jueves, 4 de enero de 2024

Cuento de Navidad

Con los años Fernanda ha aprendido a interpretar el sonido de los neumáticos sobre el asfalto mojado. Sabe, por ejemplo, el tamaño de un vehículo, la velocidad que lleva o si un camión que pasa sube o baja, porque aquí todo el mundo, salvo ella, está de paso. Y lo más importante, sabe si se están deteniendo en alguna de esas cuatro líneas mal pintadas sobre el viejo cemento descarnado que hace las veces de parking. Cuando siente la última tos del motor antes de girar la llave, sabe que tiene que empezar su rutina: carraspeo, atusarse algo la negra melena rizada, sacar del bolsito que alguna vez fue de lentejuelas el espejo, comprobar la raya de sus ojos y darse un poco de carmín que economiza apretando y moviendo los labios para repartirlo y darle un aspecto apetecible a su boca.

Por eso esta vez le sorprende la puerta al abrirse sin que ningún ruido adelantara la primicia. Hay en su sorpresa algo más que la extrañeza momentánea; como si ya no esperara nada ni a nadie, a esas horas y en estas fechas, en ese páramo olvidado entre la vieja nacional y la autovía, bajo esas cuatro letras que ya no parpadean al compás y cuya luz no puede competir con los leds que adornan los fachadas de los chalets allá a lo lejos, en la entrada del pueblo. Por eso esta vez, al abandonar ese penúltimo café de madrugada, aquel cuyos posos nunca le cambian el destino, el carraspeo se le atasca en la garganta y se prolonga como vida que no arranca gripada en el arcén.

- Ya estaba por cerrar- es lo único que acierta a decir.

- Si quieres puedo…- y las manos del hombre señalando la puerta rematan la frase.

- No, cariño- dice Fernanda alargando ligerísimamente las vocales. Añade un qué vas a tomar, un qué te pongo o algo por el estilo, una de esas frases que salen automáticas sin que el cerebro sepa muy bien cómo. El hombre mira al frente, al otro lado de la barra, donde un espejo de botellas le devuelve un reflejo granate de alcoholes ajados. “Ponme un güisqui” dice al fin, sin convicción, por romper un silencio que se le empezaba a antojar incómodo.

Fernanda prepara dos, en vaso largo, con un par de hielos. Se detiene un segundo al girarse, como si ya no recordase el pedido o dónde estaba la etiqueta correcta. Resalta que es del bueno, irlandés, con una adolescencia en barrica, que un día es un día y hay que celebrar las fiestas; ninguno de los dos va más allá del amago de una sonrisa.

- ¿Cómo te llamas, bebé? Yo soy Bruna- anuncia al salir por el otro extremo del mostrador con ambas manos ocupadas. Siempre le pareció que su primer nombre resulta más exótico, más adecuado a estos menesteres y al pronunciarlo –también siempre- su cerebro emprende un fugaz viaje a miles de kilómetros, a latitudes donde la lluvia golpea tan fuerte que no deja adivinar ningún eco en los charcos.

- Puedes llamarme como quieras, pero por favor, nada de bebé, ¿vale?- dice extendiendo mínimamente los brazos con las palmas de las manos vueltas hacia arriba. A decir verdad, costaba adaptar el apodo: en una edad indeterminada más allá de los cincuenta, unos cuantos kilos de más, bastantes, el pelo gris peinado con desgana hacía ya unas cuantas horas, el gesto más caído que el rostro y en la voz el recuerdo de un cenicero de escritorio lleno de colillas.

- Un bebé grandote- responde Bruna Fernanda iniciando un recorrido con el filo del vaso de tubo por el perfil abultado del vientre del hombre. Viendo que su broma no hacía gracia detiene el juego y coloca la bebida sobre la barra al alcance de una mano que enseguida la rodea. -¿Y esto? Si son mis regalos te voy a tener que llamar Santa- dice riendo sinceramente.

El hombre se mira la muñeca con fastidio, como si de verdad no hubiera sido consciente hasta ese instante de que llevaba una bolsa de plástico colgando del brazo. –Encargos de última hora, no me entraban en el maletero- se excusa sin siquiera explicarse a sí mismo el salto desde el asiento de copiloto a su muñeca.

- ¿Para la cena de Navidad o son regalos para tus hijos?-.

El hombre tiene que echar un vistazo para recordar, frunce un poco el ceño y después de rebajar un dedo de bebida explica: “un poco de todo. Y no, aquí no tengo hijos”. Está tentado de devolver la pregunta, pero prefiere fijar su mano y la mirada allá donde la oscuridad parece tornarse pantalón.

- Aún está duro, ¿verdad?-dice Fernanda tratando de auto convencerse. Es consciente de sus fortalezas, por eso las potencia con ese ceñido pantalón negro que se prolonga en unos botines de tacón afilado que parecen hacerle levitar sobre el suelo; pero es consciente también de sus debilidades, aquellas que hacen que ninguna historia se le prolongue lo deseado, por eso acomoda la mano del caballero, porque si de verdad estuviera tan duro como ella dice, no sentiría los dedos clavarse como garras en la carne.

Por un instante el hombre deja de rodearla, se desprende de la bolsa que colgaba en su muñeca y comienza a palparse los bolsillos hasta sacar un paquete de cigarrillos en fase terminal.

