Me hicieron mirando el infinito, con la vista perdida en un punto a mitad de camino entre el cielo y la tierra. De aspecto serio, recio como un roble vasco, aunque mi cuerpo sea ligero y tenga la piel cubierta de cera.
Me colocaron aquí, junto a la puerta, como un reclamo del museo, y aquí sigo, siendo testigo mudo aunque mi rostro sea todo él una expresión de alerta. Moldearon mi cara siguiendo los rasgos de alguien vivo y de él heredé el apodo; alto, fiero, las manos grandes, la nariz aguileña y los ojos de un color azul hielo tan claro que a más de uno le parecen reales. Debía semejar el descendiente directo de aquellos que un día zarparon desde este puerto dispuestos a cazar ballenas, y puedo afirmar que doy el pego.
Me vistieron de ropas viejas, gastadas por los años, el pelo asomando sucio y ralo bajo un gorro que debía protegerme del frío; me colocaron un arpón en la mano izquierda y la derecha sobre la frente, a modo de visera. Un vigía, eso es lo que soy. Miro el paseo como aquel a quien represento, vigilaba el mar en busca de ballenas.
No sé si mascota o acaso emblema; impertérrito, permanezco junto a la puerta. Atraigo visitantes, me miran, se acercan, se paran. Asusto a los niños más chicos, a los mayores les sirvo de compañero de juegos, y tiran de mis ropas y me agarran de las manos; juegan con la ventaja de que sea una estatua. Como un famoso bien educado nunca niego una foto. Pongo para ellos mi expresión más hierática, mientras les veo sonreír, posar, poner caras.
Va con el sueldo diréis, y parte de razón no os falta, pero aunque no lo creáis, yo también tengo alma. De cera, madera y telas viejas, quizás, pero alma al fin y al cabo. Y hay veces en las que a uno le gustaría moverse de pronto, sentir, cobrar vida. Y por ejemplo, seguir con la mirada el deambular curioso de esta mujer que gira en torno a mí. Me observa, sonríe. ¿Qué le inspiro? Ojala algo semejante a lo que me inspira ella a mí. ¿Cómo definirlo? Es una sensación extraña la que recorre mi piel fría y amarillenta; siento que mi esqueleto se calienta, que la carne cobra blandura. Se detiene ante mi rostro, fija la atención en los ojos. Sus labios se curvan, la luz de su sonrisa me ciega. Comenta con su amiga algo en un idioma que no reconozco, pero me hace sonrojar. Y ese calor que aflora en mi rostro sigue extendiéndose por todo mi cuerpo. Sus cabellos tienen el color del sol y su brillo parece tener la capacidad de extenderse más allá de su piel cobriza; cuando su brazo rodea mi cintura el nerviosismo se apodera de mi figura. Temo por un instante salir mal en la foto. Me yergo, adopto mi expresión de siempre, pero es inútil, parece que el calor ha comenzado a quemar mi armazón de madera. Cuando se acerca más a mí, su cuerpo desprende fuego. Continúa aproximándose. Más y más, no estoy acostumbrado a estas distancias tan mínimas. Siente en sus brazos desnudos la cosquilla de mi ropa, pero no se amilana. Un fuego subterráneo comienza a circular bajo mi piel de cera. Su brazo me ciñe, sus dedos juegan en mi cintura. Siento sus senos generosos plegándose ante mi rigidez y la sangre me hierve. Toma entre su mano mi mano alzada. Siento que no podré mantenerla erguida mucho más tiempo. El calor ya reblandece mis músculos y si esta mujer tirara de mí, mi mano seguiría el camino que me marcara a su antojo. Y dios quiera que la guíe hasta su cintura, para que mis dedos, ahora que parecen de verdad humanos, recorran su amura y se deslicen hacia la cadera, con la suavidad y la insistencia de quien lija la madera. Entonces, sorprendida, me miraría a los ojos y mi boca entreabierta exhalaría un suspiro final, y yo la atraería hacia mí, soltando el arpón metálico, y mi cuerpo, todo tea, prendido por un calor atávico, ardería por completo y mi piel sería tan sólo cera derretida entre sus manos.
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