miércoles, 26 de agosto de 2020

Se regalan besos

 

 

Por falta de uso, se regalan besos

antes de que caduquen, yo los cedo

úselos usted, que yo no puedo.

 

Besos de verdad, labios interpuestos,

verá señora si son sinceros

y conservados con mucho esmero.

 

Se los envuelvo con mil tequieros

esos tampoco me los quedo,

si no le sirven le devolvemos su dinero.

 

Besos, damas y señores, vendo besos

vengan, me los quitan de los dedos

besos sin miedo, besos secretos

 

¿qué desea usted caballero?

diría que busca lo que tengo,

bajo llave guardo los besos de fuego

 

Por aquí, sigame, tenga cuidado

si los acompaña de cien versos

tiene el éxito garantizado

 

¿Y entonces por qué los vendo?

verá usted, es complicado...

¡Besos, besos, miren señoras qué besos!

domingo, 16 de agosto de 2020

Tienda de campaña

 La idea era follar todo lo posible, pero pasaban los días y seguíamos a dos velas. En el grupo de amigos habíamos decidido pasar parte de las vacaciones de verano en la costa. Un camping, nuestro presupuesto ni siquiera nos daba para uno de esos hoteles cutres atestados de turistas. Álvaro, Sergio, David y yo. A principios de Agosto cargamos el destartalado coche de segunda mano de Sergio con un par de tiendas de campaña, poco equipaje, muchas ganas de fiesta y, bien provistos de condones, para allá nos fuimos, a un pueblecito entre Barcelona y la Costa Brava. 

Las mañanas eran de sol, playa y resaca, las tardes de siesta y expectativas y las noches una frustrante sucesión de intentos de ligar en las discotecas de una localidad vecina. Mira que lo intentábamos, pero parecía que, como el viejo coche, nosotros también lucíamos la “L” de novatos y todo acababa siempre en un no, un non, un niet, un nay. Tan desesperados estábamos por la ebullición de nuestras hormonas bajo el sol, que hasta una mañana cogimos las colchonetas y fuimos remando hasta una cala nudista próxima a la playa. Ver dos alemanas sesentonas y gordas en pelotas no sé yo si nos compensó la insolación y el esfuerzo para regresar a nado contracorriente. Especialmente cuando en nuestra playa estaba ELLA. Hasta bien entradas las vacaciones no supimos que se llamaba Elke, entonces nos referíamos a ella por La Sirenita, apodo que le puso David al verla salir del agua. Y es que aquella imagen, verla caminar desde la orilla hasta tenderse en la toalla, era algo que se nos grabó en la memoria desde el primer día; y eso que cada vez que emergía de las aguas aportaba un nuevo detalle, sus manos apretando la trenza para exprimir el agua, un ligero movimiento de sus dedos para, como quien no quiere la cosa, separar la tela del bikini de su piel, una gota que resbalaba por su vientre plano con la misma velocidad que caía la baba de nuestras bocas mientras la mirábamos… Había otras cosas que no cambiaban en ninguno de sus baños: su sana costumbre de hacer topless, el tono anaranjado que le iba dejando el sol o la dureza que el agua de mar daba a sus pezones. 

El caso es que, a pesar de su marido, de los tres niños que correteaban alrededor de su toalla y de que no teníamos absolutamente ninguna posibilidad con ella, la sirenita nos tenía locos y con quemaduras de segundo grado en la espalda de tomar el sol boca abajo para disimular las erecciones cuando se bronceaba a nuestro lado. 

- Joder qué tetazas…- dejaba caer alguno- tiene que hacer unas cubanas maravillosas-. 

- Cuando vayas al chiringuito haces como que te tropiezas y te caes encima- le respondíamos cualquiera. O bien, - ¿por qué no le preguntas si quiere que le des cremita?- 

- ¿Será sueca?- preguntó Álvaro. 

- U holandesa, qué sé yo, el caso es que está buenísima- respondió Sergio. 

- Na… no tenéis ni idea. Es teutona- zanjé yo y empezamos a reír, que era lo poco que podíamos hacer. Reír, vacilar aprovechando que ni ella ni ninguno de los turistas del camping parecía saber ni papa de español y seguir con la mirada oculta tras las gafas de sol el hipnótico botar de sus tetas mientras caminaba. 


Ni la Sirenita ni ninguna otra parecía que iba a sucumbir a nuestros encantos, y ya empezábamos a estar desmoralizados. Tanto que aquella noche preferí quedarme en la tienda de campaña y no salir de marcha con mis colegas. Me entretuve jugueteando con el móvil hasta que la batería dijo basta, y entonces, aburrido como una ostra, empecé a deambular por las instalaciones del camping. Resultó que esa noche, en la terraza del bar había una especie de fiesta. Poco más que un baile infantil o para guiris, jubilados y/o borrachos. Mientras unos bailaban al son de las canciones del verano, otros miraban tomándose una sangría fría apoyados en la barra. Como no tenía nada mejor que hacer, les imité, y pedí una cerveza. Hete aquí que al girar la cabeza y mirar a mi derecha me encontré con un cabrón con suerte: el marido de la Sirenita. Bastó seguir su mirada para encontrarme con ella; reía mientras bailaba con sus hijos. Iba vestida todo lo púdicamente que se puede ir vestido una calurosa noche de Agosto: llevaba una camiseta de tirantes que los focos de la discoteca móvil hacían parecer aún más blanca, unos shorts y, al final de unas piernas eternas, bronceadas y torneadas, pero sobre todo eternas, unas sandalias plateadas; sin embargo mi imaginación la veía como todas las mañanas en la playa, medio desnuda, sudorosa y una forma de contonearse completamente hipnótica. No sabría decir cuántos hits veraniegos la vi bailar, sólo sé que al cabo de unos minutos bajo el bañador, perfecta indumentaria veraniega tanto de día como de noche, ya se empezaban a notar los efectos de observarla. Si seguía haciéndolo iba a tener plantada allí otra tienda de campaña, ¡y con su marido a mi vera!, así que me di media vuelta y pedí, casi exigí, que la nueva lata de cerveza saliese directamente del congelador, a ver si se me pasaban los calores. 

