miércoles, 1 de octubre de 2025

La plus belle avenue du monde

Como un chiquillo fascinado por la magia de los fuegos artificiales, nada más entrar en la habitación se dirige a la ventana a descorrer la basta tela plastificada que sirve de cortina y contemplar el resplandor lejano de la torre Eiffel. Apenas franqueada la puerta, la observo durante unos instantes, luego dejo sobre el escritorio la mochila y el par de paquetes que la jornada de turismo ha deparado y me acerco en silencio. Permanece ausente pero intuye mi llegada y balancea ligeramente su cuerpo para hacerme un hueco; la abrazo, mi mirada se une a la suya en el horizonte, allá donde un haz de luz surca el cielo cárdeno del anochecer y un centelleo de perseidas ilumina periódicamente la estructura metálica mientras nuestros cerebros graban recuerdos en la memoria.

- Nunca nadie me había traído a París- dice al cabo de unos instantes.

Ciño con más ganas su cuerpo, trato de entender todo lo que quiere decir su anodina frase pero seguro que hay detalles que se me escapan. Me limito a besar paternalmente la parte más alta de su cabeza, posando suavemente mis labios en un marasmo de cabellos rizados. Ella apoya su nuca en el hueco entre mi hombro y mi pecho, yo bajo la cara y la poso sobre el costado de la suya; sumidos en el abrazo pasan los minutos, los cuerpos en un hotel barato del extrarradio, las mentes vaya usted a saber dónde y la mirada en el infinito.

- Me gusta sentirte así- dice y no consigo entender si seguimos sobrevolando el parnaso o nos adentramos en terrenos más carnales. Por si acaso aprieto su cuerpo entre mis brazos, hago que sus pies escalen a los míos elevándola, provocando que su irresistible cuello quede más cerca de mi boca, que su cintura compruebe el despertar de mis instintos.

Unir los labios es cuestión de segundos; los cuerpos paralelos, los cuellos en torsión, no es un beso de película, es algo mucho mejor. Me aparto, dejo que su menudo cuerpo descanse en el borde interior de la ventana, apoyo mi frente sobre la suya eclipsándole la ciudad. Me gusta. Me gusta como pocas mujeres me han gustado antes, ella, capaz de envolver mi vacío y darle aspecto del mejor de los productos, capaz de sanarse sola las heridas más profundas y cicatrizarlas a base de carcajadas, ella, la que consigue con sólo la presencia cercana de su cuerpo que en el mío se instale el deseo.

-¿Qué?- pregunta y mi ausencia de respuesta provoca que el signo de interrogación se transforme en risa. Podría confesárselo, pero prefiero demostrárselo. Mis manos agarran su cara, la aproximo a mí y entonces sí el beso parece el de los finales felices, aunque apenas sea el comienzo. Tristes momentos aquellos en los que los besos se cuentan en unidades, así que después del primero viene un segundo, después un tercero y más adelante perdemos la cuenta.

Tal vez allá a lo lejos la torre Eiffel siga brillando, quizás en el cielo la tarde se haga más noche, tal vez bajo esta ventana el tráfico se vuelva más fluido; en nuestro mundo, después de agostarle los labios, mi boca trepa por su mejilla buscando la oreja. Para qué camelarla con melosas palabras al oído si puedo mordisquear su lóbulo, jugar a ser su pendiente, exhalar bruscamente todo lo que me hace sentir. Cuando ladea la cara, sé que tengo que deslizarme por su cuello, alterar sus venas, embriagarme en su aroma.

Podría excusarme, decir que ella fue quien la primera en subir la apuesta, quien invitó a las manos a la fiesta, pero me confieso culpable. Su torso sinuoso pronto se quedó pequeño a mis largas manos y busqué a tientas el cierre de sus jeans. Ceñidos, apenas solté el botón, la cremallera fue cediendo voluntariamente al paso de mis dedos. En la penumbra de la habitación su braguita se intuía lila, pero acaso fuera una ilusión provocada por la humedad que ya bañaba su sexo.

La rudeza de la tela vaquera, la suavidad de la ropa interior, la tibieza de la piel fueron avisando a mis dedos antes de sentir el cosquilleante roce de su vello púbico. Miré su rostro, una divertida mueca arrugaba su nariz al tiempo que el deseo mordisqueaba el labio inferior y su mano izquierda acariciaba el más lejano de sus pechos. Bastaron un par de pasos de mis dedos para que su sexo me invitase a entrar. Las yemas de mis dedos centrales sentían ya la carnosidad de su vagina mientras el pulgar buscaba el contacto con su clítoris. Al primer gesto gimió, al segundo sus brazos cayeron derrotados a lo largo del tronco, cuando comencé a frotarlo rítmicamente, su rostro ardía.

