sábado, 17 de abril de 2021

Inmarcesible Gloria

Habían pasado ya más de dos horas desde el final del partido pero las camisetas amarillas todavía salpicaban las calles del barrio. Caminaba hacia casa cuando me dije que la cerveza que iba a refrescar aquel atardecer de finales de junio era mejor tomarla rodeada de gente feliz por una victoria que en la soledad de mi cocina mientras empezaba a preparar la cena; así que cambié los últimos metros de mi itinerario y entré en un bar latino cercano a mi hogar. Pasaba casi a diario por allí, llevaba abierto ya unos cuantos años, desde que el barrio había acogido a miles de los inmigrantes llegados a España en las dos últimas décadas, sabía que estaba especializado en cocina colombiana por un cartel en la cristalera y la pizarra colocada junto a la puerta, pero nunca había entrado.

Alguna de las mesas de la terraza estaba ocupada, al pasar al interior también vi algún grupo de gente al fondo. En la barra dos camareros ataviados con el uniforme de la selección nacional terminaban de secar los vasos. El fragor había pasado, pero todavía se notaba que la tarde había sido un hervidero. Pedí la ansiada cerveza y el primer trago helado descendiendo por mi garganta terminó de relajarme después del día de trabajo. El ambiente ya no era festivo, pero donde había habido fuego quedaban las brasas expresadas en forma de risas, cánticos, música; escuchándolos uno no podía imaginar otra cosa que una victoria contundente y no la pírrica que anunciaban al día siguiente los titulares. Al cabo de unos minutos, siguiendo la mirada de uno de los camareros reparé que en que la televisión emitía el segundo de los duelos de la jornada, aquel en el que se iba a dilucidar el rival de Colombia en la siguiente ronda.

- Uy, disque ¿usted tan blanquito no será inglés, no? Porque nos los vamos a comer en octavos-. La cerveza había conseguido abstraerme tanto que no había reparado en la mujer que se había colocado a mi lado.

- No, soy español, pero si hace falta dejarse comer, yo me dejo comer- contesté terminando de girarme para volver a mirar las botellas que tenía frente a mí al otro lado de la barra. Ella rió la broma estruendosamente y añadió: ni que fuera un sancocho- Mi falta de respuesta debía dejarle claro que no conocía demasiado de la gastronomía colombiana. - ¿No viene mucho por acá, verdad? Me llamo Gloria, encantada- dijo.

- ¿Cómo Sofía Vergara en “Modern Family”?- respondí a la gallega.

- ¡Pero yo estoy mucho mejor!-dijo riendo a carcajadas. Entonces la observé más detenidamente. Obviamente ella no podía aguantar la comparación con una miss universo, si es que alguien puede. Ya nadie la definiría como joven, metro sesenta escaso, pelo abundante y de un moreno azabache, la tez cobriza, un pecho más que generoso, una cintura a la que tal vez le sobrase algún kilo, y en la cara una sonrisa luminosa y contagiosa. Vestida con alguna versión más antigua del traje de la selección Colombia bien podía ser una buena compañía para lo que surgiese.

Las manecillas de mi reloj parecían haberse adaptado al pausado transcurrir de la vida en otras latitudes. Había entrado buscando algo de ambiente y me había terminado uniendo a Gloria y sus amistades, otras tres mujeres y un hombre de edades cercanas a la suya y mismo origen. A la primera cerveza siguieron otras, el fútbol continuaba en los televisores, pero a nadie parecía importarle ya el futuro rival. Cuando más interesante parecía ponerse la noche, cual Cenicienta, me di cuenta que el tiempo había pasado rápido embriagado por la cautivante personalidad de Gloria.

- ¡No!,¿cómo así?- protestó cuando desde detrás de la barra anunciaron que era hora de cerrar. – Qué pena con usted- me miró y dirigiéndose a todo el bar dijo: ahora que iba a enseñarle al españolico este cómo se baila en mi tierra…-.

La persiana del bar cayó, las pocas gentes que quedaban se fueron disgregando en la tibia noche de verano, pero yo no quería separarme de Gloria. Podría achacarlo al estío, al alcohol que había ingerido, al encantamiento de su risa, al aroma dulce que intuí en su pelo cuando me agaché a besarla, pero era otra cosa, un calor primario, instintivo, físico. Un mínimo roce, algo parecido a una descarga eléctrica, una primera chispa, la que hizo que después de las mejillas, no nos diésemos tiempo para pensar en qué vendría después y nos lanzásemos a devorarnos la boca, con mis manos abrazando su trasero y sus pies en puntillas.

Fue la distancia la que impuso el lugar, su habitación en un piso compartido. Por el camino, en el ascensor, fuimos apaciguando con besos y magreos la tempestad desatada. Cuando el pestillo en la puerta nos dejó solos ya no hubo remedio. Sus manos me instaron a sentarme sobre la cama, de inmediato Gloria me acompañó. La débil luz de una lámpara de mesilla dejaba su rostro en un claroscuro que se iluminó de pronto por su sonrisa cuando, en su abrazo, advirtió lo que yo experimentaba bajo mis ropas: el pene crecía sin disimulos. Mis besos bajaban por su cuello, mis manos rodeaban su cintura; cuando ambas se unieron en sus pechos Gloria soltó el cierre de su sostén. Como una bandera su camiseta amarilla ondeó en lo alto antes de seguir un tranquilo vuelo hasta el piso. Voluminosos, caídos, imperfectos, maravillosos. Sus senos acogían mi cara, mi saliva, mis besos. Trataba de excitar entre mis dedos sus pezones, anchos y chatos, al tiempo que ella pugnaba por colar su mano bajo mis ropas. Le ayudé reclinándome. Sus uñas rasgaron la piel de mi vientre cuando sus manos empezaron a desvestirme, enseguida sus labios calmaron la superficie incendiando el deseo. La mirada de Gloria me buscaba en cada tirón que daba a mis pantalones, y en esos ojos negros se intuía lo que estaba por llegar.