- Aquí no se puede- detiene ella sus gestos al tiempo que señala con la mirada un cartel pegado con cello por las cuatro esquinas y que sorprendentemente soporta el paso de los años junto a la cafetera. El hombre mira a su alrededor. A no ser que la vista le engañe –todo puede ser en esa penumbra de neones tuertos- no hay nadie más en el local. –¿En serio que no puedo?- insiste.

- Aquí no, arriba- responde Fernanda. Aquel caballero hace una mueca, a medio camino entre la sorpresa y la incomprensión, devuelve la cajetilla al bolsillo interior de su cazadora algo más arrugada de lo que había salido y en una prolongación del movimiento apura la bebida hasta que se desmorona la torre de hielos, se acomoda en el taburete adelantándose ligeramente, vuelve a posar sus manos en las caderas de Fernanda y colando su rodilla entre las piernas de la mujer, la atrae hacia sí con decisión, asegurando un roce que ella encaja con una forzada sonrisa.

- Entonces habrá que ir arriba-.

Fernanda puede, con más facilidad, enumerar los matices encontrados en la saliva que recordar el número de veces que chocaron sus bocas. Cuando el arriba empieza a resultar una necesidad palpable, pide medio minuto. Camina hasta la puerta, gira las llaves colgadas y vuelve sobre sus pasos, toma el vaso y bebe un largo trago. Después lo deja en la fregadera, apaga todas las luces salvo las de un pequeño arbolito de Navidad –demasiado plástico para pasar siquiera por un bonsái- y sale de la barra.

- Ven, cariño- dice alargando su mano hacia atrás como guía. En el primer tramo de escaleras su gesto es similar al de todos los días, después del recodo, como si de pronto recordara que esta vez sube acompañada, teatraliza sus movimientos.


La noche duró lo que duran los sueños. Al despertar, el güisqui seguía allí, de quien no había rastro era del hombre. Fernanda repasa mentalmente los acontecimientos, trata de encontrar un motivo para una salida precipitada hasta que decide no darle más vueltas. Al incorporarse se le viene encima ese frío del norte al que los años no le acostumbran, se echa sobre la espalda la manta y envuelta de esa guisa baja las escaleras de puntillas. Todo sigue a oscuras salvo el arbolito. Enciende la luz de la barra y en un rápido vistazo comprueba que no falta nada. Duda si ha desaparecido uno de los décimos del Niño que colgaban junto a la caja, ya no recuerda. La tranquiliza que la registradora esté cerrada. Se acerca a la puerta. Actúa maquinalmente y cuando se quiere dar cuenta ya no sabe si al girar la llave estaba echada. Abre las ventanas, afuera reina la niebla y una luz blanca inunda de golpe la estancia. Al volverse observa la bolsa que portaba aquel hombre, sobre la barra.

- Mis regalos- vocaliza vagamente emocionada. Luego, cuando revuelve la bolsa y los objetos van formando una hilera sobre el mostrador, la desilusión de unas zapatillas de andar por casa que ni siquiera son de su talla se le refleja en la cara. Hay algún objeto más, para el Wallapop –se dice esta vez sí, callada-. Vuelve a introducir las compras en la bolsa y regresa apresurada escaleras arriba. Vuelca el contenido sobre la cama. Allí, en el mismo montón, los ordena mentalmente por el valor que les imagina. Separa únicamente una pulsera de bisutería. El resto no le sirven más allá de lo que pueda sacar por ellos. Rápido, nerviosa, como si aquel hombre fuera a regresar a recoger lo olvidado, salta de la cama y abre el armario. En un cajón su bolso, y en el bolso el móvil. Abre el navegador ajena a cualquier notificación: no conoce la marca de los auriculares inalámbricos que encontró en la bolsa, quizás pudiera sacar por ellos un buen pellizco. Envueltos y sin estrenar, cincuenta.

- Hijo de puta-. Maldice su suerte a través del hombre. Desnuda camina al baño. Al menos arriba el piso es de moqueta –se consuela. Abre el grifo de agua caliente y la deja correr, se mira un segundo en el espejo, necesita que el vapor lo empañe todo. Vuelve a la habitación y toma de nuevo el teléfono en sus manos. La mensajería acumula novedades de vidas a seis horas de distancia. El dedo subiendo y bajando ejerce de caprichoso juez. Elige finalmente el chat con su hermana pequeña. –A ver qué se cuenta- piensa.

Es un vídeo. Se ve a Lady, su sobrina. Es una galería o un centro comercial, un lugar que no conoce, cuando ella marchó todavía la ciudad no se había tragado su barrio. Reconoce sin embargo la luz, los sonidos, el hablar de la gente al fondo, como un murmullo. También se reconoce en la niña, en los ojos oscuros, en la sonrisa traviesa; su hermana le manda siempre fotos, montajes en los que la pantalla se parte con treinta y tantos años de diferencia y ellas son supuestamente dos gotas de agua. Su mente vuelve al presente, al vídeo que continúa reproduciéndose: la niña de pronto corre, la cámara la sigue y se eleva cuando unos brazos rojos recogen a Lady y la sientan en las rodillas de un Papa Noel de tez cobriza y brillante barba blanca.

Bruna Fernanda cierra el WhatsApp, en la ducha el eco de la lluvia la reclama.

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