Parecía surtir afecto el truco de la cerveza hasta que sentí hablar a mi lado. No sé porqué diablos miré, pero lo hice, y además de encontrarme un sol tatuado en el hombro desnudo de la Sirenita a quince centímetros de mi cara, vi como trataba de arrastrar a su marido a la pista de baile mientras éste se resistía ante las risas de sus tres pequeños. Al verme, él pareció encontrar una escapatoria y me señaló; no sé lo que dijo, pero le hizo volverse a ella, y en un rápido movimiento, me agarró del antebrazo y tiró de mí. Cuando quise darme cuenta estaba de pie, camino del baile, y tratando de hacerle ver que yo no sabía bailar, por más que las canciones se empeñasen en decirme cuando tenía que ir suavecito para abajo, hacer un movimiento sexy o poner una mano en la cintura y deja que mueva, mueva, mueva… Sí, ya sé, vais a decirme que verte bailar con una tía buena no es la peor de las situaciones, pero en aquel momento me vi perdido. La única escapatoria se me cerró cuando se acercó su marido con el más pequeño de sus hijos dormido en brazos y dijo algo que la música a todo volumen me impidió comprender. Acompañó la frase con un guiño y una palmada en mi hombro, y por más que lo he pensado nunca he podido entender ese gesto; no sé si quería decir, te la dejo toda para ti, disfrútala, o cuídamela, o como intentes algo te corto la picha en brunoise… 

El caso es que pasaron unos minutos en los que yo me mostraba ausente, moviéndome como un autómata y evitando mirar sus ojos verdes, su sonrisa de anuncio, el contoneo de su cuerpo… Bailamos hasta que mi poca iniciativa invitó a hacer una pausa acodados en el bar. Pedimos dos cervezas bien frías; mientras yo tomaba un primer trago, Elke, se me había presentado con ese nombre y yo no me atreví a confesar que ya lo conocía de haber oído llamarla en la playa, tomó su lata en la mano, y lento, muy lento, fue refrescando su cuello, sus brazos. Al ver aquello, yo tuve que forzar la garganta; creo que además de líquido en aquel gesto descendió por mi cuerpo, desde el cerebro y hasta instalarse definitivamente en mi polla en forma de incipiente erección, todo el deseo acumulado durante las vacaciones. 

- It’s hot here- dijo. 

- Sí, sí, hot, very hot, ni que lo digas- le contesté. 


No volvimos a bailar, pero aquello no me libró de tener su imagen contoneándose frente a mí clavada en el cerebro. Cuando terminamos la bebida comenzamos a andar por el camping. Si no me trajese tan loco, sería una delicia pasear entre las caravanas y tiendas junto a ella, y además me servía para practicar el inglés. Aunque al llegar a nuestra parcela, con las dos tiendas de campaña plantadas, me serví de un gesto para decirle que yo me quedaba allí. No sé porqué, pero se autoinvitó. 

- Where are your friends?- preguntó al ver las mochilas apiladas en la entrada de la tienda. 

- Con un poco de suerte estarán tirándose a alguna guiri- fue lo primero que salió por mi boca. 

- Sorry- dijo con cara de no entender nada. 

- Esto… they went to the disco- le aclaré. 

- Ah, ok-. 

Confundido, con las piernas fuera y el tronco dentro de la tienda, me senté con la mirada perdida en la noche, y ella me imitó. La conversación fluyó con tranquilidad, entre el rumor del tráfico constante al otro lado de la valla y la música de fondo que seguía sonando en el bar del camping, aunque lo único que yo conseguía escuchar era la melodía de su voz y su risa cuando era incapaz de encontrar la palabra en inglés para lo que fuera que quisiera decir. Me estiré para alcanzar la nevera y apurar la noche con una cerveza más. Y entonces, al incorporarme de nuevo, vi que mi entrepierna lucía una erección que incluso en aquella media luz, fue visible también para ella. Darle conversación, traducir mentalmente, intentar sacar una sonrisa de sus labios carnosos y controlar las reacciones físicas de mi cuerpo, era demasiado trabajo para una noche de Agosto, no obstante, me excusé: 

- I’m sorry…-. 

- Don’t worry about it- dijo ella. 