Forzosa y necesariamente curvados, mis dedos ascendían lento por su interior mientras el pulgar seguía avivando el fuego en el clítoris. En el quicio de la ventana, expuestos a la noche y a los voyeurs, permanecía pegado a ella, haciendo que los movimientos de mis dedos en su sexo fueran cortos –apenas una falange era suficiente para que algo más que humedad brotara en sus entrañas-, los rostros pegados, besándonos o mordiéndonos los labios según marcara su voluntad. Un contoneo de sus caderas, una mano que intenta tirar de la ropa para darme espacio. La ayudo, el pantalón baja hasta la mitad del muslo y la braguita se enrolla sobre sí misma.

Tira de mí, devuelve mi mano a su sexo y mi rostro junto al suyo. La ausencia de obstáculos me invita a incrementar el ritmo de mis gestos. Su respiración también se acelera, se vuelve más corta, se intercala con gemidos hasta volverse frenética. Mi frente apoyada en su cabeza, las miradas tan juntas que los pensamientos parecen saltar de una mente a otra y su boca buscando dejar el rastro de sus pequeños dientes en cualquier rincón de mi cuello. Continúo masturbándola. Apenas un tercio de la longitud de mis dedos es suficiente para colmar su pequeña vagina.

Si hago una pausa, si pretendo dar un descanso a mi mano, ella me insta a seguir. –No pares ahora…un poco más… sigue-. Ella ordena y yo obedezco. Penetro su sexo con dos dedos al tiempo que me esfuerzo por estimular cada terminación nerviosa de sus labios y de su pipa. El cuerpo se le comienza a tensar, incremento el ritmo de mis movimientos, la respiración se le vuelve jadeante, plagada de agudos sonidos rítmicos similares al hipo, cuando aprieta mi mano entre sus muslos sé que tengo que acompañar su orgasmo; con los dedos quietos dentro de su coño -sólo el pulgar continúa pinzado el clítoris- y dándole toda la tensión que mi sobrecargado antebrazo es capaz, la barreno mientras su cuerpo convulsiona y en el rostro, párpados y ojos se le declaran en rebeldía. En apenas un segundo, cuando la tensión de su cuerpo comienza a desaparecer y retiro mi mano, un pequeño geiser brota de su entrepierna. Veo en su rostro la incomprensión, que mezclada con la mía desembocan en una risa nerviosa que nos acompaña mientras mi mano ciñe su trasero mojándolo también con el fruto de su corrida y nos besamos por enésima vez.

- Cinco minutos para ducharte, que todavía no he terminado contigo- le aviso. Ella agarra la ropa recogida a la altura de sus rodillas, duda un instante y finalmente convencida por los arroyos que corren por sus muslos de que aquello no tiene remedio, camina cómicamente hasta desaparecer tras la puerta del cuarto de baño.


Seguramente fueran algunos minutos más, los suficientes para que el agua eliminara algo que siempre se le quedaría grabado y para que yo dejara caer mi cuerpo vencido sobre la cama, agarrara el mando de la tele, cambiara de canal hasta aburrirme, cogiera la guía turística y planeara rutas y caminos para el día siguiente sin demasiadas ganas, pues mi único destino asomaba su menudo cuerpo envuelto en una toalla por la puerta del aseo.

-Gracias-, musitó mientras se dejaba caer junto a mí. Mi única respuesta fue soltar el libro que tenía entre manos y estrechar una vez más sus hombros mientras ella acomodaba su cabeza en mi pecho. Sentir sus cabellos mojados sobre mi ropa a ciencia cierta que es algo que no recomiende ningún neumólogo, pero su respirar acompasándose al mío me transmitía sosiego, no necesitaba más que cerrar los ojos y estirar mi mano para rodear su cuerpo sobre la toalla que la envolvía.

- ¿Dónde vamos mañana?- preguntó al fin.

- No sé, ¿dónde quieres ir?- le devolví la pregunta.

