Dicen que quien sueña con sexo es porque está falto de él; otros opinan que los sueños son en realidad una complicada mezcla de los acontecimientos de la jornada pasada por el tamiz del inconsciente. Yo, que no tengo ni idea de cómo se forman, me limito a “padecer” estos sueños que últimamente pueblan mis noches.
Todo comenzó de la manera menos erótica posible: con un accidente de coche. Nada grave, tan solo un choque por alcance mientras estaba parado en el semáforo, un esguince cervical y mi rodilla derecha empotrada entre el volante y el salpicadero. Con un collarín y algo de tiempo pensé que se solucionaría, sin embargo tenía unas molestias recurrentes, así que la mutua me mandó al fisioterapeuta para ver si podía solucionar aquel dolor que me ascendía por la pierna y girando por el glúteo iba a concentrarse en la zona lumbar. Después de concretar una primera cita con lo que yo pensaba era la enfermera, me presenté en el lugar para descubrir que no había tal enfermera, sino que la persona con la que había hablado era la fisioterapeuta. Rondaría los treinta y cinco, estatura media, complexión delgada. Una de las primeras cosas que llamaron mi atención fueron sus brazos poderosos emergiendo bajo la manga corta de su uniforme. Este es el único detalle que mi mente ha cambiado en los sueños, haciéndolos más finos, mucho más femeninos; el resto no hacía falta cambiarlo, ni su pelo negro azabache, ni su tez bronceada, sus labios gruesos pintados de granate ni esos ojos negros a los que basta asomarse un segundo para caer irremediablemente en ellos. Tampoco el tatuaje que asoma por el cuello de la bata que viste y que en mis sueños es una hiedra que trepa por su espalda, naturalmente desnuda.
Quien haya tenido que recurrir a un fisio, a uno de verdad, sabrá que, por más que sea una mujer atractiva como la mía, no hay mucho de erótico en sus quehaceres. Para empezar, uno suele tener dolores, además sus gestos fuertes, decididos, no se parecen en nada a caricias. Por eso en nuestros encuentros no ocurre nada, ni siquiera experimento el cosquilleo previo a una erección, pero en mis sueños… ay en mis sueños. Cuando la imagino masajeando mi pierna, trepando con sus pulgares por mi muslo, desde la rodilla hasta la toalla enrollada que cubre mi sexo, no puedo evitar poner en su cara una mirada llena de deseo. Basta que lo pida mi imaginación para que su uniforme desaparezca y los movimientos de sus brazos se extiendan por su torso haciendo bailar unos pechos perfectos, bronceados como todo su cuerpo y coronados por unos pezones siempre alerta. Entonces, en mi cama, me veo tendido en su camilla, con una erección innegable, que no tengo más remedio que mostrarle. Ella, al verla, no puede por menos que desatender las piernas y prodigar sus mimos a una polla que identifico como mía pero que no reconozco, pues mis sueños la desean más grande, más gorda, surcada de venas… Mi masajista embadurna sus manos con aceites y comienza a masturbarme despacio, deliciosamente lento, haciendo emerger el capullo, bajando sus manos hasta aplastar los cojones contra las piernas. Entonces no puedo evitar echar la cabeza hacia atrás, cerrar los ojos y sumergirme en el sueño del sueño.
Sin embargo su paja no es suficiente, y al sentir su aliento ahumando mi polla levanto la cabeza y cruzo la mirada con la suya y descubro una fiera dispuesta a devorarme. Antes de hacerlo golpea mi polla contra sus labios. Una, dos, tres veces, hasta traspasarle el tono granate de sus labios. Luego su cara se hunde y mi polla desaparece en su boca. Me incorporo, mis manos buscan su nuca. Quiero marcarle el ritmo, la profundidad. Suelto la goma que sujeta su pelo y una cortina de seda negra vela la escena.
Me veo sentado en la camilla, sujetando su pelo entre mis dedos para hacerle más cómoda la tarea. Ella dobla el tronco para seguir cabeceando sobre mi polla. Un espejo que en su gabinete sólo existe en mis sueños, me devuelve la imagen de su culo cubierto por el pantalón blanco y elástico de su uniforme. Entonces salto de la camilla, y en mi cuerpo no hay ni rastro de dolores, únicamente una polla tiesa apuntando al infinito. Y me agacho a su espalda, tiro de sus ropas, hasta que emergen las nalgas y la tira del tanga escapa de mis dedos pegándose a su sexo. También él caerá, mis sueños son egoístas. Encuentro unos labios plegados, que me conducen a un coñito rosáceo y estrecho que se intuye empapado. Así es, lo comprueba mi lengua en cuanto comienza a abrirse paso en su sexo. Aleteo, juego en él. Estaba deseándolo, por eso bastan unos pocos gestos de mi boca para que su cuerpo se convulsione con el primer orgasmo.
Empujo su espalda hasta que su pecho se pega a la camilla, agarró mi polla y empujo. El sueño se nutre de sensaciones reales; su vagina se asemeja a otra, no recuerdo cuál, una generosa y placentera en cualquier caso. Empujo, me agarro a sus caderas, a sus hombros y mis dedos se queman en su piel ardiente. El roce de su coño me tiene extasiado, el placer se le licua por segundos. La giro, me tiendo sobre la camilla y su cuerpo busca el mío. Me monta con fuerza. Su mirada se centra en la mía. Siento que caigo por sus ojos, una sima sin fondo. Mi mente se pierde, sólo funciona mi cuerpo sometido a sus movimientos. Salta de la camilla. Sus manos agarran mi polla sin miramientos. Me masturba con todas sus fuerzas. Me resisto a terminar, ella exprime con más fuerza. El sudor que recorre su piel bronceada parece regar la hiedra tatuada en su espalda, y en cada uno de mis parpadeos la veo extenderse por su cuerpo, sus brazos, sus manos, sus uñas cuidadas, hasta saltar a mi polla y adueñarse también de ella, aprisionándola, ayudando a sus manos. Entonces no puedo más y exploto en mil chorros que vuelan sin dirección. Ella no se detiene, continúa manejando mi polla entre sus dedos más allá de la última gota, prolongando la erección más allá de los sueños.
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