Se lo agradecí con una sonrisa y puesto que ella me invitaba a “don’t worry” ya ponía yo el “be happy” y me dejé caer lentamente hacia atrás, esperando que el bañador contuviera la polla, aunque fuera en vertical. Elke, con su manía de imitarme, se dejó caer también, el brazo derecho pasando por detrás de la cabeza a modo de almohada, una sonrisa iluminada por la perfección de su dentadura, y su ombligo tostado amaneciendo al recogérsele ligeramente la camiseta. 

- Could you…- comencé a decir, y antes de que mi cerebro fuese capaz de saber qué pedirle a cada parte de su cuerpo, ella musitó un Yes con una ese que se alargó en el tiempo.

domingo, 9 de agosto de 2020

Hazme tu puta

 Nunca debió pronunciar aquellas tres palabras. Lo sabe ella y lo sé yo. El resto de la gente la puede ver cansada, demacrada incluso, pero feliz, y nunca adivinarían que le estoy dando la mala vida que una noche de placentero sexo ella me pidió al susurrar entre gemidos a mi oído “hazme tu puta”. 

- ¿Lo pasamos bien anoche, eh?- le pregunté a la mañana siguiente. Su respuesta fue un ronroneo. Sonreí, tenía la actitud. – Me pediste una cosa… ¿estás segura de que es lo que quieres?- volví a preguntarle. Ella se puso seria y me miró: - Si, es lo que deseo- dijo, y allí mismo, tirados en el suelo de la cocina volvimos a follar.

Por aquel entonces ella ya estaba totalmente enamorada, redundantemente entregada a mí, y aunque creía conocerme, no podía imaginar la perversidad que se escondía en los recovecos más recónditos de mi mente. Los juegos, los retos, las fronteras físicas nunca antes traspasadas en su cuerpo, el exhibicionismo, el cuero, las pinzas y las fustas, el intercambio y hasta cederla a cambio de dinero haciendo literal su petición… Habíamos seguidos todos y cada uno de los pasos de un camino sin retorno posible y en el que el final no se acertaba a divisar.

Hasta aquella fría noche de invierno. Subió al coche y dócilmente se dejó vendar los ojos. Bajo su largo abrigo de piel, su cuerpo desnudo, unas medias negras y sus botas altas. Sabía lo que le aguardaba aunque la velada fuera improvisada hasta para mí. Otras veces sus amantes la esperaban impacientes, los reservados estaban alquilados y las otras mujeres, previamente pagadas. Esta vez no. Esta vez circulamos a baja velocidad por las carreteras de la ciudad. Sólo tenía que encontrar el lugar, el resto lo conseguiría el cuerpo de Julia. Giramos sin prisa por unas calles desiertas en las que el agua que brotaba de los camiones de la limpieza se convertía, por lugares, en finas capas de hielo. Por fin lo encontré. Después de vueltas y más vueltas di con el lugar que mi imaginación había soñado. Solté su cinturón de seguridad, comprobé que sus ojos seguían convenientemente tapados y entonces le pregunté:

- Cariño, ¿confías en mí?-.

- Si, ya sabes que siempre lo he hecho- respondió tranquila, plena de seguridad. Bien, entonces puedo proceder. Deslicé su abrigo y descubrí sus hombros desnudos. Bajé la guantera, agarré sus manos, las llevé a la espalda y las até con unas bridas que llevaban mucho tiempo esperando en el coche y volví a cubrir su desnudez con el abrigo. Acto seguido apagué el motor. Frente a nosotros un puente bajo la autovía, una pared llena de grafitis, una pequeña hoguera y dos bultos tendidos en el suelo. La intensidad de los faros hizo incorporarse a una de esas sombras. El brazo cruzado sobre los ojos, protegiéndose de la luz que lo acababa de despertar, miraba el coche. Cuando me vio salir, poco más que una silueta en la oscuridad, corrió a zarandear al otro cuerpo que dormía a su lado buscando auxilio. Rodeé el coche por su parte delantera, mi sombra se proyectó en la pared. Llegué al puesto de copiloto y abrí la puerta. Julia movió sus piernas y yo le ayudé a salir. Mi brazo la sujetó en los dos pasos que dio sobre el piso irregular. Luego yo me detuve y ella me imitó. Los dos bultos se habían puesto en pie, y ante mis ojos era reconocible la silueta de dos hombres. Cansados, envejecidos, sucios, dos hombres de edad indeterminada y cuerpos vulgares. Dos hombres derrotados por la vida que pasaban sus días entre cartones, ropa ajada y mal olor. Eso era exactamente lo que quería para Julia.

Retiré el abrigo y el cuerpo de mi mujer se les ofreció desnudo. Atónitos miraban su piel blanca, su cuerpo escultural, sus facciones suaves, su pubis imberbe, sus medias de primera marca… Yo miraba su reacción mientras me alejaba con el abrigo de Julia hacia el coche. Con un gesto de la mano les indiqué que era toda suya. Durante unos segundos la noche pareció transformarse en una partida de ajedrez en la que hasta el movimiento más sencillo hay que estudiarlo con detenimiento. Yo les miraba, y ellos me devolvían una mirada llena de sorpresa. Mientras, Julia aguardaba erguida y tranquila a medio camino como la pieza que era en aquella partida. Como dos ratones escarmentados por las descargas de la vida, dudaban si debían acercarse a degustar el trozo de queso que se les ofrecía. Un pausado gesto afirmativo por mi parte les terminó de convencer de que la vida por fin les recompensaba.