- Eres tú el que conoce la ciudad- zanjó con una de sus pequeñas sonrisas dibujándosele en la cara. Touché. No me verás repetir escapada a Londres o a Amsterdam, pero a París volvería una y otra vez, me encanta, y descubrir la ciudad a quien viaja por primera vez es una labor fascinante:

- Podríamos bajarnos más adelante –según comencé a hablar separó la cara de mi pecho y me escuchaba como un alumno disciplinado-, en Châtelet, por ejemplo, y caminar hasta los Vosgos-. Intercambiamos postura, ella quedó boca arriba sobre la cama, la toalla que le ceñía bajo los hombros ligerísimamente abierta y yo mirándola embobado. –De ahí a Bastilla y luego subir por los bulevares-. Su hombro desnudo se transformó de golpe en un plano sobre el que mi dedo índice trazaba un recorrido a escala. –Llegar a Pigalle y Montmartre,- necesariamente esos barrios implicaban soltar el cierre de su toalla y permitir el avance de mi dedo- subir al Sacre Coeur –mi mano trepaba por su pecho derecho dibujando círculos cada vez más cerrados hasta encaramarse a lo alto de un pezón que enseguida se endureció- y después bajar –antes de hacerlo tomé su basílica entre mis labios y después proseguí el discurrir de mi índice guiado por la inercia-, visitar la Ópera –beso en su cadera izquierda- y la Madelaine –labios que saltan a su cadera derecha-, pasar por la plaza de la Concordia y desembocar en los Campos Elíseos.

Así a lo tonto, el destino me había llevado a tener la cabeza entre sus muslos, así como quien no quiere la cosa ella había maniobrado para elevar sus rodillas y que todas las miradas posibles desembocaran en aquel maravilloso arco del triunfo. Desparramé besos en la cara interna de sus piernas, pequeñas succiones que alertaban la carne más cercana a su sexo; de una acera a otra, saltando sin seguir una secuencia lógica. Su mano en mi nuca, enredándose en la ropa, me invitó a desprenderme del jersey y la camisa; después de recomponer la postura, como el más eficaz de los sistemas GPS, me dirigí raudo a mi destino.

- La…plus…belle…avenue…du…monde…la llaman los franceses- dije convirtiendo los puntos suspensivos en suaves lametazos a su clítoris. Con la cara entre sus piernas mi mirada sobrevoló al ras su cuerpo para buscarla: no sé si suscribía la afirmación, pero al menos no la protestaba. –Y ahí pasamos el rato, Campos Elíseos arriba, Campos Elíseos abajo- mi lengua paseante ascendía y descendía con parsimonia sobre su sexo, sintiendo el pliegue de sus labios al paso de mi boca, la hinchazón creciente del clítoris bajo mi nariz.

Con sus manos posadas tímidamente en mi cabeza, las uñas rasgando casi sin querer hacerlo, simplemente recordándome que estaban allí dispuestas a animarme o castigarme, la cabeza ladeada, los ojos cerrados y gimiendo largamente, ella se sorprendía con cada movimiento de mi lengua; nunca sabía si atacaría su clítoris, sus labios, si succionaría, lamería, agarraría débilmente entre mis dientes. Variar sin parar y sin parar, variar. Introducía la lengua, frotaba mi cara, pasaba de los tonos oscuros de sus labios al rosáceo de la vagina y cuando menos lo esperaba pulsaba esa tecla que aceleraba sus mecanismos.

- Ummm, qué rico me lo haces siempre- dijo saliendo del sueño que la mecía. Sin estridencias y sin el aparato visual de minutos atrás, pero se había corrido de nuevo. Mi respuesta fue erguirme –orgulloso seguramente-, fijar mi mirada en la suya y asir entre mis manos las suyas. - ¿Y a la torre Eiffel no vamos mañana?- preguntó inesperadamente.

- ¿Quieres ir otra vez?-.

- Quiero ir todos los días-. El movimiento de sus dedos entrelazando los míos me hizo sentir lo ridículo de mi réplica.

- Habrá que ver si está preparada-.

- Yo creo que sí-, sus manos buscando el bulto bajo mi cintura me animaron a comprobarlo por mí mismo. Solté el pantalón, bajé el calzoncillo y arrodillado entre sus piernas no había muchos más sitios en los que comprobarlo.

- Aaaah- gimió al calibrar la dureza de mi pene en su pipa. Cuando lo deslicé sobre sus labios la respuesta de su boca fue morderse la comisura izquierda. Torturarla de esta forma era sólo la recompensa a mi preparación: golpe seco en su clítoris, paso lento de mi falo por el exterior de su sexo. Una, dos, diez veces.

- Si me la metes ahora, me corro otra vez-. No dudaba de su palabra, pero quise comprobarlo por mí mismo. Al enésimo deslizar de mi pene, acepté la invitación de sus labios pegajosos y me colé dentro. Un bailoteo de sus párpados y sus piernas trabándose tras las mías fue esta vez la manifestación del orgasmo. – Despacio- pidió, bajé la cara junto a la suya y besándola le quise hacer sentir que ella mandaría siempre. Así pues, lento, comencé a moverme. Encorvado, controlando siempre los impulsos a mi cadera, empujando apenas una porción de mi sexo por el suyo, la follaba como ella pedía. Mis brazos se colaban bajo sus hombros, atrayéndola, sus pechos aplastados contra el mío, piel con piel, sin dejar apenas espacio entre nuestros cuerpos, más que martillear su sexo, su vagina me abrazaba complacida.