- Aaaah…- un gemido salió de mi boca cuando golpeó mi polla contra sus labios. Después el roce de sus dientes, la húmeda esponjosidad de la boca, los aleteos de su lengua y su mano tirando débilmente de la piel de mi rabo. Comenzó a torturarme, a recorrer con su lengua mi pene, desde la base hasta sacarle brillo al capullo. Cabeceaba unos instantes, llevándome al máximo y acto seguido hacía una pausa, en la que hasta el cálido aliento que escapaba de su boca era una tortura para mi enrojecida polla. Si continuaba así iba a terminar conmigo demasiado pronto. Me levanté de golpe, provocando su risa, la tomé en mis brazos y la giré. Ahora era ella la que estaba presa entre mi cuerpo y la cama. Sus pechos morenos, generosos, me condujeron por el resto de su anatomía. Recorrí la curva de su tripa, los pliegues que formaba ésta a medida que bajaba. Sus jeans demasiado ceñidos sublimaban su culo, pero se volvían incómodos con las prisas por desvestirla. Apenas los bajé hasta las rodillas y me centré en las bragas amplias, blancas, clásicas, que aparecieron ante mis ojos. Cuando, después de trepar por su muslo, uno de mis dedos las recorrió, la forma de sus labios y la humedad que mojaba su coñito se anunciaron bajo la tela. Las deslicé hasta el tope que suponían sus pantalones a medio bajar, Gloria se acomodó recostándose en la cama y yo adiviné lo que ella esperaba. Mis hombros se hicieron hueco entre sus rodillas flexionadas. En la penumbra de aquella habitación poco iluminada su sexo apenas se intuía bajo una mata de cabellos negros. Cuando mis dedos lo abrieron, un resplandor rosáceo maravilló mi vista. Como una ofrenda entregué a él mis remilgos, mis filias y mis fobias y buena parte de la saliva que lubricaba mi garganta. Gloria se deshacía con mis lametazos, y el brillo que al principio se limitaba a sus labios, replegados y carnosos, se iba tornando más espeso y extendiéndose por todo su sexo. Igual que con la cerveza que horas antes había entrado buscando en el bar donde la encontré, ahora mi boca trataba de saciar otra sed; mi lengua se detenía en la parte inferior de su raja unos instantes y subía de golpe golpeando su clítoris.

Gloria se debatía bajo mi boca, el martilleo de la lengua en su pipa la tenía más que alterada. Su cuerpo rechoncho pedía más. La ayudé a incorporarse. El calor que desprendía su coño bañó mi polla antes incluso de que se sentara sobre mí.

- Ay sí, mijo, qué rico…- su mano agarró mi polla y la guió hasta insertársela. Empecé a moverme, pero Gloria me pidió que la dejara hacer. De inmediato comenzó un suave movimiento de caderas, un baile sobre mi polla en el que cambiaba de paso, de ritmo y en el que yo no era sino un inexperto bailarín en sus manos. Su pelo aleteaba mientras mis manos retenían el viaje de sus pechos gordos. Su sexo era pequeño pero tremendamente acogedor con mi rabo, lo cubría de caricias y lo bañaba con sus flujos. A los pocos minutos el calor, la escasa ventilación y los continuos traqueteos de Gloria sobre mí me tenían cubierto de sudor; en cambio ella lucía fresca como una flor, su rostro maduro incluso parecía rejuvenecer en cada minuto que continuaba con su danza. Mis dedos se hundían en la piel de sus costados, mareados siguiendo el ritmo de sus vaivenes, mi polla, que apenas si podía seguir el paso de sus caderas, se volvió un juguete en sus manos cuando Gloria inició un rápido movimiento hacia adelante y hacia atrás. Preso entre las paredes convulsionadas de su coño asistí a su corrida.

El orgasmo que se reflejaba en su rostro colorado le había dejado una risa nerviosa que fue a más cuando comprobamos que sus piernas cortas no alcanzaban para reposar en mis hombros. Gloria estaba tumbada boca arriba, yo arrodillado, mi polla dispuesta a volver a su cuerpo. El primer empujón provocó una sacudida que, cual onda expansiva, se fue repartiendo por su cuerpo. Luego llegó el ritmo, tal vez no tan cadencioso ni tan armónico como el suyo, pero igual de efectivo. Mi polla se clavaba, salía hasta que el glande topaba con sus labios, y volvía a entrar, una y mil veces. Mis dedos viajan por su cuerpo, tratan de reunir sus pechos desparramados, siguen subiendo por su cuello hasta llegar a su boca; se los ofrezco y Gloria los hunde en su boca lamiendo con gula. Su coño me aprisiona. Se va a correr otra vez, lo anuncia, lo grita, una serie de jadeos apresurados acompañan la última tanda de movimientos de mi rabo. Resisto apenas los embates de su cuerpo, cuando salgo de él sé que no aguantaré el roce de sus uñas, la carnosidad de sus labios. Su mano agarra mi tronco, las mías la acompañan en la masturbación. Unos pocos gestos impetuosos bastan para que explote. Segundos después mi corrida no es más que una lluvia cálida que la mano de Gloria extiende por su propio vientre. Cuando terminó de secar una última gota de sudor que caía por mi frente la miro, y en su cara la misma sonrisa de felicidad que brillaba cuando la conocí horas antes.

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