Se acercaron todavía temerosos, quizás de las manos ocultas de Julia. Por eso antes de tocarla la rodearon y no vieron más que su espalda desnuda y pecosa, su trasero perfecto y unas manos atadas e indefensas. Sólo entonces se decidieron a clavar sus garras en el cuerpo de mi esposa. Ella gimió y una sensación de satisfacción acudió a mi mente. Ellos, una vez convencidos, no se andaban con rodeos: sus cuatro manos apretaban ya su pecho, su vientre. Uno, más diligente, llevó directamente la mano a la entrepierna de Julia; ella se quejó, y él apretó con más fuerza. Su boca, su cuello, todo su torso y hasta sus muslos, no hubo centímetro cuadrado de la blanca piel de mi puta que ellos no recorrieran. Sin embargo, ni descubrieron sus ojos ni desataron sus manos; la querían frágil y sumisa, como yo por otra parte. 

Sus manos atrayendo el cuerpo de Julia provocaron un traspié y que ella cayera al suelo. Ellos se abalanzaron  como dos fieras sobre su presa. Uno, el más joven, seguía tocando, el otro trataba de liberarse de su pantalón. Yo, lejos de auxiliarla, me senté sobre el capó todavía caliente de nuestro vehículo de alta gama. Mientras el segundo de los hombres trataba cómicamente de sacarse los pantalones que se le habían enganchado en los zapatos, el más diligente ya rozaba con su sexo la piel de mi esposa. Giró su cuello, y una masa informe se restregó sobre el cuidado cutis de Julia. Yo me acomodé y con dos dedos bajé lento la cremallera de mi pantalón. El otro hombre, cuando por fin se liberó de sus ropas, y viendo que se le habían adelantado, se contentó con pasear sus manos por la carnosa realidad en la que se habían transformado aquella madrugada sus mejores sueños. Contemplando la escena, viendo cumplido una vez más el deseo de Julia, la excitación me iba ganando. Aunque uno acertara rara vez en sus embestidas con la boca de mi esposa, aunque el otro no concentrara sus esfuerzos en alguno de los múltiples puntos sensibles de su anatomía… No importaban los medios para cumplir el fin último.

Tal vez se quería vengar de la sociedad sobre el inocente cuerpo de Julia, tal vez sólo quería provocarle dolor, pero el más decidido de los dos, cuando se cansó de atacar su boca, fue directo a su ano. Tendido de costado a su espalda, sus piernas patearon las de mi esposa hasta que ella adoptó la posición que él buscaba. Entonces presionó. Sus ojos casi saliéndosele de las órbitas y su risa escandalosa me indicaron que ya estaba dentro. Julia no gritó. Para ella hace mucho que el dolor físico es una barrera superada y aceptada, aunque tampoco hubiera podido hacerlo, y es que el segundo hombre, arrodillado junto a su cara le ofrecía su muslo como almohada mientras guiando su cabeza la obligaba a mamar. Una de sus manos sobre el rostro de Julia terminó por hacer caer la satinada banda negra que velaba la mirada de mi puta. Sé perfectamente lo que sintió al ver en primer plano ese vientre flácido, ese cuerpo sucio y cansado, esa mirada aviesa y esa sonrisa incompleta. Me miró y sus ojos adquirieron un brillo especial al comprobar que me masturbaba deliciosamente lento contemplándola entregada a aquellos dos mendigos. 

La delicadeza no era el fuerte de aquellos dos hombres. Sus manos agarraban el cuerpo de Julia como quien agarra un palo. Quizás debía ser así. Un pequeño reguero de sangre nacía del codo de mi esposa, sus medias estaban rotas y sus botas manchadas de barro, mientras ellos, cada uno en su parcela, se movían ávidamente, tratando de aprovechar el tiempo antes de que la vida se les volviera calabaza. Julia, paciente, les dejaba hacer y ellos, envalentonados, seguían penetrándola. Su boca, su trasero, todo su cuerpo era presa de la codicia de aquellos dos sin techo. El que, por su barba cana aparentaba más edad, el que más decidido parecía, se montó sobre las caderas de mi esposa, obligándola a rodar sobre el suelo hasta quedar boca abajo. Hizo una breve pausa, como si quisiera comprobar que seguía hundido en el culo de Julia, y volvió a moverse. Sus gestos impulsivos, la tensión de sus músculos, sus gruñidos casi animales… todo hacía indicar que le era imposible contener el final. Segundos después el cuerpo de Julia se agitaba bajo su peso, y la sonora carcajada de aquel hombre me hizo entender que su semen manchaba ya el ano de mi esposa. 