Mis manos apartaban los cabellos de su frente, cuando los párpados caídos lo permitían, nos mirábamos a los ojos mientras no dejábamos de comernos la boca. El cansancio de un largo día se apreciaba en su rostro y aunque el resto del cuerpo se veía resplandeciente, cuando le pedí un cambio de postura, la pesadez de sus movimientos se hizo evidente. De costado, yo a su espalda, mi mano sobre su teta y siempre midiendo la intensidad de mis viajes, cuando levanté su pierna para facilitar el gesto, fue incapaz de mantenerla elevada por más de tres segundos-

- Lo siento, estoy agotada, has acabado conmigo- dijo.

- No pasa nada-, acomodé la cara en su nuca, besé su cuello y abrazado a su pecho y todavía con el pene hundido en su sexo, di por finalizada la excursión nocturna por París.


Me despertaron las caricias de sus manos en mi pene. No sabría decir si había sido ella o el amanecer, pero la erección era innegable.

- Es tan bonita- creí oírla decir y pese a que el cortinón de la ventana había permanecido descorrido toda la noche, creo que esta vez no se refería a la famosa torre. Desnuda, sentada sobre sus piernas, el pelo recogido en una cola que caía sobre el hombro, se volvía a ver resplandeciente; probablemente el hecho de que su mano diestra no dejara de masturbar mi polla influía seriamente en mi valoración de la escena.

- No- dije cuando observé su cara acercarse a mi sexo.

- Sí- dijo ella con los labios detenidos a tres centímetros de mi glande.

- No- insistí.

- ¿Quién manda aquí?- replicó y yo dejé caer pesadamente mi cabeza sobre la almohada al tiempo que ella introducía en su boca mi polla enhiesta. El calor de su garganta, la saliva reavivando el escozor de la víspera y el rasgar de sus dientes me hacían delirar. Al compás de sus cabeceos lentos no sabía si despertarme del todo o dejarme arrastrar de nuevo al mundo de los sueños. Al cabo de unos minutos –su mano subiendo y bajando rítmicamente, su lengua rematando los gestos relamiendo el capullo- el resto de mi cuerpo terminó por despertarse, una de mis manos rodeó su hombro, la otra se aferró a ese pecho que, al ritmo de los gestos de su cuello oscilaba libre como en el cuadro de Delacroix.

Ella es la jefa, pero París es un buen escenario para las revoluciones, así que cuando menos lo esperaba agarré su muñeca, detuve sus gestos y levantándome impetuosamente la llevé al minúsculo cuarto de baño de este hotel bon marché, hice apoyar sus manos en el lavabo, separé sus piernas con un gesto de mis pies y colocándome a su espalda la penetré tal y como ella me había dejado.

- Ay, ay, cuidado, sabes que la tienes demasiado grande para mí- dijo interponiendo su mano derecha entre mi cintura y sus caderas. Retiré la polla, mojé un par de veces mis dedos con saliva y los llevé a su coño; en el tercer gesto humedecí la punta de mi rabo y lo devolví a su sexo. Agarrándolo por la base con la mano, controlando lo incontrolable, antes de impulsar quise preguntar:

- ¿Sí?-. Un gesto afirmativo de su cabeza me invitó a anclarme a sus caderas, balanceaba mi cuerpo adelante y atrás, la piel de su trasero se enrojecía por la fricción, en su interior todo volvía a acelerarse y su boca alternaba jadeos con gemidos.

Ni ella podía aguantar mucho más ni yo quería dilatar el momento. Colé mi mano entre su cuerpo y el mueble y la dirigí a ciegas a su entrepierna. Con el pene alojado en su vagina comencé a estimular su clítoris, aumentando la velocidad, frotándolo todo lo rápido que la postura me permitía. Cuando su cuerpo comenzó a agitarse volví a moverme también yo. Me gustaría afirmar que cuadramos los finales, pero ella terminó antes y yo, mientras trataba de prolongar su orgasmo hasta los últimos estertores, con la otra mano me masturbé hasta reventar contra la entrada de su coño.

Con la voz entrecortada todavía por la respiración agitada, me acerqué a su espalda, esperé la llegada de su cara y tras besarla en el hombro le dije: nos debíamos un buen viaje.

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