía entre sus nalgas. Me ayudaba de las manos para separar sus cachetes y tener acceso a su sexo. Mi lengua se deleitaba adentrándose por la vagina, jugando en sus labios, tratando de acceder al clítoris escondido, subiendo hasta sorprenderla en su ano. Comí su culo y su coño hasta saciar mi hambre, hasta provocarle una catarata de gemidos y un encharcamiento de flujos en su sexo. 

Incorporándome me acerqué a su cara, se la levanté. 

- ¿Le ha gustado?- Maribel respondió con un movimiento de cabeza afirmativo. Ahora tendrá que demostrarme que de verdad quiere ser una buena chica- le dije después de besarla. Volvió a apoyar la cara en la mesa, ladeando el cuello siguió mi movimiento nuevamente hasta colocarme a su espalda. Agité mi polla unas cuantas veces hasta que recobró la dureza necesaria. Un hilo de saliva cayendo en su ano la hizo ver el siguiente paso de aquel castigo tan especial. 

- Con cuidado- pidió. 

- Silencio- le dije- si no tendré que aumentar el castigo-. Coloqué el pene en posición y comencé a empujar. Maribel retenía entre dientes un quejido y yo trataba de no excederme. Cuando el glande se coló dentro hice una pausa que ella agradeció. Después de acostumbrarnos, empecé a moverme, incrementando poco a poco el ritmo, con mis dedos fundiéndose en sus caderas. Maribel aguantaba mis embestidas, cuando la incorporé agarrándome a sus pechos protestó, un cachete en su culo la hizo callar. Volviendo a doblar su cuerpo contra la mesa se la saqué del ano y la enterré en su coño. La follé rápido, buscando proporcionarle un alivio inmediato. Ella se revolvía, trataba de liberar sus manos, de corregir la postura. El constante martilleo de mi polla la llevó pronto al orgasmo. Maribel resoplaba cuando solté el nudo de sus manos. Se incorporó levemente, me ofreció de nuevo su grupa, y yo comencé a follarla alternativamente, del ano a la vagina y vuelta a su culo. La falda de su uniforme colgaba de su cintura, sin nada que tapar, solamente era un estorbo a la hora de agarrarme a su cuerpo; sin embargo no se la quitaba, la dejaba allí como un testigo del juego y los roles que ella había elegido. Maribel aguantaba los ratos en que ocupaba su culo y el placer se le licuaba cuando la hundía en su coño. 

Tenía la polla a reventar cuando se la saqué. Giré el cuerpo de Maribel y la hice arrodillarse. Sin pedírselo colocó las manos a la espalda y abrió la boca. Manipulé su cara haciéndola chupar unos segundos, luego pasé a masturbarme con todas mis fuerzas. Obediente, ella aguardó hasta que el semen empezó a caer sobre su frente, sus mejillas, su lengua a medio sacar… 

- ¿Ha aprendido la lección señorita?-. 

- …-. 

- ¿Va a volver a ser una chica mala?-. Maribel hizo un gesto con la cabeza que todavía no he conseguido interpretar, no sé si el castigo corrigió su comportamiento o seguirá con sus travesuras.