Detuve mi paja y me acerqué. Pasé a su lado cuando la respiración del primero era todavía fatigada y el otro buscaba de nuevo la boca de Julia. Llegué hasta el rincón junto a la pared donde dormitaban ellos cuando llegamos. La suciedad y el olor a orín eran insoportables. Entre cartones gastados, briks de vino peleón y trastos viejos, vi un colchón. Húmedo y raído, lo arrastré hasta ponerlo frente a los faros, siempre encendidos, de nuestro coche. Lo que siguiera lo quería ver mejor iluminado. De vuelta en mi improvisada butaca, les hice ver que continuaran allí. Ellos arrastraron a Julia con los mismos pocos miramientos que yo había tenido con su cama. Cayó boca arriba, aunque sus brazos siempre atados le impedían apoyar la espalda con comodidad. De inmediato los dos hombres se dispusieron a continuar con su inesperado banquete. Sus manos forzaban a abrirse unas piernas que ella no pensaba cerrar. En ese momento empezaron a discutir: ninguno quería ceder el turno. Se gritaron algo en un idioma extranjero, Julia los miraba entre temerosa e impaciente, y yo permanecía alerta por si su pelea anulaba nuestros planes. Al final se impuso el más mayor, aunque acababa de correrse en el culo de mi esposa, quería follársela de nuevo. Se colocó entre sus piernas y empujó. Una, dos, varias veces, hasta que comprobó que le era imposible una nueva erección. Entonces el otro aprovechó su momento. Con un empujón lo quitó de en medio, haciéndole caer sobre la pierna de Julia primero, y después sobre la tierra. Julia se quejó, él, volvió a reír a carcajadas. Después se alejó hacia sus cartones, donde se tumbó con un envase de vino en la mano dispuesto a contemplar la escena.

Quien sabe, quizás fuese más joven, pero su cuerpo castigado aparentaba algo más de cuarenta. Miró a Julia y se agachó sobre ella. Las sombras se proyectaban sobre el gris cemento de la pared. Palpó sus pechos, su mano recorrió el vientre de mi esposa, luego levantó sus caderas y se tumbó sobre Julia. Cuando él comenzó a moverse, yo volví a masturbarme. Suave, sin prisas, con apenas un par de dedos, mis manos protegidas del frío con un par de guantes negros, se movían arriba y abajo contemplando como a apenas un par de metros Julia se entregaba al segundo de sus machos de ocasión. Trajeado, sentado sobre el capó de un deportivo oscuro, con únicamente los cojones y la polla erecta asomando por la apertura de la cremallera, lucía como el perfecto sádico que pretendía. Al otro lado de las pequeñas llamas de la hoguera que les calentaba la noche, el mayor de los mendigos, me miraba, y moviendo la cabeza en gesto de negación, quizás incapaz de comprenderme, volvía a beber de su vino. Entre nosotros, sobre ese colchón viejo y sucio Julia yacía bajo los impulsos del segundo de los hombres. En la oscuridad de la noche el detalle podía haberme pasado desapercibido, y observándolos, me preguntaba si aquel que se movía sobre el cuerpo de mi esposa, tenía un buen pene o  sabía hacer bien el amor, pues hacía un rato ya que Julia rodeaba con sus piernas el cuerpo del hombre. Apostaría que si no tuviera las manos atadas lo abrazaría acariciando su pelo, jugando en sus orejas y clavándole las uñas en la espalda como hace conmigo cuando follando le arranco un orgasmo. Se movía pues lento, buscando sus pechos, abrazando su cuerpo, ahora que mis manos adquirían velocidad. Se erguía y volvía a caer, incansable, sobre el vientre de Julia, provocando un eco hueco que sólo de vez en cuando un coche despistado rompía circulando por la autovía ajeno a la cruda realidad del túnel. Viendo cómo mi puta se dejaba follar, mi mente se recreaba, y la sangre se concentraba en las cavidades de mi polla provocándome una erección total. Cuando los gemidos de Julia se agudizaron, yo aceleré también los movimientos de mi mano. Él subía y bajaba, hundiendo su pene en el coño de Julia, y mi mano bajaba y subía, acercándome más y más al fin. Sentí la dureza en mis testículos, y el semen dispuesto a salir, detuve mi paja y dejé que mi verga explotara en cuatro tiempos, dejando que el blanco de mi leche se convirtiera en un pastoso charco a mis pies. Mientras me corría contemplaba lo feliz que era Julia bajo su hombre.

No había reparado que, mientras recomponía mi figura tras la eyaculación, el hombre más mayor se había incorporado y caminaba desnudo con su envase de vino en la mano hacia Julia y el otro hombre, que seguían follando. Se detuvo frente a ellos, y mirándolos, comenzó a orinar. Julia gritó sobresaltada alejándose, el otro le gritó algo en su idioma, y el viejo reía mostrando su sonrisa sin dientes. Les habían interrumpido y eso lo iba a pagar Julia. Como si fuese otro hombre el que segundos atrás se la follaba tierna y pausadamente, el más joven agarró a mi esposa de los pelos, la arrodilló sobre las piedras, y situándose frente a ella la obligó a abrir la boca. Tan pronto como los labios de mi esposa se separaron, él coló su pene. Empujó la nuca de Julia hasta que ella tuvo una arcada, y repitió la acción tres o cuatro veces. Luego, colocó su polla junto a los labios de mi puta, y masturbándose como yo había hecho, se corrió abundantemente sobre el rostro, el pelo y el pecho de Julia. El otro tiró su vino, y con la polla flácida también busco la boca de Julia. La expresión de su cara cuando fui a dar por finalizada la noche, todavía tenía reflejada el amargor de la orina.

Abrí la puerta trasera. Julia se había tenido que apoyar en mí para caminar los pocos metros que nos separaban del coche. Rompí las ligaduras de sus muñecas y ella se tendió extenuada sobre la tapicería. Sus medias estaban rotas, su pelo sucio y despeinado, sangre reseca manchaba sus codos y rodillas, el semen todavía fresco estaba repartido un poco por todas partes de su cuerpo, y aún así la sabía feliz por haber cumplido mi fantasía y su fantasía.

- Señores, por las molestias, muchas gracias- dije volviendo a ellos y mientras arrojaba un billete mediano al colchón sucio y maloliente sobre el que se habían follado a Julia.- Pasen ustedes buena noche-. Cuando me di media vuelta, se peleaban por el dinero como antes se habían peleado por tirarse a mi puta. 

domingo, 2 de agosto de 2020

Echar un ojo

DÍA 15

 

- Buenos días, vecino- dijo Juan. Aunque hace años que vivimos puerta con puerta y conocemos nuestros nombres, en el portal sigue llamándome así.

- Buenas, ¿Qué tal todo?- le respondí. Lo que sigue fue una típica conversación de ascensor: el tiempo, las noticias de portada del periódico y monosílabos varios. Al llegar al piso por fin se decidió a decir lo que yo esperaba que dijese desde el principio.

- ¿Te podría pedir un favor?- preguntó titubeando, como si de verdad lo que iba a pedir le supusiera contrariedad.

- Si, claro, dime- le dije adivinando lo que iba a pedir.

- Verás, mañana nos vamos de vacaciones…- empezó a decir.

- Ah, qué bien- le interrumpí.

- Si, nada, quince días a Torrevieja, al apartamento de mi cuñado, que me cae como una patada en los huevos, dicho sea de paso,- dijo bajando un poco la voz- pero bueno, tendremos que aprovecharlo, ¿no?, además así escapamos de este calor- dijo pasándose el dorso de la mano por la frente y secándose las gotitas de sudor que le empezaban a aflorar.

- Y quieres que mire el correo y riegue las plantas, como otros años…-. Lo había adivinado, pero mis dotes premonitorias no me hacían sentir mejor al ser el único gilipollas de confianza que se quedaba derritiéndose con el asfalto.

- Si no es mucha molestia…- dijo él. Su cara de felicidad por haber encontrado a quien cargarle el muerto contradecía el tono pesaroso de su voz.

- No, que va… yo encantado-. Al menos tendría la excusa para huir diez minutos al día de mi casa. Aunque mi refugio estuviese al otro lado del patio de luces.

- En realidad no haría falta, porque Sara se queda, dice que es muy mayor para venir con nosotros, pero sinceramente, prefiero que te encargues tú, porque ya sabes como es Rosa con sus plantas, y con esta hija nuestra que no sabe donde tiene la cabeza, a la vuelta la íbamos a tener gorda si se habían estropeado las flores de la terraza, además así le echas un ojo de vez en cuando para que no se desmadre…-siguió hablando, pero mi cerebro ya no seguía su conversación.

- Ah, ¿qué edad tiene?- fue lo único que se me ocurrió preguntar.

- Dieciocho- respondió.-Entonces perfecto, luego te paso las llaves, buenos días y gracias- añadió antes de desaparecer tras la puerta de su casa.

 

DÍA 14

 

Dieciocho años, hay que ver como pasa el tiempo, aunque también dice el tango que veinte años no son nada, así que dieciocho deben ser menos que nada. Y sin embargo los tenía que haber visto pasar… Podía haberme hecho estas reflexiones viendo engordar el culo de mi mujer, pero su culo estaba siempre empotrado en la butaca del salón frente al televisor, o me lo podía haber dicho cada mañana bajo la ducha, pero ahí prefería mucho más masturbarme que cavilar. Dieciocho años… Lo pensaba ahí, de pie frente a la ventana de la cocina, mirando el vació y no viendo más que la cocina del piso de enfrente. Tenía que haberme dado cuenta que Sara ya no era la niña que alborotaba el patio corriendo por el pasillo en su triciclo, ni la adolescente que con su música alta nos hizo odiar a Justin Bieber antes incluso de saber quien era Justin Bieber, sino la joven de piernas flacas y largas, tiernos pechos y belleza tranquila que se pasea frente a mí con la vista fija en su teléfono móvil y con una camiseta tan holgada que me hace imposible adivinar si lo que lleva debajo son unos shorts o la ropa interior. Cuando levanta la cabeza y me ve, me dedica una generosa sonrisa. Dieciocho años.

 

DÍA 13

 

En el buzón sólo propaganda que dejo sobre la mesa de la cocina, la regadera en la terraza, las plantas en salón, cocina y balcón. Este año ya sé que la de la habitación de matrimonio es de plástico. ¿Habrá más? Me detengo junto a la puerta del cuarto de Sara. ¿Ahí habrá algo que regar, o sólo estará esta dulce criatura inocentemente dormida cubierta apenas por una suave sábana…? Inconscientemente encuentro mi mano refugiada en el bolsillo. Gano la batalla sobre mí mismo y dando media vuelta vuelvo a mi casa. Bueno, casi. Antes paso por el baño y me meto en el bolsillo un tanga que había visto colgando del grifo del agua caliente; en todas las guerras hay prisioneros.

 

DÍA 12

 

Su padre me dijo que tenía que estudiar, pero…, hace calor, es difícil concentrarse, además queda mucho verano por delante. A la mañana duerme, a la tarde va a la piscina y a la noche no va a ponerse a estudiar, ¿no? Enciende la tele, se lleva la cena al salón y sujetando el smartphone entre las manos hace méritos para un esguince cervical. Cuando apaga las luces, puedo irme yo también a la cama.

 

DÍA 11

 

Hoy junto al único sobre que había en el buzón, dejo sobre la mesa una pequeña bolsa marrón con dos cruasanes. Me he sentido generoso en la panadería. La propaganda de los días anteriores sigue en su sitio. Sé que Sara salió, oí el portazo, pero no bajó los papeles a reciclar; hacen bien en no encomendarle sus padres el cuidado diario de las flores.

Es casi mediodía cuando se enciende la luz de la cocina en el piso de enfrente. Por fin un signo de vida que ahuyente a los ladrones avisados por las persianas a medio echar tanto de día como de noche. Sara irrumpe y yo miro hacia otro lado. Al cabo de unos segundos giro la cabeza, no puedo resistir la tentación. Me está mirando. Señala la bolsa con los dos bollos. Dice algo, aunque con el doble cristal no oigo nada. Aún así afirmo con la cabeza. Ella abre la ventana, yo le imito:

- Muchas gracias, a ver si mañana madrugo y me los encuentro todavía calentitos…-.

 

DÍA 10

 

¿Sabrá que la camiseta que lleva puesta es la del Partizán de Belgrado o la habrá elegido como pijama solamente por las rayas blanquinegras? ¿Cuántas ligas y copas serbias habrá ganado el Partizán de Belgrado? ¿y de la extinta Yugoslavia? Cualquier pregunta es buena para distraer a mi cerebro y evitar estos pensamientos que me asaltan sentado frente a ella, pero mis ojos, ay mis ojos, éstos son unos librepensadores y unos descarados, y hace ya tiempo que han advertido que no lleva sujetador bajo su camiseta del Partizán de Belgrado, y aunque el guardia urbano de la conciencia les obligue a mirarla a la cara, los ojos no pueden evitar fijarse en el suave vaivén de sus pequeños tiernos pechos cada vez que Sara da un mordisco al cruasán que está desayunando frente a mí.

 

 

DÍA 9

 

- ¿Sabes? De pequeña me parecías un ogro, con la barba que llevabas y los ojos tan negros…- confiesa riendo.

- Vaya, así que un ogro, gracias- le respondo también sonriendo.

- Si, pero estos días me estoy dando cuenta de que eres súper enrollado- replica.

- Cuando mis hijos me decían eso es que me querían pedir algo- le digo.

- ¿Y qué te podía pedir yo?- dice ella riendo. De golpe se me ocurren miles de respuestas explícitas, así que mejor la dejo con su colacao y su cruasán y me vuelvo a mi casa.

 

DÍA 8

 

No sé, tal vez sea un caso único en el mundo, digno de estudio por parte de una universidad muy prestigiosa de Nueva Escocia, y quizás dentro de unos años unos científicos, incluido un japonés, en bata, delante de mi cerebro desestructurado presenten un análisis que merezca la portada de la revista Science, pero el caso es que cuando habla mi mujer oigo su voz como si saliera del televisor, lejana, hueca, como si no hubiera que prestarle demasiada importancia. Sin embargo, cuando esta mañana Sara ha surgido de su habitación restregándose los ojitos y me ha saludado con un “buenos días”, he escuchado música celestial y todos mis sentidos se han puesto alegres y risueños. Algunos, hasta demasiado.

 

DIA 7

 

Me siento culpable. Desayunar con Sara se ha vuelto parte de la rutina, como mirar un buzón semidesierto y regar inútilmente unas plantas que la ola de calor acabará secando. Por eso he lavado y secado el tanga que le robé; no lo he planchado porque no sabía cómo hacerlo. Además, en mi bolsillo se hubiese vuelto a arrugar. Al despedirme, como quien no quiere la cosa, como si ese minúsculo trozo de tela no hubiese estado donde había estado, le digo:

- Ay, se me olvidaba, el otro día debiste tender esto en nuestras cuerdas-

Ella lo mira y lo remira antes de decir: -No sé poner la lavadora, soy un desastre- Durante unas décimas de segundo, las que ella está callada, me siento descubierto y dispuesto a confesar como un traidor. Luego añade: - siempre me equivoco al elegir el programa-.

 

DÍA 6

 

-¡Pues claro que Sara tiene novio!, desde hace tres años, Daniel, el hijo del frutero. Sería él, ¿Quién iba a ser si no? Bueno, bueno, te dejo, que estoy en la playa y hay mucho ruido y no te oigo nada- y cuelga. Yo también conozco a Dani, y sé que no era él. De hecho sé quién era, aunque a mi vecino he preferido no contárselo. Era Nacho, uno de los porreros del parque. Y si su padre prefiere seguir en la playa viendo gordas en topless que preocuparse por ella, me tendré que ocupar yo…

¿Ves? La puerta está cerrada sin llave, y ayer cuando vinieron le dio dos vueltas, que lo oí desde la cama. Bueno, por lo menos eso quiere decir que él se marchó después de utilizar a mi Sara y que no me va a aparecer en pelota picada por el salón mientras riego las plantas. Cuando abro la puerta bajo el fregadero todavía tengo esperanzas, pero… como dos puñaladas, dos preservativos usados en la basura. Le voy a prohibir volver a ver a Nacho. Y al hijo del frutero también. Cuando me voy, le echo la llave a la puerta.

 

DÍA 5

 

La cerveza sólo enfría mi garganta, el resto de mi cuerpo sigue echando humo. Vale que engañe a su novio, pero ¿y a mí?, ¿dónde queda el vecino súper enrollado que te lleva cada mañana dos cruasanes calientes si a la primera de cambio te lías con un chulo de poca monta y prácticamente politoxicomano? Porque estaban los dos condones en la basura, que si no, ¿cómo se le va a levantar a ese con toda la mierda que se mete? Anda ya…

El enfado me dura hasta la noche, hasta que Sara se sienta en el sofá sobre sus rodillas embutida en un pantaloncito de deporte y una camiseta sin mangas.

 

DÍA 4

 

Estoy feliz. Tarareo alegres canciones inventadas, soy un Georgie Dann moderno y elegante. Dejo sobre la mesa de la cocina la bollería, napolitanas esta vez, y el número semanal de la revista femenina de la que Sara me habló hace unos días. Riego las plantas, canturreo, seco las gotas que han caído al parquet con una toalla minúscula, tamaño gnomo. Cuando vuelvo a la cocina Sara pasa deprisa las hojas de su revista. No la había oído salir de su habitación, se ha movido con sigilo, como un fantasma. De hecho va envuelta en una sábana. La camiseta del Partizán está tendida y no debe tener uniforme suplente. Al verme, se levanta de un salto y con alegría dice:

- Te has acordado… muchas gracias- y me estampa un sonoro beso en la mejilla.

 

DÍA 3

 

Seguro que mi médico se opondría radicalmente; dos cafés cargados en apenas media hora es muy malo para la tensión. Pero… ¿como iba a decirle que no a mi joven vecina? Sentado, la observo mientras prepara el café. De espaldas a mí, una camiseta blanca de algodón, sin mangas, y no tan larga como su camiseta de fútbol, me permite ver su culito y en mi cara se dibuja una sonrisa idéntica, prácticamente a escala, de la curva de sus nalgas. Cuando se gira y compruebo que la camiseta se le transparenta y en su braguita azul se le marca la forma de su sexo, me mareo súbitamente, tengo sudores fríos, taquicardia, problemas respiratorios y de coordinación, además de una hinchazón repentina. Debe ser el café. O Sara, una de dos.

 

DÍA 2

 

El calor es insoportable estos días. No puedo dormir y voy a cumplir con mis tareas diarias en el piso de los vecinos antes de lo habitual. Las flores se beben el agua como un guiri engulle la sangría en verano. Dejo las persianas bajadas, sólo unas rendijas permiten pasar la luz mínima necesaria, pero es inútil, el calor se cuela de todas formas.

No se ha despertado, sigue durmiendo. Es antes que otros días, y con este calor le habrá costado conciliar el sueño, así que trato de no hacer ruido. Al pasar por delante de su habitación su puerta no está cerrada, únicamente entornada. No puedo evitar asomarme. Duerme placidamente boca abajo, en diagonal, con una pierna estirada y la otra flexionada y el pie apoyado en la rodilla contraria, con las manos escondidas bajo la almohada y la cara mirando al lado contrario de mi posición. Me quedo observándola, hermosa, frágil, parece tan desvalida… Ah, casi se me olvida mencionar que estaba desnuda y con la sábana arrugada tirada al pie de la cama.

 

DÍA 1

 

Contención Pepe, contención. ¡Pero es que sería tan fácil…! Si tengo las llaves aquí en la mano, y a estas horas todavía debe estar profundamente dormida, y con este calor… ¡No! Cuenta hasta diez Pepe, mejor hasta cien, inspira, respira, inspira, respira, inspira, respira… ¿Ves como ya va pasándosete la tensión con la que amaneciste después de tener sueños aún más dulces porque Sara salía en ellos…?

 

DÍA 0

 

- Esta tarde vuelven tus padres, mañana ya no te traeré el desayuno- le anuncio.

- Que pena…- dice, y por su voz parece que realmente vaya a echar de menos los despertares de las dos últimas semanas. Una pena y un alivio, pienso. Cada día se me hacía más difícil resistir la tentación, así que a partir de mañana volveré a mi aburrida vida de antes. Adiós a sus ojitos somnolientos, adiós a los desayunos compartidos, adiós a sus camisetas sugerentes y a sus pantaloncitos explícitos, adiós a las frases intercambiadas a través del patio, adiós a los biquinis en el tendedor a su vuelta de la piscina, adiós Sara… Su presencia en mis sueños y su sonora risa grabada en mi mente me ayudaran a superar la abstinencia. -…entonces tendremos que aprovechar el tiempo- añade.

- ¿…?- su mano en mi pecho me empuja y me hace caer sobre el sofá del salón. Mientras se saca la camiseta y se planta frente a mí únicamente vestida con una braguita verde, todavía tengo tiempo de reaccionar: -¿Qué haces, estás loca?

- Fóllame, si no lo haces le diré a mi padre que me espiabas noche y día, que me robabas los tangas, que me encerrabas en casa, le hablaré de tus insinuaciones de viejo verde, de cómo babeabas mirándome las tetas, le contaré que pretendías comprarme con desayunos y regalos… te juro que lo hago- dijo, y se sentó sobre mi regazo.